HERMAN HESSE (1877 – 1962)
SIDDHARTA
TERCERA ENTREGA
El mismo día, por la noche, alcanzaron a los
ascetas, los enjutos samanas, y les ofrecieron su compañía y obediencia. Fueron
aceptados.
Siddharta regaló su túnica a un pobre de la
carretera. Desde entonces, sólo vistió el taparrabos y la descosida capa de
color tierra. Comió solamente una vez al día y jamás alimentos cocinados.
Ayunó durante quince días. Ayunó durante veintiocho
días. La carne desapareció de sus muslos y mejillas. Ardientes sueños oscilaban
en sus ojos dilatados; en sus dedos huesudos crecían largas uñas, y del mentón
le nacía una barba reseca y despeinada. La mirada se le tornaba fría cuando una
mujer cruzaba por su camino; la boca expresaba desprecio, cuando atravesaba la
ciudad con personas vestidas elegantemente. Vio negociar a los comerciantes, y
cazar a los príncipes; presenció el llanto de los familiares de un difunto;
advirtió cómo las prostitutas se ofrecían, cómo los médicos se preocupaban de
los enfermos, cómo los sacerdotes determinaban el día de la siembra, se percató
de que los amantes se querían, de que las madres daban el pecho a sus hijos. Y
todo ello no era digno de la mirada de sus ojos, todo mentía, todo apestaba;
olía todo a hipocresía, todo aparentaba tener sentido y felicidad y belleza,
mas, sin embargo, todo era ignorancia y putrefacción.
Siddharta tenía un fin, una meta única: deseaba
quedarse vacío, sin sed, sin deseos, sin sueños, sin alegría ni penas. Deseaba
morirse para alejarse de sí mismo, para no ser yo, para encontrar la tranquilidad
en el corazón vacío, para permanecer abierto al milagro a través de los
pensamientos despersonalizados: ése era su objetivo. Cuando todo el yo se
encontrase vencido y muerto, cuando se callasen todos los vicios y todos los
impulsos en su corazón, entonces tendría que despertar lo último, lo más íntimo
del ser, lo que ya no es el yo, sino el gran secreto.
Siddharta permanecía en silencio bajo el calor
vertical del sol ardiente de dolor, de sed; y se quedaba así hasta que ya no
sentía dolor ni sed. Se hallaba en silencio durante la estación lluviosa, el agua
corría desde su cabello hasta sus hombros, y el frío llegaba hasta sus caderas
y hasta sus piernas heladas, y el penitente continuaba así hasta que los
hombros y las piernas ya no sentían frío, hasta que se acallaban Se mantenía
sentado en silencio sobre el bardal, hasta que le goteaba sangre de la piel
caliente, y después de las úlceras. Y Siddharta continuaba erguido, inmóvil,
hasta que ya no le goteaba la sangre, hasta que nada le punzaba hasta que nada
le quemaba.
Siddharta estaba sentado con rigidez y trataba de
ahorrar aliento de vivir con poco aire, de detener la respiración. Aprendía a
tranquilizar el latido de su corazón con el aliento, aprendía a disminuir los
latidos de su corazón hasta que eran mínimos, casi nulos.
Instruido por el más anciano samana, Siddharta se
entrenaba en la despersonalización, en el arte de ensimismarse según las nuevas
reglas de los samanas. Una garza voló sobre el bosque de bambú y Siddharta
absorbió a la garza en su alma; voló con ella sobre el bosque y las montañas;
era garza, comía peces, sufría el hambre de la garza, hablaba el idioma de la
garza, sentía la muerte de la garza. Un chacal muerto se hallaba en la orilla
arenosa, y Siddharta entraba en el cadáver: era chacal muerto, yacía en la
playa, se hinchaba, apestaba, se descomponía; sintiose descuartizado por las
hienas, decapitado por los cuervos; se tomó esqueleto, y polvo, y el vendaval
se lo llevó.
El alma de Siddharta regresó; había muerto, se
había convertido en polvo..., había probado la triste borrachera del ciclo.
Ahora aguardaba con una sed nueva, como un cazador, el hueco donde podría
escapar del ciclo, donde empezaría el fin de las causas y de la eternidad, del
dolor. Mataba sus sentidos, destrozaba su memoria, salía de su yo y entraba en
mil configuraciones extrañas: era animal, carroña, piedra, madera, agua. Y cada
vez se encontraba así mismo al despertar; brillaba el sol o la luna, de nuevo
era él, se movía en el ciclo, sentía sed, vencía la sed, y volvía a tener sed.
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