ELIZABETH
KÜBLER-ROSS
LA
RUEDA DE LA VIDA
TRIGESIMOCUARTA ENTREGA
SEGUNDA PARTE
"EL
OSO".
20.
ALMA Y CORAZÓN (1)
En mi constante
búsqueda de pacientes para entrevistar en los seminarios de los viernes, adquirí
la costumbre de merodear por los corredores cada noche antes de irme a casa.
Eran muy pocos los colegas dispuestos a ayudarme. En casa, Manny escuchaba mis
frustrados comentarios hasta que al llegar a un punto perdía la paciencia; él
tenía su propio trabajo. Muchas veces me sentía el ser más solitario de todo el
hospital, tan sola que una noche entré en el despacho del capellán.
No podía haber hecho
nada mejor. El capellán del hospital, el reverendo Renford Games, estaba
sentado ante su escritorio. Era un negro alto y guapo de unos treinta y cinco
años. Sus movimientos, como su modo de hablar, eran lentos y reflexivos. Lo
conocía bien porque asistía regularmente a mis seminarios y era uno de los
participantes más interesados. Lógicamente, encontraba que los conocimientos
que adquiría allí le servían para aconsejar a los moribundos y a sus
familiares.
Esa noche el reverendo
Gaines y yo estábamos en la misma onda. Acordamos que hablar de la muerte y la
forma de morir nos enseñaba que los verdaderos interrogantes que se planteaban
la mayoría de los moribundos tenían más que ver con la vida que con la muerte.
Deseaban sinceridad, cercanía y paz. Eso recalcaba que la forma de morir de una
persona dependía de cómo vivía. Abarcaba los dominios prácticos y filosóficos,
psíquicos y espirituales, es decir, los dos mundos que ambos ocupábamos.
Durante unas semanas
pasamos horas inmersos en conversaciones, lo que normalmente me impedía llegar
a casa a preparar la cena a una hora razonable. Pero ambos nos estimulábamos y enseñábamos
mutuamente. Para una persona como yo, formada en las razones de la ciencia, el mundo
espiritual del reverendo Gaines era alimento intelectual que yo devoraba.
Generalmente evitaba tocar temas espirituales en mis seminarios y
conversaciones con enfermos, debido a que yo era psiquiatra. Pero el interés
del reverendo Gaines en mi trabajo me ofrecía una oportunidad única. Con sus
conocimientos pude extender la esfera de mi trabajo para incluir la religión.
Durante una de nuestras
conversaciones le pedí a mi nuevo amigo y aliado que se convirtiera en mi
socio. Afortunadamente aceptó. Desde ese momento me acompañaba en mis visitas a
los enfermos terminales y me ayudaba durante los seminarios. En cuanto a
estilo, nos complementábamos perfectamente. Yo preguntaba lo que pasaba en el
interior de la cabeza del enfermo, y el reverendo Gaines preguntaba por su
alma. Nuestro paso de uno a otro tema tenía el ritmo de una partida de pimpón.
Los seminarios adquirieron todavía más sentido.
Los demás también
opinaban lo mismo, sobre todo los propios pacientes. Sólo uno entre doscientos
pacientes se negó a hablar de los problemas resultantes de su enfermedad. Puede
que resulte extraño que se mostraran tan bien dispuestos, pero explicaré el
caso de la primera paciente que el reverendo Gaines y yo presentamos juntos. La
señora G., de edad madura, llevaba meses enferma de cáncer, y durante su
estancia en el hospital procuró que todo el mundo, desde sus familiares a las
enfermeras, sufrieran con ella. Pero después de varias semanas de conversar con
ella, el reverendo Gaines le calmó la ira haciendo que mejoraran sus relaciones
con los demás y que hablara con el corazón en la mano, de modo que disfrutara
de la compañía de las personas a las que quería. Y estas personas a su vez le
devolvían su afecto.
Cuando participó en
nuestro seminario, la señora G. estaba muy débil pero también moralmente
transformada. "Jamás había vivido tanto en toda mi vida adulta",
reconoció.
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