ALDOUS HUXLEY
LAS PUERTAS DE LA PERCEPCIÓN
QUINTA ENTREGA
Los seres humanos civilizados
llevan ropas y, por tanto, no puede haber retratos ni reseñas mitológicas o
históricas sin representaciones de plegados tejidos. Pero, si puede explicar
los orígenes, la mera sastrería nunca será explicación suficiente para el
lozano desarrollo del ropaje como tema de primer orden en todas las artes
plásticas. Es evidente que los artistas siempre han tenido afición al ropaje
por el ropaje o, mejor dicho, al ropaje por ellos mismos. Cuando se pintan o
tallan ropajes, se pintan o tallan formas que, a todos los efectos prácticos,
son no representativas, es decir, esa clase de formas no condicionadas a las
que los artistas, incluidos los fieles a la tradición más naturalista, se
dedican muy a gusto. En la Virgen o el Apóstol medios, el elemento
estrictamente humano, plenamente representativo, supone aproximadamente el diez
por ciento del total. Todo lo demás consiste en variaciones multicolores del
inagotable tema de la lana o el lino arrugados. Y estos no representativos
nueve décimos de una Virgen o un Apóstol pueden tener cualitativamente tanta
importancia como cuantitativamente. Es muy frecuente que establezcan la tónica
de todas las obras de arte, que fijen la clave en la que el tema va a interpretarse,
que expresen el ánimo, el temperamento y la actitud frente a la vida del
artista. Se manifiesta una serenidad estoica en las suaves superficies y
amplios pliegues sin torturas de Piero. Desgarrado entre el hecho y el deseo,
entre el cinismo y el idealismo, Bernini modera la casi caricaturesca
verosimilitud de sus rostros con enormes abstracciones de vestuario, que son la
encarnación, en piedra o bronce, de los eternos tópicos de la retórica: el
heroísmo, la santidad, la sublimidad, a los que la humanidad perpetuamente
aspira, en su mayoría en vano. Y aquí están los inquietantes mantos y túnicas
viscerales del Greco y los duros, retorcidos y como llameantes pliegues en los
que Cosimo Tura envuelve sus figuras: en el primero, la espiritualidad
tradicional se quiebra y transforma en una indescriptible ansia fisiológica; en
el segundo se agita y contorsiona un angustioso sentido de la extrañeza y
hostilidad esenciales del mundo. 0 consideremos a Watteau: sus hombres y
mujeres tocan laúdes, se preparan para bailes y pantomimas, se embarcan,
pisando aterciopelados céspedes, bajo nobles árboles, para la Citera con que
sueñan todos los amantes. La enorme melancolía de estos personajes y la
atormentada sensibilidad, en carne viva, de su creador hallan expresión, no en
las acciones que registran, no en los ademanes y los rostros que se retratan,
sino en el relieve y la contextura de las faldas de tafetán, de las capas y los
jubones de satén. No hay aquí ni una sola pulgada de superficie lisa, ni un
momento de paz o confianza; todo es un sedoso yermo de innúmeros pliegues y
arrugas diminutos, con una incesante modulación -incertidumbre interior
expresada con la perfecta seguridad de una mano de maestro- de tono sobre tono,
de un indeterminado color sobre otro. En la vida, el hombre propone y Dios
dispone. En las artes plásticas, la proposición corresponde al asunto que va a
ser tratado y quien dispone es en última instancia el temperamento del artista,
aproximadamente -por lo menos, en retratos, historia y género-, el reportaje
tallado o pintado. Entre ellas, estas dos cosas pueden decidir que una fête galante llene los ojos de lágrimas,
que una crucifixión parezca tan serena que resulte casi alegre, que unos
estigmas sean casi intolerablemente sexuales, que el parecido de un prodigio de
necedad femenina -estoy pensando ahora en la incomparable Mme. Moitessier de
Ingres- exprese la más austera e inflexible intelectualidad.
