26/8/16

MARYSE RENAUD / EXCLUSIVO DESDE POITIERS
DOS FRAGMENTOS DE RELATO DE CENIZA

(Relato de ceniza es la próxima novela de Maryse Renaud, de inminente aparición en el Editorial Verbum de Madrid. Presentamos dos fragmentos adelantados en exclusiva para elMontevideano Laboratorio de Artes, incluyendo la contraportada redactada por Mempo Giardinelli.)

UNO

Cyparis no pudo aguantar más la visión de tanta  destrucción. Optó por alejarse del litoral, que contemplaba un puñado de visitantes extranjeros ocupados en sopesar compasivos la magnitud de los estragos. Tiró por la arteria principal del pueblo, decidido a tomar la dirección del centro, a subir también hasta su antigua cárcel, cuando sintió de repente que se mentía a sí mismo. Sólo había regresado a Saint-Pierre por ella, movido por la nostalgia. Acudiría al barrio del Fondeadero  de su amada Victorine, cuyo recuerdo había vuelto a  punzarlo con insoportable violencia desde que el barco había empezado a bordear las tierras del Norte, erguidas y orgullosas como ella.

Avanzaba agachando la cabeza por las calles pavimentadas, atento al sonido de sus propias pisadas. Luchaba interiormente con la absurda visión  de Victorine reunida en la muerte con aquel a quien nunca había dejado de idolatrar, ese blanquito arrogante con quien él no podía competir, y las extravagancias de los dos amantes, que tanto habían dado que hablar en Saint-Pierre, le desgarraban de nuevo el alma. Creyó distinguir, sin embargo, más allá de la costra de mugre blanquecina que seguía adherida a los muros,  prestando a la ciudad un aspecto enfermizo, unos cuantos enclaves  de vida. 

Lanzó un discreto suspiro de alivio : jugueteaban unos niños entre los cascajos con un viejo zapato rojo sin tacón, un grupo de hombres reparaba una carreta,  dos mujeres jóvenes  tendían ropa al sol mientras otras cocinaban afuera, en las mismas aceras descoyuntadas, espumando con paciencia una borboteante mermelada de guayaba. No se elevaba ningún ruido. Ni una risa, ni un llanto, ni una palabrota. Todos atendían en silencio  sus negocios.

Cyparis tuvo de golpe la sensación de que los hombres lo estaban mirando con malos ojos, como si fuera él un sujeto poco fiable, un intruso colado en la ciudad con viciosas intenciones. Fijaban la vista  con particular insistencia en sus espaldas, sus manos, sus bolsillos, como si de su persona pudiese temerse alguna forma de abuso. Acechaban todos sus movimientos con el rabillo del ojo, tensos, apretando los labios, de eso no le cabía ahora la menor duda. Junto a la carreta maltrecha brillaban, al alcance de la mano, dos machetes de  anchas hojas.

Se sintió  acorralado y de repente se puso a temer que todos se le vinieran encima al unísono, achacándole una misteriosa culpa. Se alejó   como si nada de estos ásperos vigías y echó a andar a paso acelerado, casi corriendo, hacia el barrio del Fondeadero, donde un remoto domingo de mayo había conocido a Victorine al levantar del suelo su pañuelo celeste,  caído bajo las ruedas de un carruaje.

Comenzaba a respirar algo mejor cuando lo sobrecogió  una sorda vibración que renovó instantáneamente sus temores. ¡La montaña! Levantar la cabeza y erizársele la piel fue todo uno. No era culpable, sin embargo, el cráter  despanzurrado del volcán.  De las lomas del norte, de las callejuelas perpendiculares al litoral, del sur también, acudían  largas filas heteróclitas de hombres y mujeres, inclinados hacia adelante, mal vestidos, grises de polvo bajo el gran cielo añil, ávidos de revancha. Avanzaban implacablemente como hormigas carniceras: la ciudad entera parecía haberse  puesto a temblar.  

