ELIZABETH
KÜBLER-ROSS
LA
RUEDA DE LA VIDA
TRIGESIMOTERCERA
ENTREGA
SEGUNDA PARTE
"EL
OSO".
19.
SOBRE LA MUERTE Y LOS MORIBUNDOS (3)
En esos primeros días
de lo que se vendría a llamar el nacimiento de la tanatología, o estudio de la
muerte, mi mejor maestra fue una negra del personal de limpieza. No recuerdo su
nombre, pero la veía con regularidad por los pasillos, tanto de día como de
noche, según nuestros respectivos turnos. Lo que me llamó la atención en ella
fue el efecto que tenía en muchos de los pacientes más graves. Cada vez que
ella salía de sus habitaciones, yo notaba una diferencia palpable en la actitud
de esos enfermos.
Deseé conocer su
secreto. Muerta de curiosidad, literalmente espiaba a esa mujer que nisiquiera
había terminado sus estudios secundarios, pero que conocía un gran secreto. Un
día se cruzaron nuestros caminos en el pasillo. De pronto me dije lo que solía
decir a mis alumnos: "Por el amor de Dios, si tienes una pregunta,
hazla." Haciendo acopio de todo mi valor, caminé decidida hacia ella, de
manera algo agresiva tal vez, lo cual de seguro la sobresaltó, y sin la más
mínima sutileza ni encanto le solté:
-¿Qué les hace a mis
enfermos moribundos?
Lógicamente ella se
puso a la defensiva:
-Sólo les limpio el
suelo -contestó educadamente, y se alejó.
-No me refiero a eso -dije,
pero ya era demasiado tarde.
Durante las dos semanas
siguientes, nos espiamos mutuamente con cierta desconfianza. Era casi como un
juego. Finalmente, una tarde ella se hizo la encontradiza conmigo en un pasillo
y me arrastró hacia la parte de atrás del puesto de las enfermeras. Todo un
cuadro, una ayudante de cátedra vestida de blanco arrastrada por una humilde
mujer de la limpieza, de raza negra. Cuando estuvimos totalmente a solas,
cuando nadie podía escucharnos, me contó la trágica historia de su vida y
desnudó su alma y corazón de una manera que superaba mi comprensión.
Procedente del sector
sur de Chicago, había crecido en un ambiente de pobreza y penalidades. Vivía en una casa sin calefacción ni agua
caliente donde los niños siempre estaban malnutridos y enfermos. Como la
mayoría de la gente pobre, no tenía ninguna defensa contra la enfermedad y el
hambre. Los niños llenaban sus hambrientos estómagos con avena barata, y los
médicos eran para otra gente. Un día su hijo de tres años enfermó gravemente de
neumonía. Ella lo llevó a la sala de urgencias del hospital de la localidad,
pero no la admitieron porque debía diez dólares. Desesperada, caminó hasta el
Hospital Condal Cook, donde tenían que admitir a las personas indigentes. Desgraciadamente,
allí se encontró en una sala llena de personas como ella, muy enfermas y
necesitadas de atención médica. Le ordenaron que esperara. Pero pasadas tres
horas de estar sentada allí esperando su turno, vio a su hijo resollar, lanzar
un gemido y morir acunado en sus brazos.
Aunque era imposible no
sentir pena por esa pérdida, a mí me impresionó más el modo en que contaba su
historia. Aunque hablaba con profunda tristeza, no había en ella nada de
negatividad, acusación, amargura ni resentimiento. Su actitud era tan apacible
que me sorprendió. Lo encontré tan raro y yo era tan ingenua que casi le
pregunté: "¿Por qué me cuenta todo esto? ¿Qué tiene que ver esto con mis
enfermos moribundos?" Pero ella me miró con sus ojos oscuros bondadosos y comprensivos
y me contestó como si hubiera leído mis pensamientos:
-Verá, la muerte no es
una desconocida para mí. Es una vieja, vieja conocida.
Me sentí como la alumna
ante la maestra.
-Ya no le tengo miedo -continuó
en su tono tranquilo y franco-. A veces entro en las habitaciones de esos
enfermos y veo que están petrificados de miedo y no tienen a nadie con quien
hablar. Me acerco a ellos. A veces incluso les toco la mano y les digo que no
se preocupen, que no es tan terrible.
Después se quedó en
silencio.
Poco después conseguí
que esa mujer dejara de dedicarse a la limpieza y se convirtiera en mi primera
ayudante. Ella me ofrecía el apoyo que necesitaba cuando no lo encontraba en
ninguna persona. Eso solo fue una lección que he tratado de transmitir. No es
necesario tener un gurú ni un consejero para crecer. Los maestros se presentan
en todas las formas y con toda clase de disfraces. Los niños, los enfermos
terminales, una mujer de la limpieza. Todas las teorías y toda la ciencia del
mundo no pueden ayudar a nadie tanto como un ser humano que no teme abrir su
corazón a otro.
