JUAN CARLOS ONETTI
PARA UNA TUMBA SIN
NOMBRE
VIGÉSIMA ENTREGA
VI
Hubo después, todavía, una carta que Títo Perotti me mandó de Buenos
Aires. Me explicaba el motivo, o motivos de su viaje, lamentaba la posibilidad
de haberme causado una mala impresión en el Mercado, insistía en cosas ya
dichas, me adulaba. Empezaba contándome que él sí había conocido a Ambrosio,
el inventor del chivo.
“Lo supe al verlo desde la puerta del restaurante, estaba recostado en
la silla, frente a la Rita, pero mirando por encima de la cabeza de la mujer,
mordiendo la boquilla y soplando el humo con regularidad. Miraba, ¿qué otra cosa?,
el empapelado flamante, aun húmedo, color sangre aguada, con pagodas recortadas
por filetes de oro. Me fui al mostrador y pedí cualquier cosa para espiarlo
cómodo. Rita me había citado para las doce; yo dejé llegar las doce y media.
Vestido de gris y pobre, con el pelo largo, ondulado, brillante, con una
corbata de moño, oscura. Miraba el empapelado y chupaba de la boquilla”.
Traducido al lenguaje que adjudiqué a Tito en la entrevista del Mercado,
eso fue, aproximadamente, lo que leí; no más porque ya sabía demasiado del
asunto, o había dejado de saber desde tiempo atrás. Rompí la carta o la enterré
en el desorden de mi escritorio. Si fue así, debe estar ya amarillenta; porque
todos los que participamos en una forma u otra en esta historia, incluso la
mujer y el chivo muertos, envejecimos velozmente en el último año.
Y, más o menos, esto era todo lo que yo tenía después de las vacaciones.
Es decir, nada: una confusión sin esperanza, un relato sin final posible, de
sentidos dudosos, desmentido por los mismos elementos de que yo disponía para
formarlo. Personalmente, sólo había sabido del último capítulo, de la tarde
calurosa en el cementerio. Ignoraba el significado de lo que había visto, me
era repugnante la idea de averiguar y cerciorarme.
Y cuando pasaron bastantes días de reflexión como para que yo dudara
también de la existencia del chivo, escribí, en pocas noches, esta historia. La
hice con algunas deliberadas mentiras; no trataría de defenderme si Jorge o
Tito negaran exactitud a las entrevistas y no me extrañaría demasiado que
resultara inútil toda excavación en el terreno de la casa de los Malabia, toda
pesquisa en los libros del cementerio.
Lo único que cuenta es que al terminar de escribirla me sentí en paz,
seguro de haber logrado lo más importante que puede esperarse de esta clase de
tarea: había aceptado un desafío, había convertido en victoria por lo menos una
de las derrotas cotidianas.
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