LEON CHESTOV
KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción
de José Ferrater Mora
DECIMOCTAVA ENTREGA
VII
LA ANGUSTIA Y LA NADA (1)
El estado de inocencia supone
la paz y el reposo, pero al mismo tiempo implica otra cosa… ¿Qué es? La Nada.
Pero, ¿qué efecto produce la Nada? Engendra la angustia.
KIERKEGAARD.
Lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe. La fe es la fe en
Dios, para quien todo es posible, para quien lo imposible no existe. Sin
embargo, la razón humana no consiente en admitir que todo sea posible: esto
equivaldría para ella a sumir el universo en una arbitrariedad sin límites. Si
decimos, con Kierkegaard, que todo es posible para Dios, esto no cambia nada
del problema, pues estas palabras implican la confesión de que Dios no cuenta
ni con nuestra razón ni con nuestra moral. Pero, ¿puede confiarse el propio
destino a Dios sin tener de antemano la seguridad de que Dios es un ser
razonable y moral? ¿Y si Dios estuviera loco? ¿Y si fuese malo y cruel? Abraham, que partió sin saber adónde iba, no
es más que un ignorante, un necio. Abraham, que levantó el cuchillo sobre su
hijo, es un criminal, un malhechor. Esto es a nuestros ojos indiscutible y
evidente. El propio San Agustín escribía que es menester preguntarse antes de
creer cui est credendum (¿A quién hay que creer?). Dios lo ha
creado todo. Pero la razón y la moral no son criaturas; existían antes de la
creación del mundo, existen desde siempre.
Kierkegaard topó aquí por segunda vez con la idea del pecado tal como se
presenta a la conciencia pagana y tal como aparecía en la Escritura. Nos había
afirmado que lo que le faltaba a la concepción socrática del pecado era la idea
de la “mala voluntad”. Sin embargo, hemos visto que esta aserción es
históricamente falsa. Por el contrario, el pecado se hallaba para el paganismo
indefectiblemente ligado a la mala voluntad, y yo inclusive agregaría que
intentó imponer su concepción del pecado al cristianismo naciente. Sobre este
territorio surgió precisamente el conflicto pelagiano. Pelagio consideraba,
para emplear el lenguaje de Kierkegaard, que lo contrario del pecado es la
virtud. Por eso insistía apasionadamente en el hecho de que el hombre puede
salvarse por sus propias fuerzas y se indignaba contra quienes no contaban con
sus fuerzas, sino con la misericordia divina. Cierto es que Pelagio fue
condenado. No obstante, aun el propio San Agustín, el primero que combatió a
Pelagio, no pudo (y no quiso) renunciar a considerar el pecado como expresión
de la mala voluntad humana. Y en la historia del pensamiento teológico
encontramos repetidos intentos (evidentemente disimulados) para volver, con un
pretexto u otro, al pelagianismo. Los hombres han tenido siempre la tendencia a
contar con sus fuerzas y a otorgar más confianza a su propia razón que a Dios.
Aun cuando rechazara el pelagianismo y estuviese, por lo general, muy alejado
de esa doctrina, Kierkegaard no consiguió, con todo, arrancar definitivamente
de su corazón la convicción de que la mala voluntad y la obstinación son el
comienzo del pecado y de que la virtud está llamada a desempeñar un papel, y no
de los menos importantes, en nuestra redención. No podía, y no quería, creer de
otro modo. Como lo veremos luego, hasta es más justo decir que no lo quería.
Sin embargo, sentía que la diferencia radical entre la concepción bíblica y la concepción
pagana del pecado se halla en otra parte.
En El concepto de la angustia afronta
Kierkegaard el más grande enigma que la Biblia ha planteado a la humanidad -la
narración del pecado original. Realiza un inmenso esfuerzo para vincular la
concepción bíblica del pecado y de la fe con su experiencia personal, y para
desembarazarse de las ideas mostrencas que se había asimilado en el curso de su
estudio en las obras de los filósofos paganos y cristianos. “Intentar explicar
de un modo lógico la introducción del pecado en el mundo es una tontería que
sólo pueden cometer las gentes obsesionadas por la ridícula preocupación de
explicarlo siempre todo”, escribe Kierkegaard. Una página más adelante leemos
todavía: “Cada hombre debe comprender por sí mismo y únicamente por sí mismo
cómo se ha introducido en el mundo el pecado. Si quiere aprenderlo de otro es
que quiere eo ipso engañarse… Si una
ciencia cualquiera pudiera explicar la introducción del pecado en el mundo, no
haría más que enbrollarlo todo. Es muy cierto
que el sabio debe olvidarse de sí mismo y que por eso se siente dichoso de que
el pecado no sea un problema científico.” Soy yo quien subrayo.
