MARYSE RENAUD /
EXCLUSIVO DESDE POITIERS
DOS FRAGMENTOS
DE RELATO DE CENIZA
(Relato de ceniza es
la próxima novela de Maryse Renaud, de inminente aparición en el Editorial
Verbum de Madrid. Presentamos dos fragmentos adelantados en exclusiva para elMontevideano
Laboratorio de Artes, incluyendo la contraportada redactada por Mempo
Giardinelli.)
UNO
Cyparis no pudo aguantar más la visión de tanta destrucción. Optó por alejarse del
litoral, que contemplaba un puñado de visitantes extranjeros ocupados en
sopesar compasivos la magnitud de los estragos. Tiró por la arteria principal
del pueblo, decidido a tomar la dirección del centro, a subir también hasta su
antigua cárcel, cuando sintió de repente que se mentía a sí mismo. Sólo había regresado a Saint-Pierre por
ella, movido por la nostalgia. Acudiría al barrio del Fondeadero de su
amada Victorine, cuyo recuerdo había vuelto a punzarlo con insoportable violencia
desde que el barco había empezado a bordear las tierras del Norte, erguidas y
orgullosas como ella.
Avanzaba agachando la cabeza por las calles pavimentadas,
atento al sonido de sus propias pisadas. Luchaba interiormente con la absurda
visión de Victorine reunida
en la muerte con aquel a quien nunca había dejado de idolatrar, ese blanquito
arrogante con quien él no podía competir, y las extravagancias de los dos
amantes, que tanto habían dado que hablar en Saint-Pierre, le desgarraban de
nuevo el alma. Creyó distinguir, sin embargo, más allá de la costra de mugre
blanquecina que seguía adherida a los muros, prestando
a la ciudad un aspecto enfermizo, unos cuantos enclaves de vida.
Lanzó un discreto suspiro de alivio : jugueteaban
unos niños entre los cascajos con un viejo zapato rojo sin tacón, un grupo de
hombres reparaba una carreta, dos
mujeres jóvenes tendían
ropa al sol mientras otras cocinaban afuera, en las mismas aceras descoyuntadas,
espumando con paciencia una borboteante mermelada de guayaba. No se elevaba
ningún ruido. Ni una risa, ni un llanto, ni una palabrota. Todos atendían en
silencio sus negocios.
Cyparis tuvo de golpe la sensación de que los hombres lo
estaban mirando con malos ojos, como si fuera él un sujeto poco fiable, un
intruso colado en la ciudad con viciosas intenciones. Fijaban la vista con particular insistencia en sus
espaldas, sus manos, sus bolsillos, como si de su persona pudiese temerse
alguna forma de abuso. Acechaban todos sus movimientos con el rabillo del ojo,
tensos, apretando los labios, de eso no le cabía ahora la menor duda. Junto a
la carreta maltrecha brillaban, al alcance de la mano, dos machetes de anchas hojas.
Se sintió acorralado
y de repente se puso a temer que todos se le vinieran encima al unísono,
achacándole una misteriosa culpa. Se
alejó como si nada de
estos ásperos vigías y echó a andar a paso acelerado, casi corriendo, hacia el
barrio del Fondeadero, donde un remoto domingo de mayo había conocido a
Victorine al levantar del suelo su pañuelo celeste, caído bajo las ruedas de un carruaje.
Comenzaba a respirar algo mejor cuando lo
sobrecogió una sorda
vibración que renovó instantáneamente sus temores. ¡La montaña! Levantar la
cabeza y erizársele la piel fue todo uno. No era culpable, sin embargo, el
cráter despanzurrado del
volcán. De las lomas del norte, de las callejuelas perpendiculares al
litoral, del sur también, acudían largas
filas heteróclitas de hombres y mujeres, inclinados hacia adelante, mal
vestidos, grises de polvo bajo el gran cielo añil, ávidos de revancha.
Avanzaban implacablemente como hormigas carniceras: la ciudad entera parecía
haberse puesto a
temblar.
Soplaba una ligera brisa que traía hasta Cyparis retazos
de conversaciones rebotando
en la piedra dura del camino. Hablaban bajito, sin embargo, raras veces en
francés. En criollo, con inflexiones propias de Martinica y Guadalupe e incluso con
el acento cantarín de las islas anglófonas, impresionados a pesar suyo por la
santidad del lugar que se disponían a profanar.
Confluían todos hacia el cementerio en ruinas: éste con
su pico, aquél con su azada, otros con tijeras de jardinero o un mero cuchillo
de cocina, cargando una alforja grande los más optimistas, ansiosos de echar
abajo el destartalado portón y de lanzarse al asalto de las tumbas que los sacarían por fin de pobres. Los más
jóvenes, desatendiendo el orden de
la cola, iban saltando sin escrúpulos por encima de las tapias terrosas. Eran
bastante numerosos los que ya se habían abierto paso en el recinto del
camposanto y puesto manos a la obra. En un quítame allá esas pajas levantaban las lápidas, fracturaban
las que se les resistían, hurgaban a manos llenas en los sepulcros
despanzurrados en busca de las joyas de los ricos y de los dientes de oro que
llenarían más tarde de aceite, manteca, bacalao, mandioca,
tasajo y azúcar las despensas vacías de sus chozas.
