JUAN CARLOS ONETTI
PARA UNA TUMBA SIN
NOMBRE
DECIMONOVENA ENTREGA
V (4)
Fragoso se acercó para limpiar la mesa y sonreírme. Tito se había
encogido, con los hombros entornados, con una suave expresión de asco que hacía
temblar la boca húmeda. La banda de niños, su griterío, habían desaparecido
mucho tiempo atrás. Di las gracias con un murmullo, encendí un cigarrillo y me
puse a pensar sin orden, seguro de equivocarme, principal y ampliamente incrédulo.
Saqué dinero para pagar pero Tito me sujetó la mano.
Sólo una cosa me interesaba saber y esta no tenía ninguna relación con
la verdad de la historia; era un puro capricho. Así que durante dos días,
desde la mañana, entre una visita y otra, estuve persiguiendo a Jorge Malabia.
Lo encontré el día tercero, de mañana, cuando salía de casa para ir al
hospital. Estaba sentado en un banco, esperándome, todavía vestido de jinete
pero sin caballo. Se acercó sonriente, balancéandose sobre las botas, con una
mirada de fatiga y madurez.
-Vine para contestar y concluir -dijo suavemente, dejando de mirarme.
Si me estuvo odiando en la última entrevista, aquel odio se había transformado
en paciencia, en aceptación-. Para que usted se canse de preguntar y yo no
tenga nada que ver, después, con la maldita mujer, con el maldito cabrón.
Empiece.
-No me gusta hablar de eso por la mañana. Si pudiéramos vernos esta
noche...
Me miró con rabia y apretó los dientes; después sonrió mordiéndose el
labio.
-Espere -dijo distraído-. Usted no puede preguntar de mañana, pero sí a
mediodía a la verdura podrida del Mercado Viejo. Espere. Déjeme pensar porque
es la última vez. Venga esta noche a casa, vamos a estar solos. A las nueve.
Acaso le muestre algunas cosas. ¿Pero usted anda sin coche? A las nueve menos
cuarto habrá un auto esperándolo aquí. ¿De acuerdo?
Ahora me miró con alegría, me puso una mano en el hombro y la dejó un
rato, sin peso. Decía que sí a algo con la cabeza, pero no me miraba. Después
me apretó el hombro y se puso a caminar hacia la plaza; lo vi esquivar, sin
apuro, el auto de la florería y volverse. Parecía más alto, arbitrario, dudoso,
y la actividad de la mañana transformó de golpe su vestimenta campesina en un
disfraz. Los brazos le colgaban desolados, inútiles, pero nada de él era capaz
de conmoverme, empezó a sonreír, pero no era a mí. Me toqué el sombrero para
despedirme y entonces se puso en movimiento, se me acercó a grandes pasos,
haciendo sonar las botas, tan desconsoladamente parecido al hermano muerto. Me
miró y quiso mantener la sonrisa que ya no le servía.
-Me gusta verlo y estar con usted -dijo-. Por muchas razones. Pero no
quiero seguir con esto. No vaya hoy a verme. Hubo una mujer que murió y
enterré. Y nada más. Toda la historia de Constitución, el chivo, Rita, el
encuentro con el comisionista Godoy, mi oferta de casamiento, la prima Higinia,
todo es mentira. Tito y yo inventamos el cuento por la simple curiosidad de
saber qué era posible construir con lo poco que teníamos: una mujer que era
dueña de un cabrón rengo, que murió, que había sido sirvienta en casa y me hizo
llamar para pedirme dinero. Usted estaba casualmente en el cementerio y por
eso traté de probar en usted si la historia se sostenía. Nada más. Esta noche,
en casa, le hubiera dicho esto o hubiera ensayado una variante nueva. Pero no
vale la pena, pienso. La dejamos así, como una historia que inventamos entre
todos nosotros, incluyéndolo a usted. No da para más, salvo mejor opinión.
-Sí -dije; no podía encontrarle los ojos; de pronto me miró con furia,
sonriendo otra vez-. Sí. Quiero decir que da para mucho más, la historia; que
podría ser contada de manera distinta otras mil veces. Pero tal vez sea cierto
que no valga la pena. Iba a ir a su casa sólo para preguntarle una cosa, para
pedirle que me hablara del velorio en que no estuvieron más, por muchas horas,
que la muerta, usted y el chivo. Eso es lo único que me importa.
-¿Le sigue importando? ¿Y sólo eso?
-Sí, m’hijo -contesté con dulzura.
-No se lo pierda, entonces. Era así: un velorio en que durante muchas
horas no hubo nadie más que yo, un cadáver, un cabrón rengo y hambriento.
Aquella habitación tenía un piso de tablas, flojo, y cuando yo me paseaba el
cajón se movía y parecía moverse mucho más porque cuando yo caminaba la luz de
las velas se ponían a bailar. Nada más que eso. Además, el entierro, que ya
conoce. Con esos datos puede hacer su historia. Tal vez, quien le dice, un día
de estos tenga ganas de leerla.
Se fue, un poco piernabierto, balanceándose, como para montar el caballo
que no había traído.
 
 
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