GRAHAM GREENE (1904 – 1991)
EL PODER Y LA GLORIA
VIGESIMONOVENA
ENTREGA
SEGUNDA
PARTE
II (2)
Empezaron a bajar la cuesta. En la esquina de una
calle que subía más allá de la droguería, hacia el cuartel, y otra que bajaba
al hotel, al muelle y al almacén de la “Compañía Bananera”, el hombre vestido
de dril se detuvo. La policía subía con los fusiles colgados cómodamente.
-Aguarde
un momento.
Entre ellos marchaba un mestizo con unos
colmillos como de bestia sobresaliendo de los labios. El hombre de dril
permaneció en la sombra observándole mientras se alejaba; una vez volvió el mestizo
la cabeza y sus ojos se encontraron. Después la policía pasó subiendo hacia
la plaza.
-Vámonos.
De prisa.
El
mendigo contestó:
-No se meterán
con nosotros. Tienen asunto más gordo.
-¿Qué
cree usted que haría aquel hombre con ellos?
-¿Quién
sabe? Sería un rehén, tal vez.
-Si lo
fuese le habrían atado las manos, ¿no es así?
-¿Cómo he de saberlo? -Tenía la independencia
rencorosa que se halla en los países donde los pobres tienen el derecho cíe
mendigar. Gruñó-: ¿Quiere usted el alcohol o no lo quiere?
-Quiero
vino.
-Yo no puedo decirle si habrá de esto o de aquello.
Tiene usted que tomar lo que venga. –Lo guió
cuesta abajo hacia el río, añadiendo-: Ni siquiera sé si él está en la ciudad.
Los escarabajos se congregaban en bandadas y
cubrían el pavimento; estallaban debajo de los pies como vejigas hinchadas y un
olor agrio y fresco subía del río. El busto blanco de un general se vislumbraba
en el jardincillo público, recinto hecho de polvo y adoquines cálidos, y una
dínamo eléctrica vibraba en la planta baja del único hotel. Una amplia escalera
de madera poblada de escarabajos subía al primer piso.
-He
hecho lo que he podido -dijo el mendigo-, un hombre no está obligado a más.
En el primer piso un hombre con pantalones oscuros
de ceremonia y camiseta blanca ajustada, ceñida a la piel, salió de un
dormitorio con una toalla sobre los hombros. Ostentaba una perilla gris aristocrática
y usaba tirantes además de cinturón. A lo lejos gorgoteaba una cañería, y los escarabajos
chocaban contra una bombilla desnuda. El mendigo estuvo hablándole con seriedad
y mientras hablaba la luz se apagó del todo y después fluctuó de modo
deficiente. El rellano de la escalera estaba lleno de mecedoras, escritos con
tiza en una gran pizarra figuraban los nombres de los huéspedes: tres tan sólo
para veinte habitaciones. El mendigo se dirigió a su acompañante.
-El
caballero -le anunció- no está aquí. Lo dice el gerente. ¿Le esperaremos?
Entraron en un gran dormitorio desmantelado con piso
de baldosas. La pequeña cama negra de hierro parecía un objeto que alguien
hubiese dejado por descuido al partir. Ambos sentáronse en ella uno al lado del
otro y aguardaron. Los escarabajos entraban disparados por los resquicios de la
alambrera.
-Es un hombre muy importante -aseveró el mendigo-.
Es primo del gobernador; le puede proporcionar a usted de todo en absoluto.
Pero, desde luego, hace falta que le presente alguien de confianza.
-¿Y él se
fía de usted?
-Trabajé
para él en otro tiempo -y agregó con franqueza-: Tiene que fiarse de mí.
-¿Lo
sabe el gobernador?
-No, por
supuesto. Es hombre difícil.
De
cuando en cuando las cañerías del agua absorbían ruidosamente.
-Y ¿por
qué había de fiarse de mí?
-Oh, cualquiera puede adivinar a un bebedor. Usted
querrá volver por más. Vende buen género. Lo mejor es que me dé los quince
pesos. -Los contó con cuidado dos veces-. Le conseguiré una botella del mejor
aguardiente de Veracruz. Ya lo verá usted.
La luz se apagó, y ambos quedaron sentados en la
oscuridad. La cama crujió al moverse uno de ellos.
-No
quiero aguardiente -pronunció una voz-. Al menos, no mucho.
-¿Qué
quiere usted entonces?
-Ya se
lo dije a usted: vino.
-El vino
es muy caro.
-Eso no
importa. Vino o nada.
-¿Vino
de membrillo?
-No, no.
Vino francés.
-A veces
tiene vino de California.
-Ése
servirá.
-Por
supuesto; él lo adquiere por nada. De la Aduana.
La dínamo empezó a latir de nuevo y la luz se
encendió débilmente. Se abrió la puerta y el gerente llamó por señas al
mendigo; comenzó una larga conversación. El hombre vestido de dril se echó
hacia atrás en la cama. Su mentón tenía cortes en varios sitios que habían sido
afeitados con insistencia excesiva; tenía la cara macilenta y enfermiza; daba
la impresión de que había sido rechoncho y carirredondo, pero que se había
demacrado. Tenía el aspecto de un hombre de negocios caído en la miseria. Volvió
el mendigo, diciendo:
-El caballero está ocupado, pero volverá pronto. El
gerente ha mandado a un muchacho a buscarlo.
-¿Dónde
está?
-No se le puede interrumpir. Juega al billar con el
jefe de Policía. -Volvió a la cama aplastando dos escarabajos con sus pies
desnudos. Comentó-: Éste es un hotel magnífico. ¿Dónde se aloja usted? Usted es
forastero, ¿no? -Este caballero es muy influyente. Sería muy conveniente
ofrecerle de beber. Después de todo, usted no querrá llevárselo todo consigo.
Puede usted beber aquí como en otro lugar cualquiera.
-Me
gustaría guardar un poco... para llevar a casa.
-Es lo
mismo. Yo digo que “casa” es donde hay una silla y un vaso.
Entonces volvió a apagarse la luz, y el horizonte iluminado
por los relámpagos se hinchaba como una cortina. Los truenos atravesaban la
rejilla mosquitero desde muy lejos, parecidos al ruido que se percibe desde el
otro extremo de la ciudad cuando ha empezado la corrida de toros del domingo. El
mendigo preguntó en tono confidencial:
-¿Cuál
es su oficio?
-Oh,
aprovecho lo que puedo... y donde puedo.
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