Cyparis, aunque a estas alturas bien poco creía en Dios,
retrocedió literalmente asqueado por tanto irrespeto. Era supersticioso y
consideraba que no se debía perturbar con ningún pretexto el sueño de los
difuntos, y menos aún atentar contra su integridad física. Él no era ningún
santo, pero jamás se había rebajado a robar oro en cementerios. Se puso a mirar
con tanta saña a un viejo desdentado que acababa de alzarse, no sin trabajo,
con una enorme cruz de
metal dorado, que ésta se le escapó de las manos ; fue a dar con todo su
peso contra su pie, arrancándole un tremendo aullido de dolor. El escandaloso
se convirtió enseguida en el blanco de un haz de miradas reprobatorias, que
pronto retornaron a su inicial y silenciosa labor. Mientras tanto un sol ardiente vertía sus rayos con
profusión sobre la paja de los sombreros alones de este ejército de pobres.
Cyparis, tironeado entre la náusea y la lástima, ya no
sabía a qué atenerse; él también era de muy modesta extracción y sabía
lo que era el hambre. Escapar de esta ciudad terrible, correr hasta el
desembarcadero, subir lo antes posible al barco de vapor, no tenía cabeza para
otra cosa. Conque era cierto lo que el padre Henry había procurado en vano
explicarle una semana atrás, disuadiéndole de regresar a Saint-Pierre. Era del
todo imposible que recomenzara allí una vida normal, perdía el tiempo el puñado
de ilusos que se aferraban a su terruño, si las mismas autoridades habían
descartado toda idea de refundación y decidido abrir el campo de ruinas de la
ciudad a los apetitos nacionales y extranjeros.
Cyparis estaba aterrado. ¡Saint-Pierre, que había sido
hasta hacía pocos meses el faro del Caribe, con su tranvía, su alumbrado
eléctrico y su teatro, se
hallaba ahora entregado a la voracidad de
sus rivales y enemigos ! Se negaba a admitirlo y, sin embargo, lo estaba
constatando con sus propios ojos, amargado. Los políticos criollos habían
autorizado de forma abierta el saqueo y la rapiña. Con el pretexto de facilitar
las legítimas investigaciones de los desgraciados en pos de sus muertos, habían
convertido la ciudad en un ferial indecente al que podía acudir cualquier
granuja. Es más, de un plumazo habían borrado Saint-Pierre, con el asentimiento de la metrópoli,
de modo oficial, de la lista de los municipios de la isla. Le habían roto el
espinazo.
Ahora sí, a la hora de despedirse, Cyparis se daba cuenta
de que nada señalaba al viajero la existencia de la población: ni un letrero de
madera al borde de la carretera, ni una flecha, ni un mojón. Sólo quedaban heridas, cicatrices, escombros y,
sonando en su mente, las
dos sílabas de un nombre antaño glorioso que no tardarían en llevarse los
vientos del olvido.
Giró la cabeza y miró por última vez la ciudad fantasma.
Divisó a lo lejos la fachada medio volada del Banco de Martinica, anteriormente
tan activo, sus ruinas solitarias por las cuales rondaban unos cuantos turistas
visiblemente americanos, asombrados al parecer por la vitalidad pasada de esta
ciudad que había albergado
el consulado de los Estados Unidos. Ya no interesaban a ningún insular esas
piltrafas de las que no
podía sacarse ningún provecho. Con sorprendente celeridad, en efecto —en cuanto
pudo el pie humano pisar de nuevo el suelo enfriado de Saint-Pierre—, las
autoridades coloniales se habían abalanzado a recuperar en los sótanos del edificio
el oro, el numerario, los lingotes, imitando
el pragmatismo de los americanos que les habían tomado la delantera. ¡Como
buitres ellos también, cayendo sobre una carroña ! A Cyparis le volvían ahora a la
memoria, mientras corría jadeando hacia el desembarcadero, los desencantados
comentarios del padre Henry. «¡Qué hato de sinvergüenzas, sólo les interesa don
Dinero! A que van a poner
ahora sus cuartos a buen seguro en Fort-de- France... ¿Y por los damnificados,
por los monumentos, por la ciudad, qué harán ellos, Dios mío? »
De modo que nadie escapaba de la infamia, ni ricos, ni pobres, ni
autoridades ; a todos los movían pasiones
ruines : a esta conclusión, estimado lector, había llegado Cyparis,
desesperado. Al subir al
barco se puso a rogar a Dios que por lo menos no tolerara que los sórdidos invasores de Saint-Pierre
desarmaran y se llevaran lo único grandioso que quedaba a la ciudad : los pesados cañones de bronce del
Fuerte.