Soplaba una ligera brisa que traía hasta Cyparis retazos de conversaciones  rebotando en la piedra dura del camino. Hablaban bajito, sin embargo, raras veces en francés. En criollo, con inflexiones propias  de Martinica y Guadalupe e incluso con el acento cantarín de las islas anglófonas, impresionados a pesar suyo por la santidad del lugar que se disponían a profanar.

Confluían todos hacia el cementerio en ruinas: éste con su pico, aquél con su azada, otros con tijeras de jardinero o un mero cuchillo de cocina, cargando una alforja grande los más optimistas, ansiosos de echar abajo el destartalado portón y de lanzarse al asalto de las tumbas que los sacarían por fin de pobres. Los más jóvenes, desatendiendo el orden  de la cola, iban saltando sin escrúpulos por encima de las tapias terrosas. Eran bastante numerosos los que ya se habían abierto paso en el recinto del camposanto y puesto manos a la obra. En un quítame allá esas pajas  levantaban las lápidas, fracturaban las que se les resistían, hurgaban a manos llenas en los sepulcros despanzurrados en busca de las joyas de los ricos y de los dientes de oro que llenarían más tarde de aceite, manteca, bacalao, mandioca, tasajo y azúcar las despensas vacías de sus chozas.

Cyparis, aunque a estas alturas bien poco creía en Dios, retrocedió literalmente asqueado por tanto irrespeto. Era supersticioso y consideraba que no se debía perturbar con ningún pretexto el sueño de los difuntos, y menos aún atentar contra su integridad física. Él no era ningún santo, pero jamás se había rebajado a robar oro en cementerios. Se puso a mirar con tanta saña a un viejo desdentado que acababa de alzarse, no sin trabajo, con  una enorme cruz de metal dorado, que ésta se le escapó de las manos ; fue a dar con todo su peso contra su pie, arrancándole un tremendo aullido de dolor. El escandaloso se convirtió enseguida en el blanco de un haz de miradas reprobatorias, que pronto retornaron a su inicial y silenciosa labor. Mientras tanto un  sol  ardiente vertía sus rayos con profusión sobre la paja de los sombreros alones de este ejército de pobres.

Cyparis, tironeado entre la náusea y la lástima, ya no sabía a qué atenerse; él también era de muy modesta extracción y sabía lo que era el hambre. Escapar de esta ciudad terrible, correr hasta el desembarcadero, subir lo antes posible al barco de vapor, no tenía cabeza para otra cosa. Conque era cierto lo que el padre Henry había procurado en vano explicarle una semana atrás, disuadiéndole de regresar a Saint-Pierre. Era del todo imposible que recomenzara allí una vida normal, perdía el tiempo el puñado de ilusos que se aferraban a su terruño, si las mismas autoridades habían descartado toda idea de refundación y decidido abrir el campo de ruinas de la ciudad a los apetitos nacionales y extranjeros.

Cyparis estaba aterrado. ¡Saint-Pierre, que había sido hasta hacía pocos meses el faro del Caribe, con su tranvía, su alumbrado eléctrico y su teatro,  se hallaba ahora entregado a la voracidad  de sus rivales y enemigos ! Se negaba a admitirlo y, sin embargo, lo estaba constatando con sus propios ojos, amargado. Los políticos criollos habían autorizado de forma abierta el saqueo y la rapiña. Con el pretexto de facilitar las legítimas investigaciones de los desgraciados en pos de sus muertos, habían convertido la ciudad en un ferial indecente al que podía acudir cualquier granuja. Es más, de un plumazo habían borrado Saint-Pierre,  con el asentimiento de la metrópoli, de modo oficial, de la lista de los municipios de la isla. Le habían roto el espinazo.

Ahora sí, a la hora de despedirse, Cyparis se daba cuenta de que nada señalaba al viajero la existencia de la población: ni un letrero de madera al borde de la carretera, ni una flecha, ni un mojón.  Sólo quedaban  heridas, cicatrices, escombros y, sonando  en su mente, las dos sílabas de un nombre antaño glorioso que no tardarían en llevarse los vientos del olvido.

