G.
K. CHESTERTON (1874 – 1936)
EL
HOMBRE QUE FUE JUEVES
(PESADILLA)
Traducción
y prólogo de ALFONSO REYES
CUADRAGÉSIMOTERCERA ENTREGA
CAPÍTULO
DECIMOTERCERO
LA
TIERRA EN ANARQUÍA (2)
El Dr. Renard habitaba
una casa alta y confortable al lado de una calle pendiente. Cuando los jinetes desmontaron a su puerta,
pudieron ver desde la calle las ondulantes colinas y el camino blanco sobre los
techos de la ciudad. Se detuvieron para comprobar que aun no había bultos por
el camino y luego sonaron la campanilla.
Era el Dr. Renard un
hombre radiante, barbas negras, buen ejemplo de esa clase profesional,
silenciosa y saturada, que en Francia se ha preservado mucho mejor que en
Inglaterra. Cuando le explicaron el asunto, comenzó por reírse del pánico del
ex Marqués.
Con sólido escepticismo
galo, declaró que un levantamiento anarquista general era inconcebible.
-¡Anarquía! -dijo
encogiéndose de hombros-. ¡Disparate!
-Et ça? -exclamó el
coronel señalándole un punto que quedaba a su espalda-. Eso también es
disparate, ¿verdad?
Todos miraron hacia
allá. Una curva de caballería negra salía, galopando, por la cima de la colina,
con el ímpetu de las hordas de Atila. Aunque caminaban de prisa, mantenían las
filas unidas, y la primera fila de faldas de sombreros guardaba un nivel
uniforme y militar. El cuadro principal era el mismo de antes, pero la
pendiente de la colina permitió apreciar una diferencia. Frente a la masa de
jinetes, cabalgaba uno, fustigando su caballo con pies y manos. Más parecía
perseguido que perseguidor. Aunque distante, había en su porte y actitud algo
tan fanático, tan inconfundible, que reconociera en él al Secretario.
-Lamento tener que
cortar esta interesante discusión -dijo el Coronel-. ¿Puede usted prestarnos su
motor ahora mismo?
-Me está pareciendo que
todos ustedes se han vuelto locos -dijo el Dr. Renard, con una amable sonrisa-.
Pero Dios no quiera que la locura sea un obstáculo a la amistad: vamos al
garage.
El Dr. Renard era un
hombre bondadoso y riquísimo. Su casa era un museo de Cluny. Poseía tres
automóviles. Parecía usarlos con mucha mesura: tenía los gustos sencillos de la
clase media francesa. Cuando sus impacientes amigos se acercaron a examinarlos,
hubo que gastar un rato en convencerse de que uno de los tres automóviles por
lo menos estaba a disponibilidad. Con alguna dificultad lo arrastraron a la
calle, frente a la puerta del doctor.
Al salir del sombrío
garage, vieron con sorpresa que el crepúsculo adelantaba con la rapidez de la
noche en los trópicos. O habían permanecido en aquel sitio más tiempo del que
se figuraron, o había caído sobre el pueblo algún nubarrón inesperado, como un
dosel. A lo largo de la calle, les pareció que empezaba al alzarse la niebla
marina.
-Ahora o nunca -dijo el
Dr. Bull-. Oigo caballos.
-No, -corrigió el
Profesor- se oye un caballo
Escucharon.
Evidentemente, aquel ruido no era el de una cabalgata, sino del jinete que se
había adelantado a los otros: era el frenético Secretario.
La familia de Syme,
como la mayor parte de los que acaban en la "vida sencilla", había
tenido automóvil en otro tiempo, y Syme sabía guiar con mucha destreza. Saltó
al asiento del chauffeur y empezó, congestionado y forcejeante, a estrujar y
remover la abandonada máquina. Concentró toda su energía sobre una palanca, y
luego declaró tranquilamente:
-Me parece que no anda.
Apenas hubo dicho esto,
cuando apareció por la esquina un hombre rígido sobre su volador corcel, como
es rígida y veloz una flecha. Una sonrisa pareció dislocar su barba. Se acercó
al coche estacionario, donde los otros estaban amontonados, y puso su mano
sobre la testera. Era el Secretario: la solemnidad del triunfo casi puso recta
su boca.
Syme continuaba
forcejeando sobre el volante. No se oía más ruido que el de los demás
perseguidores que ya entraban, cabalgando, por la ciudad. De pronto, con un
chirrido de hierros enmohecidos, el auto saltó. El Secretario fue arrancado de
la montura como cuchillo que sale de la vaina; y, arrastrado por el movimiento
del auto por espacio de veinte pasos, entre terribles sacudidas, quedó al fin
tendido en mitad de la carretera, lejos del espantado caballo. Cuando, con
espléndida curva, el auto dobló la esquina, se vio salir por el otro extremo la
fuerza anarquista, que en un instante llenó la calle y acudió en socorro de su
jefe.
-No me explico cómo ha
oscurecido tanto -dijo al fin el Profesor en voz baja.
-Probablemente va a
caer un chubasco -contestó el Dr. Bull-. Es lástima que no traigamos linterna
en el auto para alumbrar el camino.
-Sí, traemos una -dijo
el Coronel, y sacó de bajo los asientos una linterna pesada, anticuada, de
hierro forjado. Era una verdadera antigüedad. Se veía que había servido para
algún objeto religioso; en una de sus caras tenía una tosca cruz.
-¿De dónde ha sacado
usted eso? -preguntó el Profesor.
-De donde he sacado el
auto -contestó el Coronel sonriendo-, de la casa de mi mejor amigo. Mientras
que nuestro amigo Syme estaba luchando con el volante, corrí a la puerta de la
casa, donde, como usted recordará, Renard nos veía partir. "¿No habrá
tiempo de conseguir una linterna?", le pregunté. Él, siempre amable, alzó
los ojos hacia el hermoso arco del vestíbulo. Allí suspendida de una rica
cadena de hierro, estaba esta linterna, que es uno de los muchos tesoros de la
casa Renard. Me la dio, y yo la metí en el auto. ¿Tenía yo razón al asegurar a
ustedes que valía la pena acercarse al Dr. Renard?
-Tenía usted razón -dijo
Syme, y colgó la linterna en la testera. El moderno automóvil, guiado por la
luz de la linterna eclesiástica, era, a la vez que un contraste, toda una
alegoría.
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