JOSÉ ENRIQUE RODÓ (1871 – 1917)
ARIEL
DECIMOSÉPTIMA ENTREGA
VI (5)
Con
relación a los sentimientos morales, el impulso mecánico del utilitarismo ha
encontrado el resorte moderador de una fuerte tradición religiosa. Pero no por
eso debe creerse que ha cedido la dirección de la conducta a un verdadero
principio de desinterés. - La religiosidad de los americanos, como derivación
extremada de la inglesa, no es más que una fuerza auxiliatoria de la
legislación penal, que evacuaría su puesto el día que fuera posible dar a la
moral utilitaria la autoridad religiosa que ambicionaba darle Stuart Mill. - La
más elevada cúspide de su moral es la moral de Franklin: - Una filosofía de la
conducta, que halla su término en lo mediocre de la honestidad, en la utilidad
de la prudencia; de cuyo seno no surgirán jamás ni la santidad, ni el heroísmo;
y que, sólo apta para prestar a la conciencia, en los caminos normales de la
vida, el apoyo del bastón de manzano con que marchaba habitualmente su
propagador, no es más que un leño frágil cuando se trata de subir las alturas
pendientes. - Tal es la suprema cumbre; pero es en los valles donde hay que
buscar la realidad. Aun cuando el criterio moral no hubiera de descender más
abajo del utilitarismo probo y mesurado de Franklin, el término forzoso -que ya
señaló la sagaz observación de Tocqueville- de una sociedad educada en
semejante limitación del deber, sería, no por cierto una de esas decadencias
soberbias y magnificas que dan la medida de la satánica hermosura del mal en la
disolución de los imperios; pero sí una suerte de materialismo pálido y
mediocre y, en último resultado, el sueño de una enervación sin brillo, por la
silenciosa descomposición de todos los resortes de la vida moral. - Allí donde
el precepto tiende a poner las altas manifestaciones de la abnegación y la
virtud fuera del dominio de lo obligatorio, la realidad hará retroceder
indefinidamente el límite de la obligación. - Pero la escuela de la prosperidad
material, que será siempre ruda prueba para la austeridad de las repúblicas, ha
llevado más lejos la llaneza de la concepción de la conducta racional que hoy
gana los espíritus. Al código de Franklin han sucedido otros de más francas
tendencias como expresión de la sabiduría nacional. Y no hace aún cinco años el
voto público consagraba en todas las ciudades norteamericanas, con las más
inequívocas manifestaciones de la popularidad y de la crítica, la nueva ley
moral en que, desde la puritana Boston, anunciaba solemnemente el autor de
cierto docto libro que se intitulaba Pushing
to the fronts que el éxito
debía ser considerado la finalidad suprema de la vida. La revelación tuvo eco
aun en el seno de las comuniones cristianas, y se citó una vez, a propósito del
libro afortunado, ¡la Imitación de
Kempis, como término de comparación!
La vida pública no se sustrae, por cierto, a las
consecuencias del crecimiento del mismo germen de desorganización que lleva
aquella sociedad en sus entrañas. Cualquier mediano observador de sus
costumbres políticas os hablará de cómo la obsesión del interés utilitario
tiende progresivamente a enervar y empequeñecer en los corazones el sentimiento
del derecho. El valor cívico, la virtud vieja de los Hamilton, es una hoja de
acero que se oxida, cada día más, olvidada, entre las telarañas de las
tradiciones. La venalidad, que empieza desde el voto público, se propaga a
todos los resortes institucionales. El gobierno de la mediocridad vuelve vana
la emulación que realza los caracteres y las inteligencias y que los entona con
la perspectiva de la efectividad de su dominio. La democracia, a la que no han
sabido dar el regulador de una alta y educadora noción de las superioridades
humanas, tendió siempre entre ellos a esa brutalidad abominable del número que
menoscaba los mejores beneficios morales de la libertad y anula en la opinión
el respeto de la dignidad ajena. Hoy, además, una formidable fuerza se levanta
a contrastar de la peor manera posible el absolutismo del número. La influencia
política de una plutocracia representada por los todopoderosos aliados de lostrusts,
monopolizadores de la producción y dueños de la vida económica, es, sin
duda, uno de los rasgos más merecedores de interés en la actual fisonomía del
gran pueblo. La formación de esta plutocracia ha hecho que se recuerde, con muy
probable oportunidad, el advenimiento de la clase enriquecida y soberbia que,
en los últimos tiempos de la república romana, es uno de los antecedentes
visibles de la ruina de la libertad y de la tiranía de los Césares. Y el
exclusivo cuidado del engrandecimiento material -numen de aquella civilización-
impone así la lógica de sus resultados en la vida política, como en todos los
órdenes de la actividad, dando el rango primero al struggle-for-lifer osado y astuto, convertido en la
brutal eficacia de su esfuerzo en la suprema personificación de la energía
nacional -en el postulante a su representación emersoniana- en el personaje reinante de Taine!
Al impulso que precipita aceleradamente la vida del
espíritu en el sentido de la desorientación ideal y el egoísmo utilitario,
corresponde, físicamente, ese otro impulso, que en la expansión del asombroso
crecimiento de aquel pueblo, lleva sus similitudes y sus iniciativas en
dirección a la inmensa zona occidental que, en tiempos de la independencia, era
el misterio, velado por las selvas del Mississippi. En efecto: es en ese
improvisado oeste, que crece formidable frente a los viejos estados del
Atlántico, y reclama para un cercano porvenir la hegemonía, donde está la más
fiel representación de la vida norteamericana en el actual instante de su
evolución. Es allí donde los definitivos resultados, los lógicos y naturales
frutos, del espíritu que ha guiado a la poderosa democracia desde sus orígenes,
se muestran de relieve a la mirada del observador y le proporcionan un punto de
partida para imaginarse la faz del inmediato futuro del gran pueblo. Al
virginiano y al yankee ha sucedido, como tipo representativo, ese dominador de
las ayer desiertas Praderas, refiriéndose al cual decía Michel Chevalier, hace
medio siglo, que «los últimos serían un día los primeros». El utilitarismo,
vacío de todo contenido ideal, la vaguedad cosmopolita y la nivelación de la
democracia bastarda alcanzarán, con él, su último triunfo. Todo elemento noble
de aquella civilización, todo lo que la vincula a generosos recuerdos y fundamenta
su dignidad histórica -el legado de los tripulantes del Flor de Mayo, la memoria de los
patricios de Virginia y de los caballeros de la Nueva Inglaterra, el espíritu
de los ciudadanos y los legisladores de la emancipación- quedarán dentro de los
viejos Estados donde Boston y Filadelfia mantienen aún, según expresivamente se
ha dicho, «el palladium de la tradición washingtoniana». Chicago se alza a
reinar. Y su confianza en la superioridad que lleva sobre el litoral iniciador
del Atlántico, se funda en que le considera demasiado reaccionario, demasiado
europeo, demasiado tradicionalista. La historia no da títulos cuando el
procedimiento de elección es la subasta de la púrpura.
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