13/12/12

SENEL PAZ
 
 
 
EL LOBO, EL BOSQUE Y EL HOMBRE NUEVO
 
 
 
Introducción y anotaciones de Jonathan Dettman
 
 
 
OCTAVA ENTREGA
 
 
 
 
Regresé al edificio de Diego dispuesto a esperarlo el tiempo necesario. Volvió en taxi en medio de un aguacero. Subí tras él y entré antes de que pudiera cerrar la puerta. “Ya el novio se fue –bromeó–. ¿Y esa cara? ¿No me irás a decir que estás celosito?” “Te vi cuando subías a un carro diplomático.” No se lo esperaba. Me miró sin color, se dejó caer en una silla y bajó la cabeza. La levantó al rato, diez años más viejo. “Vamos, estoy esperando.” Ahora vendrían las confesiones, el arrepentimiento, las súplicas de perdón, confesaría el nombre del grupúsculo contrarrevolucionario y yo iría directamente a la policía, iría a la policía. “Te lo iba a decir, David, pero no quería que te enteraras tan pronto. Me voy.”
 
 
Me voy, en el tono en que lo había dicho Diego, tiene entre nosotros una connotación terrible. Quiere decir que abandonas el país para siempre, que te borras de su memoria y lo borras de la tuya, y que, lo quieras o no, asumes la condición de traidor. Desde un principio lo sabes y lo aceptas porque viene incluido en el precio de pasaje. Una vez que lo tengas en la mano no podrás convencer a nadie de que no lo adquiriste con regocijo. Éste no podía ser tu caso, Diego. ¿Qué ibas a hacer tú lejos de La Habana, de la cálida suciedad de sus calles, del bullicio de los habaneros? ¿Qué podías hacer en otra ciudad, Diego querido, donde no hubiera nacido Lezama ni Alicia bailara por última vez cada fin de semana? ¿Una ciudad sin burócratas ni dogmáticos por criticar, sin un David que te fuera tomando cariño? “No es por lo que piensas –dijo–. Sabes que a mí en política me da lo mismo ocho que ochenta. Es por la exposición de Germán. Eres muy poco observador, no sabes el vuelo que tomó eso. Y no lo botaron a él del trabajo, me botaron a mí. Germán se entendió con ellos, alquiló un cuarto y viene a trabajar para La Habana como artesano de arte. Reconozco que me excedí en la defensa de las obras, que cometí indisciplinas y actué por la libre, aprovechándome de mi puesto, pero, ¿qué? Ahora, con esa nota en el expediente, no voy a encontrar trabajo más que en la agricultura o la construcción, y dime, ¿qué hago yo con un ladrillo en la mano?, ¿dónde lo pongo? Es una simple amonestación laboral, ¿pero quién me va a contratar con esta facha, quién va a arriesgarse por mí? Es injusto, lo sé, la ley está de mi parte y al final tendrían que darme la razón e indemnizarme. Pero, ¿qué voy a hacer? ¿Luchar? No. Soy débil, y el mundo de ustedes no es para los débiles. Al contrario, ustedes actúan como si no existiéramos, como si fuéramos así solo para mortificarlos y ponernos de acuerdo con la gusanera. A ustedes la vida les es fácil: no padecen complejos de Edipo, no les atormenta la belleza, no tuvieron un gato querido que vuestro padre les descuartizó ante los ojos para que se hicieran hombres. También se puede ser maricón y fuerte. Los ejemplos sobran. Estoy claro en eso. Pero no es mi caso. Yo soy débil, me aterra la edad, no puedo esperar diez o quince años a que ustedes recapaciten, por mucha confianza que tenga en la Revolución terminará enmendando sus torpezas. Tengo treinta años. Me quedan otros veinte de vida útil, a lo sumo. Quiero hacer cosas, vivir, tener planes, pararme ante el espejo de Las Meninas, dictar una conferencia sobre la poesía de Flor y Dulce María Loynaz. ¿No tengo derecho? Si fuera un buen católico y creyera en otra vida no me importaba, pero el materialismo de ustedes se contagia, son demasiados años. La vida es ésta, no hay otra. O en todo caso, a lo mejor es sólo ésta. ¿Tú me comprendes? Aquí no me quieren, para qué darle más vueltas a la noria, y a mí me gusta ser como soy, soltar unas cuantas plumas de vez en cuando. Chico, ¿a quién ofendo con eso, si son mis plumas?
 