Giró la cabeza y miró por última vez la ciudad fantasma. Divisó a lo lejos la fachada medio volada del Banco de Martinica, anteriormente tan activo, sus ruinas solitarias por las cuales rondaban unos cuantos turistas visiblemente americanos, asombrados al parecer por la vitalidad pasada de esta ciudad que  había albergado el consulado de los Estados Unidos. Ya no interesaban a ningún insular esas piltrafas de las que  no podía sacarse ningún provecho. Con sorprendente celeridad, en efecto —en cuanto pudo el pie humano pisar de nuevo el suelo enfriado de Saint-Pierre—, las autoridades coloniales se habían abalanzado a recuperar en los sótanos del edificio el oro, el numerario, los lingotes,  imitando el pragmatismo de los americanos que les habían tomado la delantera. ¡Como buitres ellos también, cayendo sobre una carroña !  A Cyparis le volvían ahora a la memoria, mientras corría jadeando hacia el desembarcadero, los desencantados comentarios del padre Henry. «¡Qué hato de sinvergüenzas, sólo les interesa don Dinero! A que  van a poner ahora sus cuartos a buen seguro en Fort-de- France... ¿Y por los damnificados, por los monumentos, por la ciudad, qué harán ellos, Dios mío? »

De modo que nadie escapaba de la infamia, ni  ricos, ni pobres, ni autoridades ; a todos los movían  pasiones ruines : a esta conclusión, estimado lector, había llegado Cyparis, desesperado.  Al subir al barco se puso a rogar a Dios que por lo menos no tolerara que  los sórdidos invasores de Saint-Pierre desarmaran y se llevaran lo único grandioso que  quedaba a la ciudad :  los pesados cañones de bronce del Fuerte.


DOS



A la muerte de su socio, en 1891, James Bailey terminó por ser el único propietario y operador del Barnum & Bailey Circus. Era un hombre de mirada triste y barba bien cuidada, poco locuaz, meticuloso y profundamente apegado a su oficio, a diferencia de Phineas Taylor, desordenado y fantaseador, con quien formó equipo durante diez años. Los dos colaboradores habían logrado superar sus principales divergencias, evitado una grave separación y creado a fuerza de trabajo y de ingeniosidad, para satisfacción del público de América y Europa,  la mayor empresa de entretenimiento del mundo.

Jamás se le hubiera ocurrido al cauteloso James Bailey meterse con poderosos capaces de romperle los riñones, demandarlo y enviarlo a la cárcel,  como a Barnum le había pasado alguna vez. Por un cargo de difamación, afirmaban sus detractores. Él no tenía la versatilidad de su colaborador, no aspiraba a serlo todo; comerciante, empresario, editor, autor, filántropo, príncipe de los charlatanes. De botones cuando joven, en Michigan,  había pasado a ser el fiel asistente de Fred Harrison Bailey y terminado por adoptar su nombre. Apenas si se acordaba McGuiness de sus remotos orígenes escoceses y de su mustio pasado de huérfano. Sólo le interesaba ahora la gigantesca aventura del circo, que pretendía llevar a cabo con rigor y eficacia, sin fanfarronadas e inútiles desafíos.

Aunque no compartía la desenvoltura de Barnum, no había dejado, sin embargo, de causarle gracia al asociarse con él la jocosa historieta  que andaba en boca de todos: Barnum, el atolondrado y brillante empresario, había contratado precipitadamente, sin proceder al imprescindible control de identidad,  en los primerísimos momentos de su carrera teatral, a un joven cantante negro a quien creía libre o por lo menos manumiso. Pero el muchacho resultó, de hecho, ser un esclavo. Al pisar Carolina del Norte, a la hora de la función, asustado por su propia audacia, se escabulló bonitamente, obligando al patrón, que no tenía la más mínima intención de reembolsar las entradas, a tomar una iniciativa inaudita. Embadurnarse la cara de betún negro y subir al tablado fue todo uno. Se lanzó en un baile frenético multiplicando las contorsiones, las muecas, las cabriolas, los gruñidos de oso, las notas  falsas. Olas de hilaridad nunca sentidas  hasta entonces acompañaron a sus excentricidades: Barnum acababa de salvar su espectáculo.

