GRAHAM GREENE (1904 – 1991)
EL PODER Y LA GLORIA
TRIGESIMOQUINTA
ENTREGA
SEGUNDA
PARTE
III (1)
Una voz, cerca de sus pies, demandó:
-¿Tiene
un cigarrillo?
Echose
atrás con rapidez y pisó un brazo. Una voz imperiosa pronunció:
-¡Agua! ¡En seguida! -como si, aparte de lo que de
él pensase, pudiera sorprender al recién llegado y hacerle pagar el pato.
-¿Tiene
un cigarrillo?
-No -contestó débilmente-, no tengo nada en
absoluto -e imaginó la hostilidad de todos, rodeándolo como una humareda.
Volvió a
moverse. Alguien le dijo:
–Tenga
cuidado con el cubo.
De éste provenía el hedor. Permaneció del todo quieto
y aguardó hasta ver antes de contestar. Fuera empezó a cesar la lluvia: caía
con intervalos y se alejaba la tormenta. Se podía contar hasta cuarenta entre
el resplandor del relámpago y el ruido del trueno. Cuarenta millas, según la
creencia popular. A medio camino del mar o a medio camino de las montañas. Tanteó
alrededor con los pies buscando espacio para sentarse; pero al parecer no había
ninguno. A cada relámpago veía las hamacas llenando el borde del patio.
-¿Tiene algo de comer? -inquirió una voz, y al no
obtener respuesta-. ¿Tiene algo de comer? -repitió.
-No.
-¿Tiene
dinero? –indagó otra voz.
-No.
Súbitamente, a distancia de unos cinco pies, se oyó
un leve chillido de mujer. Una voz cansada protestó:
-¿No
pueden estar un rato tranquilos?
Entre furtivos movimientos surgieron de nuevo los
suspiros apagados. Se dio cuenta, con horror, de que continuaba el placer
incluso en aquellas tinieblas atestadas. Otra vez adelantó un pie y empezó a
caminar de lado, pulgada tras pulgada, desde la verja. Detrás de las voces
humanas destacaba permanentemente otro ruido, como de un pequeño motor
eléctrico graduado a un cierto “tempo”. Llenaba los silencios con más fuerza
que la respiración humana. Eran los mosquitos.
Se había separado, quizá, seis pies de la verja, y
sus ojos empezaron a distinguir las cabezas que fluctuaban a su alrededor como
calabazas. Una voz sonó a su lado:
-¿Quién
es usted?
No respondió, avanzando de lado, consternado. De
pronto dio contra la pared del fondo: las manos embistieron la piedra mojada;
la celda no tendría más que doce pies de largo. Descubrió que podía casi
sentarse si mantenía los pies recogidos debajo de sí. Un anciano se abandonó
sobre su hombro; conoció su senectud por el poco peso de sus huesos y por el
ritmo débil y desigual de su respiración. Tenía que ser alguien cercano al
nacer o al morir y no era probable que hubiese un chiquillo en aquel lugar. El
viejo, de pronto, dijo:
-¿Eres tú, Catalina? -y su aliento se prolongó en
un suspiro paciente como si hubiera esperado mucho tiempo y se dispusiera a
esperar aún más. El cura musitó:
-No,
Catalina, no.
Al hablar él todos se callaban en seguida,
escuchando, como si tuviera importancia lo que decía; después volvían a empezar
las voces y los movimientos. Pero el sonido de su propia voz, la sensación de
comunicar con otro ser, le calmó.
-No es
ella -dijo el anciano-. En realidad no creía que lo fuese. No vendrá nunca.
-¿Es su
esposa?
-¿Qué
dice usted? Yo no tengo esposa. Es mi hija.
Todos volvían a escuchar, excepto las dos personas invisibles
que se preocupaban tan sólo de su placer.
-Tal vez
no la dejan entrar aquí.
-Ella no lo intentará siquiera -exclamó la voz
gastada y sin esperanza, con absoluta convicción.
Al cura
empezaban a dolerle los pies, recogidos debajo de los muslos.
-Si ella
le quiere a usted...
Por allá, entre la barahúnda de cuerpos, la mujer
volvió a quejarse con un suspiro final, de protesta, abandono o satisfacción.
–Son los
curas los que tienen la culpa –repuso el anciano.
-¿Los
curas?
-Sí, los
curas.
-¿Por
qué los curas?
-Porque
son ellos.
Cerca de
sus rodillas alguien explicó en voz baja:
-El
viejo está loco. ¿Para qué hacerle preguntas?
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