"Es así como deberíamos
ver", decía una y otra vez, mientras miraba mis pantalones, los enjoyados
libros de los anaqueles o las patas de mi silla. "Así es como deberíamos
ver; así son realmente las cosas." Y, sin embargo, había reparos. Porque
si viera siempre así, nunca se querría hacer otra cosa. Bastaría con mirar, con
ser el divino No-mismo de la flor, del libro, de la silla, del pantalón. Esto
sería suficiente. Pero en este caso, ¿qué sería los demás? ¿Qué de las
relaciones humanas? En la grabación de las conversaciones de aquella mañana,
hallo constantemente repetida esta pregunta: "¿Qué hay acerca de la
relaciones humanas?". ¿Cómo se podrían conciliar esta bienaventuranza sin
tiempo de ver como se debería ver con los deberes temporales de hacer lo que se
debería sentir? "Deberíamos ser capaces de ver estos pantalones como
infinitamente importantes", dije. Deberíamos... Pero, en la práctica, esto
parecía imposible. Esta participación en la gloria manifiesta de las cosas no
dejaba sitio, por decirlo así, a lo ordinario, a los asuntos necesarios de la
existencia humana, y, ante todo, a los asuntos relacionados con las personas. Porque
las personas son ellas mismas y, en un aspecto por lo menos, yo era ahora un
No-mismo, que simultáneamente percibía y era el No-mismo de las cosas que me
rodeaban. Para este No-mismo recién nacido, el comportamiento, la apariencia y
la misma idea de sí mismo habían dejado momentáneamente de existir y, en cuanto
a los otros Sí-mismos, sus antes semejantes, no parecían realmente
desagradables -el desagrado no era una de las categorías en función de la que
estaba pensando-, sino enormemente ajenos. Obligado por el investigador a
analizar y decir lo que estaba haciendo -¡cómo ansiaba estar a solas con la
Eternidad en una flor, con la Infinitud en las cuatro patas de una silla
y con lo Absoluto en los pliegues de unos pantalones de franela!-, advertí que
estaba eludiendo deliberadamente las miradas de quienes estaban conmigo en la
habitación, tratando deliberadamente de no darme cuenta de sus presencias. Una
de aquellas personas era mi mujer y otra un hombre al que respetaba y tenía
mucha simpatía pero ambos pertenecían al mundo del que, por el momento la
mescalina me había liberado, al mundo de los Sí-mismos, del tiempo, de los
juicios morales y las consideraciones utilitarias al mundo -y era este aspecto
de la vida humana el que quería ante todo olvidar- de la afirmación de sí
mismo, de la presunción de las palabras excesivamente valoradas y de las
nociones adoradas idolátricamente.
En esta fase de la experiencia se
me entregó una reproducción en gran tamaño del conocido autorretrato de
Cézanne: la cabeza y los hombros de un hombre con sombrero de paja, de mejillas
coloradas y labios muy rojos, con unas pobladas patillas negras y unos ojos
oscuros de pocos amigos. Es una pintura magnífica pero yo no la veía ahora como
pintura. Porque la cabeza adquirió muy pronto una tercera dimensión y surgió a
la vida como un duendecillo que se asomara a la ventana en la página que yo
tenía delante. Me eché a reír y, cuando me preguntaron por qué me reía dije una
y otra vez: "¡Que pretensiones! pero ¿quién se cree que es?" La
pregunta no estaba dirigida a Cézanne en particular, sino a la especie humana
en general. ¿Quiénes se creían que eran?
“Es como Arnold Bennett en los
Dolomíticos”, dije, recordando de pronto una escena, felizmente inmortalizada
en una fotografía del propio A. B., cuatro o cinco años antes de su muerte,
haciendo pinitos por un camino invernal en Cortina d'Ampezzo. A su alrededor
había nieve virgen; al fondo, rojos despeñaderos. Y allí estaba el bueno e
infeliz de A. B. exagerando conscientemente el papel de su personaje favorito
en la novela, él mismo, la Tarjeta en persona. Allí iba, haciendo pinitos,
lentamente, disfrutando del brillo del sol de los Alpes, con los pulgares en
las sobaqueras de su chaleco amarillo, que se combaba un poco hacia abajo, con
la graciosa curva de un mirador Regencia en Brighton; y con la cabeza algo
echada hacia atrás, como dirigiendo alguna tartamudeada aserción, cual un
howitzer, a la azul cúpula del cielo. Me he olvidado de lo que efectivamente
dijo, pero toda su expresión y todo su ademán estaban gritando: "Valgo
tanto como estas estúpidas montañas." Y en ciertos modos, desde luego,
valía infinitamente más, pero no, como él lo sabía muy bien, en el modo que su
personaje favorito en la novela quería imaginarse.
