AL PACINO O EL DIABLO
por Beatrice Sartori
Sonríe con toda la intensidad nívea de su nueva dentadura en una suite del Hotel Plaza Athenée
parisino. Un café expreso le ayuda a superar el jet lag y dispara su labia para hablar con su legendaria voz de
pana de su nueva película, Pactar con el diablo, en la que
este católico italoamericano interpreta sin miedo pero con superstición a un
Mefistófeles sin cuernos ni rabo. Y es que a este icono emblemático del cine
norteamericano no le hacen falta los apósitos demoníacos: su desaforada bravura
interpretativa le basta para ser el Diablo.
Tengo casi que empezar por obligación con una pregunta típicamente
española tras verle bailar un flamenco muy suelto en la película. ¿Quién le
enseñó?
¡Nadie! Cada vez que
escucho música española es como si ella misma se abriera camino en mi interior.
Debe de estar dentro de mi sistema orgánico y encuentra su propia vía para
salir al exterior. No sé de dónde viene, pero la siento profundamente enraizada
dentro de mí, llevo el ritmo dentro. Me atrae mucho, amo el flamenco.
Su diablo habla también con un extravagante acento español
inidentificable.
Ya tuve que hablar español antes en Atrapado por su
pasado, creo que entonces era más bien puertorriqueño, ¿lo recuerda? Me temo
que éste de ahora no es un acento puro. En la película, hablo muchas lenguas y
tuve asesores para cada una de ellas. Fueron muy cuidadosos particularmente con
el ruso, debía hablarlo con absoluta perfección. En esto, el director, Taylor
Hackford, fue muy exigente. Imagino que en el subconsciente de muchos debe
funcionar una interconexión ruso-demonio. En fin, es algo que trabajé mucho,
porque hubiera sido muy poco diabólico hablar lenguas extranjeras con mi
cadencia neoyorquina.
¿Hasta qué punto fue divertido interpretar a un diablo que viaja en metro y
canta como Sinatra?
Empezaré por el principio. Pactar con el diablo era
un guión que llevaba varios años dando vueltas por diversos despachos. Me lo
habían ofrecido hace tiempo, pero yo no estaba muy convencido de hacerlo, me
resistí durante mucho tiempo. Pero, llegaron Taylor Hackford y Tony Guilford,
su guionista, y pensaron que podrían ofrecerme participar en la construcción de
un personaje que tuviera algún punto de interés para mí.
¿Quién es el Diablo? y ¿qué les ocurrió a quienes lo interpretaron antes que
yo? son las dos preguntas que me hice. En cuanto a la segunda, comprobé que la
mayoría están vivos y que, a los que murieron ya, no les ocurrió nada
significativamente malo después de hacerlo.
¿Es
supersticioso?
Totalmente. Por lo general, trato de obviar recibir
información de lo que se considera supersticioso, porque caería en toda esa
parafernalia, lo sé. Así que pido no ser informado. Hace unos días me
comentaron que daba mala suerte brindar con agua. ¡Empalidecí de sólo pensar en
los cientos de veces que lo he hecho y las maldiciones que habré acumulado por
ello!
De
regreso al diablo que ha creado...
Bien, el reto surgía cada vez que me preguntaba a mí mismo qué diablo podría
crear. ¿El faustiano, el que ofrece esto y lo otro a cambio del alma? Por ahí,
no. Pensé en este John Milton, que así se llama, como un tipo que ofrece
opciones. Pensé en él como un hombre mundano, encantador, amable y amistoso. Un
tipo que siente compasión, incluso, y con el que es posible identificarse. Y
con algo muy caprichoso en su interior. Es también una figura autoritaria,
pero, al mismo tiempo, benevolente. También le vi como un rebelde y, una vez
que me acerqué a esta configuración y comprobé que me iba a ser permitido
desarrollar su lado caprichoso y humorístico, me lancé: finalmente lo convertí
en un sátiro. Una vez todo esto aceptado, dije que sí al proyecto.
¿Buscó consejo
en las inmediaciones de la Iglesia?
No. Solamente alguien, no recuerdo quién, me dijo que el Diablo es Dios
borracho. Lo malo es que para entonces la película ya estaba hecha y me hubiera
gustado contar con este dato antes: lo habría incorporado. (Risas).
Su
religión y educación son católicas. ¿Le influyó a la hora de realizar este
trabajo?
Mi formación católica me proporcionó ciertas
reservas. Pero, también, creo en lo que yo llamo "la inmunidad de los
actores". Recé para que todo fuera bien, porque Dios conoce el interior de
mi corazón... espero.
Un actor metódico y obsesivo como usted, ¿cómo se preparó para este papel, a
qué fuentes acudió?
Fui a los libros. Ya me era familiar el Fausto de Goethe. Pero, no había leído El paraíso perdido, de John Milton, cuya lectura fue poderosa y abrumadora para mí, además de suponerme el descubrimiento de un nuevo lenguaje. Leí cuentos, fábulas y vi películas. El corazón del ángel, con De Niro, Las brujas de Eastwick, con Nicholson y sobre todo, El diablo y Daniel Webster, con Walter Huston, el que más me impactó. Su trabajo tocó una cuerda interior en mí. Cierto aspecto de su trabajo me ayudó con el mío.