Doy gracias a Dios por
esos pocos médicos comprensivos que me permitieron acercarme a sus pacientes
moribundos. Todas aquellas visitas introductorias seguían el mismo protocolo.
Vestida con mi bata blanca, en la cual aparecía mi nombre y mi cargo,
"Enlace psiquiátrico", les pedía permiso para hacerles preguntas
delante de mis alumnos acerca de su enfermedad, de su estancia en el hospital y
cualquier problema que tuvieran. Jamás empleaba las palabras "muerte"
ni "morir" mientras ellos no sacaran el tema. Les daba a entender que
sólo me interesaban sus nombres, edad y diagnóstico. Generalmente a los pocos
minutos el paciente aceptaba. De hecho, no recuerdo que ninguno se haya negado
nunca.
Normalmente el
auditorio se llenaba media hora antes de que comenzara la charla. Con unos cuantos
minutos de antelación yo llevaba personalmente al enfermo, en camilla o silla
de ruedas, a la sala para la entrevista. Antes de comenzar me retiraba hacia un
lado para rogar en silencio que la persona enferma no sufriera ningún daño y
que mis preguntas la estimularan a decir lo que necesitaba decir. Mi súplica se
parecía a la oración de los Alcohólicos Anónimos: Dios mío, dame la serenidad
para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las que
puedo cambiar, y la sabiduría para discernir entre ambas.
Una vez que el paciente
comenzaba a hablar, y para algunos emitir un simple susurro era un terrible
esfuerzo, era difícil parar el torrente de sentimientos que se habían visto
obligados a reprimir. No perdían el tiempo con banalidades. La mayoría decía
que se habían enterado de su enfermedad no por sus médicos sino por el cambio
de comportamiento de sus familiares y amigos. De pronto notaban distanciamiento
y falta de sinceridad, cuando lo que más necesitaban era la verdad. La mayoría
decía que encontraban más comprensión en las enfermeras que en los médicos.
"Ahora tiene la oportunidad de decirles por qué", les apuntaba yo.
Siempre he dicho que
los moribundos han sido mis mejores maestros, pero hacía falta tener valor para
escucharlos. Expresaban sin temor su insatisfacción respecto a la atención
médica, y no se referían a la falta de cuidados materiales sino a la falta de
compasión, simpatía y comprensión. A los médicos experimentados les molestaba
oírse retratar como personas insensibles, asustadas e incapaces. Recuerdo a una
mujer que exclamó casi llorando: "Lo único que quiere el doctor es hablar
del tamaño de mi hígado. ¿Qué me importa a mí el tamaño de mi hígado en este
momento? Tengo cinco hijos en casa que necesitan atención. Eso es lo que me
está matando. ¡Y nadie aquí me habla de eso!"
Al final de las
entrevistas los pacientes se sentían aliviados. Muchos que habían abandonado toda
esperanza y se sentían inútiles disfrutaban de su nuevo papel de profesores.
Aunque iban a morir, comprendían que era posible que su vida aún tuviera una
finalidad, que tenían un motivo para vivir hasta el último aliento. Podían
seguir creciendo espiritualmente y contribuir al crecimiento de quienes los
escuchaban.
Después de cada
entrevista llevaba al enfermo a su habitación y volvía junto a los alumnos para
continuar sosteniendo con ellos conversaciones animadas y cargadas de emoción.
Además de analizar las respuestas y reacciones del paciente, analizábamos
también nuestras propias reacciones. Por lo general, los comentarios eran
sorprendentes por su sinceridad. Hablando de su miedo a la muerte, que la hacía
evitar totalmente el tema, una doctora dijo: "Casi no recuerdo haber visto
un cadáver." Refiriéndose a que la Biblia no le facilitaba respuestas para
todas las preguntas que le hacían los enfermos, un sacerdote comentó: "No
sé qué decir, así que no digo nada."
En esas conversaciones,
los médicos, sacerdotes y asistentes sociales hacían frente a su hostilidad y
actitud defensiva. Analizaban y superaban sus miedos. Escuchando a pacientes moribundos
todos comprendimos que deberíamos haber actuado de otra manera en el pasado y
que podíamos hacerlo mejor en el futuro.
Cada vez llevaba a un
enfermo al aula y después lo devolvía a su habitación, su vida me hacía pensar
en "una de los millares de luces del vasto firmamento, que brilla durante
breves instantes para luego desaparecer en la noche infinita". Las
lecciones enseñadas por cada una de estas personas se resumían en el mismo
mensaje: Vive de tal forma que al mirar hacia atrás no lamentes haber
desperdiciado la existencia.
Vive de tal forma que
no lamentes las cosas que has hecho ni desees haber actuado de otra manera. Vive
con sinceridad y plenamente. Vive.
No hay comentarios:
Publicar un comentario