LA
INDECENTE NOCHE DE YEMANJÁ
HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
PRIMERA ENTREGA
para Fernando Pardo
que trajo al Papalote
para Demian Díaz Torres
que ayudó a remontarlo
para Marcos Torres
que trajo a Yemanjá
Los años nos dejan ver
el entrevero y el brillo.
Jorge Luis Borges
Y tú, mi padre, allí, en tu
triste apogeo
maldice, bendice, que yo ahora
imploro con la
vehemencia de tus lágrimas.
No entres dócilmente en esa
noche quieta.
Rabia, rabia, contra la agonía
de la luz.
Dylan Thomas
Silvio Rodríguez y Juan Luis Guerra compusieron todas las canciones que
le son atribuidas, aunque no entre 1939 y 1957.
Del rojo pelo -también defasada cronológicamente- pertenece a
Washington Benavides y Eduardo Darnauchans.
UNO: ESTRELLITAS Y DUENDES (1)
CUANDO MI padre y
mi tío-abuelo Ismael fueron a visitar a Luquitas en la jardinera no quise
acompañarlos. Las mujeres se pusieron a chusmear y mamá me pidió que me
recostara un rato y no protesté. El caserón de la chacra tenía una especie de
comedor-porche muy alto (donde acabábamos de almorzar) y una hilera de piecitas
a las que se bajaba como a un sótano. La última vez que vinimos llovió toda la
tarde. Habíamos traído a María Sara -la hija del Chueco, un vecino alma podrida-
y me pusieron a dormir la siesta con ella en el cuarto de mis dos tías jóvenes.
Me siento de través
en una cama -apoyado contra la pared mugrienta y húmeda- y canto: Viviré en tu recuerdo / como un simple
aguacero / de estrellitas y duendes / vagaré por tu vientre / mordiendo cada
ilusión. Y siento que no quiero ver más a María Sara, pero me refriego la
cabeza y sigo cantando la bachata del Papalote: Vivirás en mis sueños / como tinta indeleble / como mancha de acero /
no se olvida el idioma / cuando dos hacen amor.
La última vez que
vinimos a la chacra fue al empezar la primavera y ya estamos casi en Navidad.
Por un ventanuco entra olor a chiquero y hay un jazmín del país que se mueve,
también. Entonces junto las manos como para rezar. Pero canto: Me tosté en tus mejillas mi bien / como el
sol en la tarde / se desgarra mi cuerpo / y no vivo un segundo / para decirte
que sin ti muero.
Ma-Sa tenía la
mirada estrellada por la lluvia. Estábamos sentados uno frente al otro y de
golpe ella se levantó el vestido azul con volados y lunares blancos que se
ponía las noches que venía el japonés. Tenía bombacha blanca. (Y ahora me clavo
en el mentón en el pecho y murmuro: Me
quedé en tus pupilas mi bien / ya no cierro los ojos / me tiré a lo más hondo /
y me ahogo en los mares / de tu partida de tu partida.) Después ella me
pidió que cerrara los ojos y me la imaginé pintarrajeada igual que una actriz
de cine. “Mirá” me dijo, separando las piernas: “Se llama Sarita. Pobrecita.
Vení. Dale un beso”. Y se tapó la cara con la bombacha. Pero creo que no pude
besarle la ranura lastimada del sexo ni con los ojos. Si hubiese sido un perro,
le hubiese podido lamer hasta el alma. Pero éramos dos niños de nueve años.
Y ahora que María
Sara ya no está, apoyo el entrecejo sobre los pulgares y rezo: Andaré sin saberlo / calzaré de tu cuerpo /
comeré lo que sobre / dentro de tu corazón.
MI PADRE ya había
vuelto de lo de Luquitas (aunque enseguida salió a caminar por la chacra, me
dijo mamá) y ahora Ismael roncaba despatarrado en un perezoso: usaba una faja
negra sucia en lugar de un cinturón y tenía pocos dientes y una nariz
afrutillada donde las moscas se relamían. Mi abuela decía siempre que era un
santo varón. De repente las moscas se pusieron muy doradas y me di cuenta que
mi abuela iba a empezar a llorar. Mamá también se dio cuenta, porque me hizo
una seña rara y dijo: “¿Por qué no les recitás la poesía de Artigas, Abelito? ¿Sabían
que además de salir abanderado Abelito hizo una poesía que recitó en la fiesta
de fin de año?”. Mis tías jóvenes contestaron Tomá y Mirá vos, pero Ángela (la
esposa de Ismael) siguió envolviendo la morcilla y el pan casero que nos
llevábamos siempre para casa. Entonces mi abuela se apantalló el sol que
anunciaba la caída de la tarde y chistó con más fuerza que una cigarra y hasta
Ismael dejó de hacer barullo.
Cuando me paro al
lado de la mesa descubro que ya anduvo en danza la foto de mi comunión: la veo
brillar sobre la falda de mamá (que está embarazada pero todavía tiene poca
barriga) y odio mi jeta picuda retocada con carmín en el laboratorio. Y al
empezar a recitar me interrumpe la voz grotescamente acaribeñada de mi padre,
atravesando el alfombrado del pajarerío como un saxo tenor: Tengo un corazón / mutilado de esperanza y
de razón / tengo un corazón / que madruga donde quiera / ay ay ay ay ay ay.
Ismael se despertó con un manso sobresalto y mis tías dieron vuelta la cabeza,
pero mamá se endureció y a mi abuela le chorrearon dos lagrimones. Yo corro
hasta el molino de agua que hay al costado de la casa, guiado por la segunda
estrofa de la bachata: Y este corazón /
se desnuda de impaciencia ante tu voz / pobre corazón / que no atrapa su
cordura.
Mi padre está sentado
sobre la fuente rectangular de cemento, mirando firuletear los pescaditos
rojos. Entonces lo abrazo desde atrás y lo escucho berrear el estribillo de la
bachata más famosa del Papalote: Quisiera
ser un pez / para tocar mi nariz en tu pecera / y hacer burbujas de amor por
donde quiera / ooooh / pasar la noche entera / mojado en ti. / Uuuun pez / para
bordar de corales tu cintura / y hacer siluetas de amor bajo la luna / mojado
en tiiii. Y cuando lo suelto siento como si me hubiesen clavado una rosa en
la cara.
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