Al
final, cuando el Diablo vence, dice: "Ah, la vanidad... mi pecado
favorito". ¿No tiene la vanidad bastante que ver con el hecho de ser
actor?
¿Sabe? Jamás hasta hoy pensé en algo así. Es una pregunta que me ha surgido a
raíz de esta película y que jamás me había planteado antes. Se habla de actores
en términos de narcisistas autoindulgentes... pero para mí, no. El actor se
implica y sumerge tanto en su interpretación y la obra, que de ahí es de donde
surge toda su energía, hacia eso la proyecta.
Actuar es menos acerca de uno mismo y más acerca de
lo que se trata de comunicar en términos de personaje. Y, en esto, yo no veo la
más mínima traza de vanidad. Quizá, algo de presunción, puede ser. Pero no
vanidad. No se trata de ser visto uno mismo, sino su personaje. No es
"¡miradme!". Bueno, a no ser que sea el personaje el que así lo
demande. ¿Suena esto que digo confuso? ¿Le parece que, en el fondo, estoy
obviando el asunto indiscutible de que la vanidad es algo intrínseco al actor?
Un poco,
pero supongo que no había nada de vanidad cuando, de niño, tras ir al cine con
su madre, usted representaba con mímica la película que había visto para sus
tías sordomudas. ¿Siente que, en cierta forma, sigue haciendo lo mismo?
Creo que aquello formó parte de mi primer desarrollo como actor. Porque, de
alguna manera, aprendí a interpretar varios personajes para un mismo auditorio,
aunque fuera el familiar. Sentía que necesitaba, desesperadamente, aunque sólo
fuera un niño, que comprendieran lo que quería expresar. Y, sí, siento que sigo
haciendo lo mismo, pero, mi relación con la interpretación no me quedó
claramente definida hasta que traspasé el umbral de los 20 años. Entonces,
cuando comprendí que se me daba la oportunidad de comprometerme con las obras,
eso se convirtió en mi segunda y muy intensa relación de aprendizaje.
¿El
teatro suplió la educación formal?
Del todo. Cuando me vi expuesto a la más variada gama de literatura, aquello se
convirtió en mi educación. Mi formación se desarrolló literalmente a través del
teatro por la relación que me hizo establecer con el material literario. Y fue
el teatro el que me convenció de que quería ser actor.
¿El
descubrimiento le cambió la vida?
Por completo. Fue magnífico descubrir querer ser
actor. Y fue maravilloso, más tarde, convertirme en un actor de éxito. Pero,
fue el compromiso personal que adquirí con la experiencia teatral lo que
decidió mi vida para siempre. De hecho, esa decisión me hizo desestimar la
posibilidad de escribir, hacer música o trabajar otras formas de expresión
artística. Aunque entonces, pensé que mi carrera se desarrollaría por completo
sobre las tablas de los teatros.
¿Y el
cine?
Las películas siempre estuvieron alrededor, pero las consideré solo una opción.
Y fue la suerte, sin duda, la que puso en mi camino a directores como Coppola,
Brian de Palma, Lumet, Pollack, Friedkin... Pero, me hubiera sentido totalmente
realizado si toda mi vida se hubiera desarrollado en el teatro de repertorio.
Aunque no sé cuán lejos habría llegado.
¿Cómo
resistió entonces las tentaciones del diablo, en forma de Hollywood, dinero,
fama y premios?
Cuando era joven, tuve el teatro. Comencé allí y
siempre ha sido la fuente a la que he regresado a beber. De hecho, ahora
preparo una nueva producción, una obra de Eugene O'Neill, The Iceman Cometh. El teatro es familiar y tangible. Y el éxito,
las ascensiones a la fama, tienen sus lógicas caídas. Es paradójico, el cine
puede ser maravilloso, pero también muy peligroso. El éxito es un fino alambre
y no todos los actores están preparados para el funambulismo.
Usted
posee el Tony y el Oscar, los máximos galardones de teatro y cine. Un fuego en
su casa le obliga a salvar sólo uno, ¿cuál elegiría?
Tengo dos Tony. El primero me lo dieron por The Basic Training of Pavlo Hummel sin
haber hecho ninguna película. El segundo, por Does a Tiger Wear a Necktie?, cuando ya había hecho un puñado de
ellas. En ninguno de los dos casos había preparado un discurso. Cuando el Oscar
por Esencia de mujer, sentí cierta
intuición de que me lo darían, porque ya había ganado el Globo de Oro. Y en el
discurso, que sí había preparado, agradecí al teatro el haber hecho las
películas posibles. Y agradecí al cine, hacer el teatro posible. Valoro mis dos
carreras. Y, créame, si en mi casa oyera ¡fuego!, simplemente saldría
corriendo.
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