LECCIONES
DE VIDA
ELISABETH
KÜBLER-ROSS Y DAVID KESSLER
UNDÉCIMA ENTREGA
2
/ LA LECCIÓN DEL AMOR (2)
EKR
Una mujer muy correcta se
acercó a mí al terminar una conferencia. Ya sabrán ustedes lo que quiero decir
con “correcta”: su peinado era impecable, su ropa combinaba a la perfección,
etcétera.
“El año pasado asistí a
uno de sus seminarios -me dijo-. De regreso a mi casa, no podía dejar de pensar
en mi hijo de dieciocho años. Todas las noches, cuando volvía a casa, lo
encontraba sentado en la cocina con una camisa gastada y horrible, regalo de
una de sus amigas. Siempre temía que, si los vecinos lo veían, pensarían que no
podíamos vestir a nuestros hijos de forma adecuada.
“Él simplemente se
quedaba allí sentado con sus amigos. -Cuando aquella mujer dijo “amigos”, su
rostro reflejó su desagrado-. Todas las noches lo reñía, sobre todo por aquella
camiseta. Una cosa lleva a la otra y… Bien, esa es nuestra relación.
“Pensé en el ejercicio
sobre el final de la vida que realizamos en el seminario. Me di cuenta de que
la vida es un regalo, un regalo del que no dispondremos para siempre. También
comprendí q ue mis seres queridos no
estarían junto a mí eternamente. Y me puse a pensar en los supuestos: “¿Y si me
moría al día siguiente? ¿Qué sentiría respecto a mi vida?” Me di cuenta de que
estaba contenta con mi vida a pesar de que la relación con mi hijo no fuera
perfecta. Entonces pensé: “¿Y si mi hijo se moría al día siguiente? ¿Qué sentiría
yo respecto a la vida que le había proporcionado?”
“Comprendí que, en este
caso, experimentaría una pérdida enorme y un gran conflicto interior debido a
nuestra relación. Mientras representaba en mi mente la horrible escena, pensé en
su funeral. No querría enterrarlo vestido con un traje, pues no era de llevar
trajes: querría enterrarlo con la maldita camiseta que a él tanto le gustaba.
Así es como lo honraría a él y a su vida.
“Entonces me di cuenta
de que muerto lo amaría por lo que era y lo que le gustaba, pero que no le
estaba dando ese regalo en vida.
“Comprendí que aquella
camiseta tenía un gran significado para mi hijo. Fuera por la razón que fuera,
era su favorita. Cuando llegué a casa aquella noche le dije que me parecía
bien que llevara la camiseta siempre que
la quisiera. Le dije que lo quería tal como era. Y me sentí tan bien por
haberme despojado de las expectativas, por dejar de intentar cambiarlo y por
amarlo sólo por lo que era… Y ahora ya no intento que sea perfecto: me parece
adorable tal como es.”
Sólo encontramos paz y
felicidad en el amor cuando nos olvidamos de imponer condiciones al amor que
sentimos por los demás. Además, por lo general imponemos las condiciones más
duras a aquellos a quienes más amamos. Nos han enseñado muy bien el amor
condicional, de hecho, hemos sido literalmente condicionados, lo cual hace que
el proceso de desaprendizaje resulte muy difícil. Como seres humanos, no
podemos amarnos los unos a los otros de un modo completamente incondicional
pero sí que podemos experimentarlo durante algo más que unos minutos en toda
una vida, que es lo que hacemos normalmente.
Una de las pocas
ocasiones en que disfrutamos de un amor incondicional es cuando nuestros hijos
con pequeños. A ellos no les importa si tenemos un día bueno o malo, cuánto
dinero poseemos o cuáles son nuestros logros. Simplemente nos quieren. Con el
tiempo, cuando los premiamos por sonreír, obtener buenas calificaciones y ser
lo que queremos que sean, les enseñamos a poner condiciones al amor. Pero
todavía podemos aprender mucho del modo en que los niños nos quieren. Si
quisiéramos a nuestros hijos incondicionalmente durante un poco más de tiempo,
crearíamos un mundo muy distinto.
Las condiciones que
imponemos al amor son pesos con los que lastramos nuestras relaciones. Cuando
nos desprendemos de las condiciones, encontramos muchas formas de amor que
antes no creíamos posibles.
Uno de los mayores
obstáculos a los que nos enfrentamos cuando queremos dar amor incondicional es
el miedo a no ser correspondidos. No nos damos cuenta de que el sentimiento que
buscamos consiste en dar, no en recibir.
Si medimos el amor que
recibimos, nunca nos sentiremos amados, sino estafados, porque el acto de medir
no es un acto de amor. Cuando no nos sentimos amados, no es porque no recibamos
amor, sino porque reprimimos el nuestro.
Cuando discutimos con
nuestros seres queridos, creemos que estamos enfadados por algo que han hecho o
han dejado de hacer, pero en realidad lo estamos porque hemos cerrado nuestro
corazón, porque hemos dejado de dar amor. La reacción ante una discusión nunca
debería ser retener nuestro amor hasta que respondan a nuestras expectativas.
¿Y si no lo hicieran? ¿Nunca volveríamos a amar a nuestra madre, nuestro amigo
o nuestro hermano? Si los amamos a pesar de lo que hicieron, percibiremos cambios,
veremos desatarse todo el poder del universo. Y veremos cómo los demás nos
abren su corazón con ternura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario