MARYSE RENAUD
Exclusivo desde la Universidad
de Poitiers
LA ÚLTIMA NOVELA DE HUGO
GIOVANETTI VIOLA:
YO EL PROTECTOR O LA SANTA DERROTA
¿Cómo leer Yo el Protector, la última novela de
Hugo Giovanetti Viola, publicada en 2011? Más que a sus afinidades con la
«nueva novela histórica», con la que comparte una desatada fantasía imaginativa
y una gran pujanza verbal, más que a su asumida filiación con la literatura de
la Memoria, ¿por qué no prestar particular atención a la lección de vida,
generosa y exaltada, que parece querer brindarnos este supuesto «memorial
personal de Pepe Artigas»?
Indiscutiblemente anclada en el tiempo histórico -las
complejidades y embrollos sin cuento de la lucha por la independencia de la
Banda oriental-, el texto del novelista uruguayo aspira, sin embargo, a superar
este encierro fáctico. «Relato ucrónico», ficticio, hipotético, polémico, como
lo señala el mismo autor en su «Señal de ajuste», las crepitantes confidencias
del cabecilla uruguayo revisten desde las primeras líneas un sabor
cósmico-mítico, a la vez que místico.
No es sólo un líder político, un adulto «curtido en el
yelo de la desilusión» el que evoca desde el exilio paraguayo sus luchas,
victorias, alianzas aleatorias y derrotas, sino un hombre que desde que nació
aspiró a ser un Protector. En esto se diferencia radicalmente del dictador
paraguayo Francia, el Supremo, aquí llamado reiteradamente «França», o el
«Viborón», cuando no el «bobo sapiens», cuya esencia parece cifrarse en un loco
afán de dominación. A ese França, «seco de fe», monolítico, que le da al Jefe
de los Orientales una extraña (¿interesada?) hospitalidad económica desprovista
de comprensión verdadera, Artigas opone una entrañable humanidad.
A la vertiente indiscutiblemente épica de la aventura
artiguista -una epicidad sin ampulosidades, sugerida por Hugo Giovanetti Viola
mediante una intensa y desacralizadora fragmentación del discurso- se suma una
indiscutible dimensión lírico-truculenta, que irá en aumento conforme nos
encaminamos hacia el desenlace. Así, se vuelve un sugestivo leitmotiv de rico
simbolismo la evocación del «baño de estrellas» con que se abre la ficción.
Aquella noche yo
tenía cuatro años y no sé cómo atiné a engolfarme en la hamaca paraguaya de mi
abuela Ignacia, la que me aportó sangre de Tupac Yupanqui.
Fue el primer
baño de estrellas que me di en este infierno.
Estrellas salvadoras, regeneradoras, metafísicas, que
iluminan constantemente el texto y al lector. Ligadas a la insuperable infancia
que siempre viboreó en Artigas, al suave y erótico vientre de la mujer que toda
su vida lo atrajo, al mestizaje fundador americano que supo reconocer
respetuosamente y valorar, al cosmos grandioso, por fin, que lo arrancó en más
de una ocasión a las mediocridades y penas del presente, al carnaval del mundo
en que se vio involucrado.
Así se van transformando las tragicómicas confesiones de
Artigas el derrotado, perla barroca llena de primitivas y sabrosas asperezas,
de rica intertextualidad, en un discurso de inspirada resistencia, de fe,
contra el abandono depresivo y los compromisos serviles. De tolerancia también,
en que florezca «el yuyo del perdón».
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