JUAN
RULFO (1917 – 1986)
PEDRO
PÁRAMO
CUADRAGESIMOSEGUNDA
ENTREGA
El Tilcuate siguió viniendo:
-Ahora somos carrancistas.
-Está bien.
-Andamos con mi general Obregón.
-Está bien.
-Allá se ha hecho la paz. Andamos sueltos.
-Espera. No desarmes a tu gente. Esto no puede durar
mucho. -Se ha levantado en armas el padre Rentería. ¿Nos vamos con él, o contra
él?
-Eso ni se discute. Ponte al lado del gobierno.
-Pero si somos irregulares. Nos consideran rebeldes.
-Entonces vete a descansar.
-¿Con el vuelo que llevo?
-Haz lo que quieras, entonces.
-Me iré a reforzar al
padrecito. Me gusta cómo gritan. Además lleva uno ganada la salvación.
-Haz lo que quieras.
Pedro Páramo estaba sentado
en un viejo equipal, junto a la puerta grande de la Media Luna, poco antes de que se fuera la última
sombra de la noche. Estaba solo, quizá desde hacía tres horas. No dormía. Se
había olvidado del sueño y del tiempo: «Los viejos dormimos poco, casi nunca. A
veces apenas si dormitamos; pero sin dejar de pensar. Eso es lo único que me
queda por hacer». Después añadió en voz alta: «No tarda ya. No tarda».
Y siguió: «Hace mucho
tiempo que te fuiste, Susana. La luz era igual entonces que ahora, no tan
bermeja; pero era la misma pobre luz sin lumbre, envuelta en el paño blanco de
la neblina que hay ahora. Era el mismo momento. Yo aquí, junto a la puerta mirando
el amanecer y mirando cuando te ibas, siguiendo el camino del cielo; por donde el
cielo comenzaba a abrirse en luces, alejándote, cada vez más desteñida entre
las sombras de la tierra.
»Fue la última vez que
te vi. Pasaste rozando con tu cuerpo las ramas del paraíso que está en la
vereda y te llevaste con tu aire sus últimas hojas. Luego desapareciste. Te
dije:
"¡Regresa Susana!".»
Pedro Páramo siguió moviendo los labios, susurrando
palabras. Después cerró la boca y entreabrió los ojos, en los que se reflejó la
débil claridad del amanecer.
Amanecía.
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