GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
QUINCUAGESIMOSEGUNDA ENTREGA
XIV
/ LAS MUCHACHAS DEL YÍ (4)
Después de acabar el
cuento, Anita se quedó mirándome con una expresión de embeleso en sus grandes
ojos tristes. Parecía como asustada y al mismo tiempo encantada con lo que
había oído; pero luego, antes que la chicuela hubiese dicho una sola palabra,
vino Mónica, quien hacía tiempo dirigía tímidas y curiosas miradas en nuestra
dirección, y tomándola de la mano, se la llevó a la cama.
Estaba ya dándome
sueño, y como el vocerío y las preparaciones marciales no dieran señas de estar
llegando a su término, me alegré cuando me condujeron a otra pieza, donde me
proporcionaron algunos pellones, mantas y un par de ponchos con que arreglarme
una cama
Durante la noche se
fueron todos los hombres, pero a la mañana siguiente, cuando fui a la cocina,
sólo encontré a la vieja y a la mujer de Alday, ambas tomando mate amargo. Me
dijeron que hacía una hora que Anita había desaparecido de la casa, y que
Mónica había salido a buscarla. La mujer de Alday estaba sumamente fastidiada
con la escapada de Anita, pues ya había pasado el tiempo en el que debía salir
con las ovejas. Después de tomar mi mate, salí y miré hacia el río, que estaba
velado por una plateada neblina, y divisando a Mónica que traía a Anita de la
mano, las fui a encontrar. La pobre Anita, con la carita surcada de lágrimas,
sus piernecitas y pies cubiertos de barro y rasguñados en cincuenta puntos
distintos por las cortantes espadañas, y el vestido empapado en la espesa
neblina de la mañana, hacía un cuadro sumamente conmovedor.
-¿Dónde la encontró?
-le pregunté a Mónica, temiendo que yo fuera la causa indirectas de las
desgracias de la pobrecita.
-¡A la orilla del río
buscando a Nieblita! Yo sabía que ay la encontraría cuando la eché de menos
esta mañana.
-¿Cómo sabía usted eso?
-le pregunté-. Usted no oyó el cuento que le conté anoche.
-La hice repetírmelo
todo -dijo Mónica.
Después de eso,
retaron, remecieron, lavaron y secaron a la pobre Anita, en seguida le dieron
su desayuno, y por último la montaron en su petiso y la mandaron a cuidar de
las ovejas. Mientras eso pasaba, Anita guardó el más profundo silencio, aunque
su carita hacía unos pucheros que presagiaban lágrimas. Sin embargo, no eran
para el vulgo, y sólo fue después de estar montada en su petiso con las riendas
en sus manecitas, cuando se abandonó a su dolor y desengaño por no haber
encontrado a la hermosa niñita de la neblina.
Me asombró descubrir
que Anita hubiese tomado tan en serio el fantástico cuento que yo había
inventado para entretenerla; pero la pobrecita jamás había leído libros u oído
cuentos, y el de hadas que le contara, había sido demasiado para su pobre y
atrofiada imaginación. Recuerdo que una vez, en otra ocasión, le conté un
cuento lastimero de una niñita perdida en un desierto a una amiguita mía de más
o menos la edad de Anita, igualmente desacostumbrada a esta clase de alimento
mental. A la mañana siguiente, me contó su madre que mi pequeña amiguita había
pasado media noche llorando, pidiéndole que le permitiera ir a buscar a esa
niñita perdida, de la cual yo le había contado.
Oyendo decir que Alday
no estaría de vuelta hasta la noche, o la mañana siguiente, le pedí a su mujer
que me prestara o me diera un caballo para seguir mi viaje. Sin embargo, esto
no pudo hacerlo; entonces añadió, muy afablemente, que mientras estuvieran los
hombres ausentes, mi presencia en la casa le sería un consuelo, porque un
hombre era siempre una gran protección. El arreglo no me pareció muy ventajoso
para mí, pero como no fuera posible ir a pie a Montevideo, me vi obligado a
quedarme tranquilo y esperar la vuelta de Alday.
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