Con éxito -signifique esto lo que
significare- o sin él, todos exageramos el papel de nuestro personaje favorito
en la novela. Y el hecho, el hecho casi infinitamente improbable de ser
realmente un Cézanne no supone diferencia alguna. Porque el consumado pintor, con
su pequeño conducto a la Inteligencia Libre, que le permitía eludir la válvula
del cerebro y el filtro del ego, era también, con la misma autenticidad, este
patilludo duende con ojos de pocos amigos.
En busca de alivio volví a los
pliegues de mis pantalones. "Estas son las cosas que deberíamos mirar.
Cosas sin pretensiones, satisfechas de ser meramente ellas mismas, contentas de
su identidad, no dedicadas a representar un papel, no empeñadas a representar
un papel, no empeñadas locamente en andar solas, aisladas del Dharma-Cuerpo, en
luciferino desafío a la gracia de Dios."
Sí, un Vermeer. Porque este
misterioso artista estaba triplemente dotado: con la visión que percibe el
Dharma-Cuerpo como el seto al fondo del jardín, con el talento de expresar esta
visión en toda la capacidad humana y con la prudencia de atenerse en sus
pinturas a los aspectos más manejables de la realidad, porque, aunque
representó a seres humanos, Vermeer fue siempre un pintor de naturaleza muerta.
Cézanne, que dijo a las mujeres que le servían de modelos que hicieran todo lo
posible para parecer manzanas, trató de pintar sus retratos con el mismo
espíritu. Pero sus mujeres parecidas a camuesas están más próximas a las Ideas
de Platón que al Dharma-Cuerpo. Son Eternidad e Infinitud vistas, no en arena o
flor, sino en las abstracciones de una rama muy superior de geometría. Vermeer
nunca pidió a sus muchachas que fueran manzanas. Al contrario, insistió en que
fueran muchachas hasta el límite, pero siempre con la advertencia de que se
abstuvieran de comportarse como tales. Podían sentarse o estar tranquilamente
de pie, pero no reírse, ni sentirse azoradas, ni rezar o languidecer por novios
ausentes, ni charlar, ni mirar con envidia a las criaturas de otras mujeres, ni
coquetear, ni amar, odiar o trabajar. Al hacer cualquiera de estas cosas,
serían sin duda más intensamente ellas mismas, pero dejarían, por esta misma
razón, de manifestar, su divino No-mismo esencial. Según la frase de Blake, las
puertas de la percepción estaban entonces solo parcialmente purificadas. Un solo
panel se había hecho casi perfectamente transparente: el resto de la puerta
seguía lleno de barro. El No-mismo esencial podía ser percibido muy claramente
en las cosas y en los seres vivos a este lado del bien y del mal. En los seres
humanos, solo era visible cuando estaban en reposo, con el ánimo sereno, con
los cuerpo inmóviles. En estas circunstancias, Vermeer podía ver la Identidad
en toda su celestial belleza: podía verla y, en cierta modesta medida,
expresarla en sutil y suntuosa naturaleza muerta. Pero ha habido otros; por
ejemplo, los contemporáneos franceses de Vermeer, los hermanos Le Nain. Supongo
que se lanzaron a ser pintores de gente, pero lo que produjeron en realidad fue
una serie de naturalezas muertas humanas, en las que su purificada percepción
del significado infinito de todas las cosas queda expresada, no, como Vermeer,
por un sutil enriquecimiento del color y la contextura, sino por una claridad
realzada, por una obsesiva rotundidad de formas, dentro de una tonalidad
austera, casi monocromática. En nuestros propios días, hemos tenido a Vuillard,
el pintor, en sus mejores momentos, de cuadros inolvidablemente espléndidos del
Dharma-Cuerpo manifestado en un dormitorio burgués, de lo Absoluto
resplandeciendo en medio de una familia de agentes de bolsa tomando el té en un
jardín suburbano.
Le comptoir dont le faste allechait les passants
C’est son jardin d'Auteuil, où, veufs de tout encens,
Les Zinnias ont l'air d'être en tole vernie.
Para
Laurent Taillade, el espectáculo era meramente obsceno. Pero, si el retirado
comerciante en artículos de goma permanecía en su asiento lo bastante quieto,
Vuillard veía en él únicamente el Dharma-Cuerpo y hubiera pintado, en las
zinnias, en el estanque de las carpas, en la torre morisca y los faroles chinos
de la villa, un rincón del Edén antes de la Caída.
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