JOHN DONNE (1572 – 1631)
DEVOCIONES
(versión y prólogo de Alberto Girri)
SEXTA ENTREGA
VII
Socios sibi jungier instat
El médico quiere tener junto a él
otro colegas
Hay más temor, por consiguiente más motivos. Si el médico desea ayuda es
que la carga se hace más pesada; hay, pues, un incremento de la enfermedad;
pero también debe de haber un otoño; pero que sea un otoño de la enfermedad o
de mí mismo no está en mí el elegirlo; pero si es de mí, lo es de ambos; mi
enfermedad no puede sobrevivirme, yo puedo sobrevivirla. De cualquier modo, su
deseo de tener junto a él a otros demuestra su candor, y su ingenuidad; si el
peligro es grande, él justifica sus procedimientos y no disfraza nada que exija
testigos; y si el peligro no es grande, él no se muestra ambicioso, pues está
pronto para compartir el agradecimiento y el honor de ese trabajo, que empezó
solo, con otros. No disminuye la dignidad de un monarca el que derive parte de
sus cuidados hacia otros. Dios no hizo muchos soles, pero hizo muchos cuerpos,
que reciben y dan luz. Los romanos comenzaron con un rey; llegaron a dos
cónsules; volvieron en casos extremos a un dictador; sea en uno, sea en muchos,
la soberanía es la misma en todos los Estados, y el peligro no es mayor, y es
mayor la previsión donde hay más médicos; así como es más feliz un estado donde
los asuntos son llevados por más deliberaciones de las que puede haber en un
solo pecho, por muy amplio que sea. Las enfermedades mismas hacen consultas, y
conspiran acerca de cómo multiplicarse, y se unen entre sí, y de esta manera
promueven mutuamente su fuerza; ¿y nosotros no llamaremos a los médicos para
consultas? La muerte está a las puertas de un anciano, aparece y se lo dice, y
la muerte está a espaldas de un joven y no le dice nada; la vejez es una
enfermedad y la juventud es una emboscada; y necesitamos tantos médicos cuantos
puedan vigilar y reconocer cualquier molestia. Hay escasamente cosa alguna que
no haya matado a algún cuerpo; un cabello, una pluma, lo han hecho; más aun, lo
ha hecho lo que constituye el mejor antídoto en contra de ello; el mejor
cordial ha sido mejor veneno; hay hombres que han muerto de alegría, y casi han
impedido a sus amigos llorarlos, al tiempo que los veían morir así, riendo.
Hasta aquel tirano Dionisio (pienso en el mismo que después sufrió tanto, que
no pudo morir de la gran caída de pasar de rey a ser un despreciable hombre común;
murió de una alegría tan humilde como la de ser proclamado por el pueblo, en un
teatro, como buen poeta. Decimos a menudo que un hombre puede vivir con poco;
pero, ay, ¡con cuánto menos un hombre puede morir! Y, en consecuencia, cuantos
más asistentes, mejor; ¿quién, en el día de la audiencia, en una causa de
alguna importancia, va con un solo abogado? En nuestros funerales, nosotros
mismos no tenemos interés; allí no podemos aconsejar, no podemos dirigir; y
aunque en algunas naciones (en particular entre los egipcios), se edificaron
mejores tumbas que casas, porque iban a ser habitadas más largo tiempo que
aquéllas, sin embargo, entre nosotros, el más grande hombre de guerra que hemos
tenido, el Conquistador, fue dejado, tan pronto el alma lo abandonó, no sólo
sin gente para asistir su tumba, sino también sin tumba. Quién nos cuidará
entonces, no lo sabemos; tanto como nos sea posible, aceptemos tanta ayuda
cuanto podamos; uno, y otro médico, no son otra, y otra indicación, y síntoma
de muerte, sino otro, y otro asistente, y procurador de vida; ni tampoco
alimentan ellos la imaginación con la aprensión del peligro, cuanto la
comprensión con el alivio; que no traiga uno conocimiento, otra diligencia,
otra religión, sino que cada cual traiga todo, y, así como en una receta entran
muchos ingredientes, que sean muchos los hombres que elaboren la receta. ¿Pero
por qué ejercito tanto mi meditación sobre esto de tener abundante ayuda en una
época de necesidad? ¿No debiera mi meditación más bien inclinarse hacia otro
camino, condolerse y apiadarse por la desdicha de los que no tienen ninguna
ayuda? ¿Cuántos están más enfermos (acaso), que yo, y yacen en su ruin jergón
en su casa (si ese rincón es una casa), y no tienen más esperanza de ayuda,
aunque mueran, que de mejorar, aunque vivan? ¿Ni esperan más ver a un médico
entonces, que ser dignatarios después?; a ellos, el primero que los conoce es
el sepulturero que los entierra, quien los sepulta también en el olvido. Porque
lo que hacen no es sino completar el número de muertos en la Cuenta, pero nunca
escucharemos sus nombres hasta que los leamos en el Libro de la Vida, junto con
el nuestro. ¿Cuántos están más enfermos (acaso), que yo, y son arrojados a
hospitales, donde (como un pez abandonado en la arena debe aguardar la marea),
deben aguardar la hora de visita de los médicos, y no pueden ser visitados más
que entonces? ¿Cuántos están más enfermos (acaso) que nosotros, y carecen de
ese hospital para albergarlos, y de ese jergón para yacer, para morir en él, y
debajo de ellos sólo tienen su lápida, y exhalan sus almas en los oídos y ante
los ojos de los viandantes, más duros que su lecho, la piedra de las calles? No
prueban de nuestra medicina sino una dieta frugal; para ellos el potaje común
sería suficiente jarabe, lo que nuestros sirvientes desdeñan, suficiente
antídoto, y las sobras de la mesa de nuestra cocina, suficiente cordial. Oh,
alma mía, cuánto no estás lo bastante despierta para bendecir a tu Dios por su
copiosa misericordia al brindarte muchos asistentes, recuerda cuántos carecen
de ellos, y asístelos en estas cosas, u otras que les hacen tanta falta como
estas.
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