MARLO
MORGAN
LAS
VOCES DEL DESIERTO
TRIGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
27.
ARREBATADA POR LAS AGUAS (1)
El
terreno que teníamos por delante era accidentando a causa de la erosión.
Barrancos de tres metros de profundidad nos impedían caminar en línea recta. De
repente el cielo se oscureció. Sobre nuestras cabezas pendían densas nubes de
tormenta; ante nuestros ojos se desataban los elementos. Un rayo cayó en el
suelo a unos metros de distancia. Le siguió un restallido ensordecedor. El
cielo se convirtió en una cúpula de relámpagos centelleantes. Todos echamos a
correr para ponernos a cubierto. Aunque nos diseminamos en todas direcciones,
nadie parecía encontrar un auténtico refugio. El terreno en aquella parte del
país era más bien árido. Había maleza y unos cuantos árboles resistentes, y la
tierra era quebradiza.
Vimos
que el viento empujaba el chaparrón y la lluvia oblicuamente hacia el cielo. Yo
lo oí a lo lejos, como si fuera un tren acercándose con gran estrépito. La
tierra tembló bajo mis pies. Unas gotas gigantescas cayeron de los cielos. Los
relámpagos y el retumbar de los truenos bastaron para poner alerta mi sistema
nervioso. Automáticamente eché mano a la tira de cuero que llevaba alrededor de
la cintura. La usaba para sujetar el pellejo de agua y una dilli bag hecha de varano el desierto, que Mujer que Cura había
llenado de diversas grasas, aceites y polvos. Me había explicado cuidadosamente
el origen de cada cosa y su finalidad, pero yo comprendí que para aprender y
dominar sus métodos de curación en la práctica, tardaría al menos los seis años
que costaba en Estados Unidos realizar la carrera de medicina, o especializarse
en osteopatía o en quiropráctica. Tanteé el nudo para asegurarme de que estaba
bien sujeta.
A
pesar del ruido y el ajetreo percibí algo más, oí algo muy potente, nuevo, un
sonido agresivo con el que no estaba familiarizada. Outa me gritó: “¡Cógete a
un árbol! ¡Sujétate bien fuerte a un árbol!” No había ninguno cerca. Miré hacia
arriba y vi algo que rodaba por el desierto a lo lejos. Era alto, negro, de
diez metros de anchura, y se acercaba a toda velocidad. Me lo encontré encima
antes de que tuviera tiempo de razonar. Agua, un torbellino de agua embarrada y
espumosa me cubrió la cabeza. Todo mi cuerpo se retorció y dio vueltas con la
avalancha. Luché por respirar. Extendí las manos en busca de algo donde
agarrarme, cualquier cosa. No sabía dónde era arriba y dónde era abajo. Los
oídos se me llenaron de un lodo espeso.
Mi cuerpo daba tumbos y volteretas en el aire. Me detuve cuando di de
costado con algo sólido, muy sólido. Me quedé clavada, enmarañada en un
arbusto. Estiré el cuello cuanto pude para tomar aire. Tenía los pulmones a
punto de estallar. Tenía que respirar. No me quedaba alternativa aunque
estuviera bajo el agua. Sentía un terror indescriptible. Parecía que habría de
rendirme a fuerzas que no estaba a mi alcance comprender. Preparada para
ahogarme, abrí la boca y recibí aire en lugar de agua. No podía abrir los ojos,
tal era la cantidad de lodo sobre mi rostro. Noté el arbusto clavándose en mi
costado a medida que el agua me obligaba a doblarme cada vez más.
Se
fue con la misma rapidez con la que vino. La ola pasó, el agua de su estela
disminuyó progresivamente. Noté que caían grandes gotarrones sobre mi piel.
Volví el rostro hacia el cielo y dejé que la lluvia limpiara el barro de mis
ojos. Intenté erguirme y noté que mi cuerpo caía levemente. Por fin intenté
abrir los ojos. Miré a mi alrededor y vi que las piernas me colgaban a metro y
medio del suelo. Me hallaba a medio camino de la pendiente de un barranco. Oí
las voces de los otros. Yo no podía trepar hasta arriba, así que me dejé caer
hasta el fondo. Las rodillas se llevaron la peor parte del golpe. Una vez abajo,
me levanté tambaleante. Pronto me di cuenta de que las voces procedían de la
dirección opuesta, así que di media vuelta.
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