Pero entonces, ¿qué podrá decirnos Kierkegaard acerca del pecado? ¿Y
dónde busca lo que nos cuenta? ¿En la Biblia? Pero la Biblia está a disposición
de todos: nadie tiene necesidad de intermediario. Además, y como vamos a verlo,
Kierkegaard se niega a aceptar ciertas cosas que nos cuenta la Biblia acerca de
la caída del primer hombre. Dispone asimismo de otras fuentes de información. ¿No
nos ha declarado acaso que todos los hombres deben saber por sí mismos cómo el
pecado ha llegado al mundo? Escuchemos lo que nos dice: “La inocencia es la
ignorancia. En la inocencia el hombre no está determinado como espíritu, sino
que es un alma en unión inmediata con lo natural. El espíritu está en él
adormecido. Esta concepción es enteramente conforme a la de la Biblia, la cual
niega al hombre en estado de inocencia el conocimiento de la distinción entre
el bien y el mal.” Ahora bien, lo verdadero es indiscutiblemente lo contrario:
esta concepción no es en modo alguno conforme a la de la Biblia, sino que se
parece mucho a la interpretación que del pecado original proporciona la
filosofía especulativa. Según la Biblia, el hombre inocente, es decir, el
hombre antes de la caída, no posee ni el conocimiento en general ni el
conocimiento de la distinción entre el bien y el mal en particular. Pero la
Biblia no contiene la menor alusión que nos permita concluir que, tal como
salió de las manos del Creador, el espíritu del hombre permaneciera adormecido,
y menos todavía que el conocimiento y la capacidad de distinguir entre el bien
y el mal fuesen el índice del despertar del espíritu en el hombre. Ocurre
exactamente lo contrario: la enigmática narración de la caída del hombre
significa que distinguir que la capacidad de distinguir entre el bien y el mal,
es decir, lo que proporcionan al hombre los frutos del árbol prohibido, no ha
despertado, sino que ha adormecido a su espíritu. Cuando tentó a Eva para
incitarla a gustar de un fruto prohibido, la serpiente prometió efectivamente
que los hombres despertarían y serían semejantes a los dioses. Mas la serpiente
era, según la Biblia, el padre de la mentira. No de otro modo pensaban los
hombres formados por el pensamiento helénico, es decir, los gnósticos en la
antigüedad y luego casi todos los filósofos. No podían admitir, en efecto, que
el conocimiento y la capacidad de distinguir entre el bien y el mal pudiesen no
despertar al espíritu adormecido, en vez de adormecer al espíritu despierto.
Hegel, tan odioso para Kierkegaard, repite con insistencia que no fue la
serpiente, sino Dios, quien engañó al hombre: la serpiente descubrió a los
primeros hombres la verdad.
Parece que Kierkegaard, que glorificaba tan ardientemente lo Absurdo,
habría tenido que ser la última persona que vinculase el conocimiento al
despertar del espíritu. Y menos todavía habría tenido que ver en la capacidad
de distinguir entre el bien y el mal una ventaja espiritual. Pues Kierkegaard
fue justamente quien adivinó que el caballero de la fe tenía que suspender la
ética. Mas no en vano Kierkegaard se quejaba de no poder realizar el último
movimiento de la fe. Aun en los momentos de su mayor tensión interna, cuando su
alma ardía en deseos de unirse a lo Absurdo, retrocedía hacia el “conocimiento”,
quería someter lo Absurdo a inspección, preguntaba (¿y a quién preguntar si no
es a la razón?): cui est credemtum?
Por lo tanto, aunque se haya abandonado enteramente a la Escritura, no ha
vacilado tampoco en declarar que le resulta incomprensible el papel desempeñado
por la serpiente en la narración bíblica. Dicho de otro modo, casi (tal vez sin
“casi”) repite lo mismo que Hegel: es Dios y no la serpiente quien engañó al
hombre. Y, a pesar de todo, no obstante reservarse el derecho y la posibilidad
de someter a la razón lo que le revela la Biblia, Kierkegaard siente con toda
el alma la profunda verdad de esa revelación, y acaso la confirma por su manera
de explicarla, así como la confirmaba cuando confesaba que no podía realizar el
movimiento de la fe y reconocía que si hubiese poseído la fe no habría
abandonado a Regina. Inmediatamente después de la frase antes citada prosigue
del siguiente modo: “Este estado (es decir, el estado de inocencia) supone la
paz y el reposo, pero al mismo tiempo implica otra cosa, que no es ni la
discordia ni la lucha, pues no hay nada contra lo cual combatir. ¿Qué es? La
Nada. Pero, ¿qué efecto produce la Nada? Engendra la angustia. El profundo
misterio de la inocencia consiste en que es a la vez angustia.
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