 
Sus últimos días aquí no siempre fueron tristes. A veces lo encontraba eufórico, revoloteando entre paquetes y papeles viejos. Tomábamos ron y escuchábamos música. “Antes de que vengan a hacer el inventario, llévate mi máquina de escribir, la cocinilla eléctrica y este abridor de latas. Le será muy útil a tu mamá. Éstos son mis estudios sobre arquitectura y urbanística: ¿muchos, verdad? Y buenos. Si no me alcanza el tiempo, los envías anónimamente al Museo de la Cuidad. Aquí están los testimonios sobre la visita de Federico García Lorca a Cuba. Incluye un itinerario muy detallado y fotografías de lugares y personas con pies de grabados redactados por mí. Aparece un negro sin identificar. Guarda para ti la antología de poemas al Almendares, complétala con algún otro que aparezca, aunque ya el Almendares no está para poemas. Mira esta foto: yo en la Campaña de Alfabetización. Y éstas son de mi familia. Me las llevaré todas. Este tío mío era guapísimo, se atragantó con una papa rellena. Aquí estoy con mamá, mira qué buena moza. A ver, ¿qué más quiero dejarte? Ya te llevaste la papelería, ¿no? Los artículos que consideres más potables envíalos a Revolución y Cultura, donde quizás alguien sepa apreciarlos; selecciona temas del siglo pasado, pasan mejor. El resto entrégalo en la Biblioteca Nacional, ya sabes a quién. Ese contacto no lo pierdas, de vez en cuando llévale un tabaco y no te ofendas si te dice algún piropo, que él de ahí no pasa. Te dejaré también el contacto con el Ballet. Y éstas, David Álvarez, las tazas en que tanto té hemos bebido, quiero dejártelas en depósito. Si algún día se presenta la oportunidad, me las envías. Como te dije, son de porcelana de Sèvres. Pero no es por eso, pertenecieron a la familia Loynaz del Castillo y son un regalo. Bueno, te voy a ser sincero, me las afané. Mis discos y libros ya salieron, los tuyos te los llevaste y esos que quedan ahí son para despistar a los del inventario. Consígueme un afiche de Fidel con Camilo, una bandera cubana pequeña, la foto de Martí en Jamaica y la de Mella con sombrero; pero rápido, porque es para enviar por valija diplomática con las fotos de Alicia en Giselle y mi colección de monedas y billetes cubanos. ¿Quieres el paraguas para tu mamá, o la capa?” Yo lo iba aceptando todo en silencio, pero a veces me venía alguna esperanza y le devolvía las cosas: “Diego, ¿y si le escribimos a alguien? Piensa en quién pudiera ser. O yo voy y le pido una entrevista a algún funcionario, tú me esperas afuera”. Me miraba con tristeza y no aceptaba el tema. “¿No conoces a algún abogado, uno de eso medio gusanos que quedan por ahí? ¿O a alguien que ocupe un puesto importante y sea maricón tapado? Le has hecho favores a muchísima gente. Yo me gradúo en julio, en octubre ya estoy trabajando, te puedo dar cincuenta pesos al mes.”
 
 
Me callaba cuando veía que se le aguaban los ojos, pero siempre encontraba el modo de recuperarse. “Te voy a dar el último consejo: pon atención a la ropa que te pones. Tú no serás un Alain Delon, pero tienes tu encanto y ese aire de misterio que, digan lo que digan, siempre abre las puertas.” Era yo quien no encontraba qué decir, bajaba la cabeza y me ponía a reordenar sus paquetes, a revisarlos. “¡No!, eso no, no lo desenvuelvas. Son los inéditos de Lezama. No me mires así. Te juro que jamás haré mal uso de ellos. Te juré también que nunca me iría y me voy, pero esto es distinto. Nunca negociaré con ellos ni los entregaré a nadie que los pueda manipular políticamente. Te lo juro. Por mi madre, por el basquetbolista, por ti, vaya. Si puedo capear el temporal sin utilizarlos, los devolveré. ¡No me mires así! ¿Crees que no comprendo mi responsabilidad? Pero si me veo muy apretado, me pueden sacar del apuro. Me has hecho sentir mal. Sírveme un trago y vete.

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