James Bailey, en cambio, había tomado  providencias. Urdía en su cabeza un increíble plan, tan audaz como las fantasías más desatadas del difunto Barnum. Su negro no plantearía problema. Procedería de una tierra limpia de violencias, donde no había habido Guerra de Secesión y  todos los hombres eran libres e iguales, más allá de criterios raciales, desde hacía más de cuarenta años. Para bien o para mal, no hubiera sabido decirlo él, ni le importaba demasiado, esto no era de su incumbencia. A los políticos les tocaba resolver este tipo de problemas. Él se conformaba con ser un artista, ajeno a los vastos debates ideológicos y las luchas sangrientas  que habían enfrentado en su país a los  del Norte y los del Sur.  

Después de una exitosa gira de cinco años por Europa, le pareció imprescindible remozar su show, introduciendo en él —por qué no— un nuevo personaje. Era el año  1902 y el mundo entero estaba al corriente de la erupción del Monte Pelado, allá en las Antillas francesas. Decidió dar un gran golpe, combinar el exotismo tropical y la más trastornadora actualidad, una alianza de ingredientes que su circo todavía no había ensayado, y que no dejaría de deslumbrar a su público siempre ansioso de  novedades. Si el viejo Barnum se había hecho famoso con sus monstruos de cartón piedra, él, James Bayley, se jugaría ahora la carta de la fascinación y del terror que infunden desde tiempos inmemoriales las entrañas misteriosas de la tierra. 

Despachó a Martinica a su representante y se puso a esperar.

Ya se imaginaba la escenografía que armaría en torno a su negro. Hizo, deshizo, rehizo mil ensayos. En primer término, el mar, agitado por un eficaz sistema de fuelles; a la izquierda,  la montaña de cráter volado desplegándose hacia el agua como una cresta de dragón, rodeada de una nube carbonosa que apenas dejaba descubrir su cumbre; a su pie, un amontonamiento de estatuas rotas cubiertas de polvo, entre una ráfaga de truenos ensordecedores.

Primera etapa: surgía de la parte derecha del escenario, dando ostensiblemente la espalda al público contra todas las reglas del arte, la agigantada figura de Cyparis. Exhibía su cuerpo llagado, escamoso, como de iguana  prehistórica. Estaba cubierto de cadenas. Segunda etapa: erguido junto a la puerta de su calabozo de piedra, se daba la vuelta con lentitud, enseñando ahora su rostro plenamente humano, impasible, y sus ojos enrojecidos. Un leve olor a azufre flotaba en el aire de la carpa. De la concurrencia se elevaban exclamaciones de estupor, gritos de horror, gemidos de compasión; algunas mujeres hasta se desmayaban, los niños atisbaban entre los dedos, como siempre, u ocultaban la cabeza en el regazo de sus madres. Y de repente, reponiéndose, la gente se levantaba de sus asientos y rompía a aplaudir con frenesí. 


Cyparis se ponía entonces a desgranar su increíble historia, su texto aprendido de memoria en un inglés de acento afrancesado, prueba patente de la autenticidad de sus vivencias. Había escapado del reino de los muertos, recorrido las ruinas ardientes de Saint-Pierre bajo un cielo de plomo, desafiado al cráter maléfico, afrontado la cólera de Dios, obtenido su perdón. Había sobrevivido al gas letal contra toda expectativa y conocido una excepcional aventura —que llenaría las arcas del Circo—. Que cada cual, finalmente, de regreso a su casa, la interpretara como se le antojara; el señor Bailey sólo aspiraba a vender emoción e intuía que era la suya una idea genial que confirmaría para siempre el estatuto de «Más Grande Espectáculo de la Tierra»de su circo.  

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