DOS
A la muerte de su socio, en 1891, James Bailey terminó por ser el único
propietario y operador del Barnum & Bailey Circus. Era un
hombre de mirada triste y barba bien cuidada, poco locuaz, meticuloso y
profundamente apegado a su oficio, a diferencia de Phineas Taylor, desordenado
y fantaseador, con quien formó equipo durante diez años. Los dos colaboradores
habían logrado superar sus principales divergencias, evitado una grave
separación y creado a fuerza de trabajo y de ingeniosidad, para satisfacción
del público de América y Europa, la mayor empresa de entretenimiento
del mundo.
Jamás se le hubiera ocurrido al cauteloso James Bailey meterse con
poderosos capaces de romperle los riñones, demandarlo y enviarlo a la
cárcel, como a Barnum le había pasado alguna vez. Por un cargo de
difamación, afirmaban sus detractores. Él no tenía la versatilidad de su colaborador,
no aspiraba a serlo todo; comerciante, empresario, editor, autor, filántropo,
príncipe de los charlatanes. De botones cuando joven, en
Michigan, había pasado a ser el fiel asistente de Fred Harrison Bailey
y terminado por adoptar su nombre. Apenas si se acordaba McGuiness de sus
remotos orígenes escoceses y de su mustio pasado de huérfano. Sólo le
interesaba ahora la gigantesca aventura del circo, que pretendía llevar a cabo
con rigor y eficacia, sin fanfarronadas e inútiles desafíos.
Aunque no compartía la desenvoltura de Barnum, no había dejado, sin
embargo, de causarle gracia al asociarse con él la jocosa
historieta que andaba en boca de todos: Barnum, el atolondrado y
brillante empresario, había contratado precipitadamente, sin proceder al
imprescindible control de identidad, en los primerísimos momentos de
su carrera teatral, a un joven cantante negro a quien creía libre o por lo
menos manumiso. Pero el muchacho resultó, de hecho, ser un esclavo. Al
pisar Carolina del Norte, a la hora de la función, asustado por su propia
audacia, se escabulló bonitamente, obligando al patrón, que no tenía la más
mínima intención de reembolsar las entradas, a tomar una iniciativa inaudita.
Embadurnarse la cara de betún negro y subir al tablado fue todo uno. Se lanzó
en un baile frenético multiplicando las contorsiones, las muecas, las
cabriolas, los gruñidos de oso, las notas falsas. Olas de hilaridad
nunca sentidas hasta entonces acompañaron a sus excentricidades:
Barnum acababa de salvar su espectáculo.
James Bailey, en cambio, había tomado providencias. Urdía en
su cabeza un increíble plan, tan audaz como las fantasías más desatadas del
difunto Barnum. Su negro no plantearía problema. Procedería de una tierra
limpia de violencias, donde no había habido Guerra de Secesión
y todos los hombres eran libres e iguales, más allá de criterios
raciales, desde hacía más de cuarenta años. Para bien o para mal, no hubiera
sabido decirlo él, ni le importaba demasiado, esto no era de su incumbencia. A
los políticos les tocaba resolver este tipo de problemas. Él se conformaba con
ser un artista, ajeno a los vastos debates ideológicos y las luchas
sangrientas que habían enfrentado en su país a los del
Norte y los del Sur.
Después de una exitosa gira de cinco años por Europa, le pareció
imprescindible remozar su show, introduciendo en él —por qué no— un
nuevo personaje. Era el año 1902 y el mundo entero estaba al
corriente de la erupción del Monte Pelado, allá en las Antillas francesas.
Decidió dar un gran golpe, combinar el exotismo tropical y la más trastornadora
actualidad, una alianza de ingredientes que su circo todavía no había ensayado,
y que no dejaría de deslumbrar a su público siempre ansioso de novedades.
Si el viejo Barnum se había hecho famoso con sus monstruos de cartón piedra,
él, James Bayley, se jugaría ahora la carta de la fascinación y del terror que
infunden desde tiempos inmemoriales las entrañas misteriosas de la
tierra.
Despachó a Martinica a su representante y se puso a esperar.
Ya se imaginaba la escenografía que armaría en torno a su negro. Hizo,
deshizo, rehizo mil ensayos. En primer término, el mar, agitado por un eficaz
sistema de fuelles; a la izquierda, la montaña de cráter volado
desplegándose hacia el agua como una cresta de dragón, rodeada de una nube
carbonosa que apenas dejaba descubrir su cumbre; a su pie, un amontonamiento de
estatuas rotas cubiertas de polvo, entre una ráfaga de truenos ensordecedores.
Primera etapa: surgía de la parte derecha del escenario, dando
ostensiblemente la espalda al público contra todas las reglas del arte, la
agigantada figura de Cyparis. Exhibía su cuerpo llagado, escamoso, como de
iguana prehistórica. Estaba cubierto de cadenas. Segunda etapa:
erguido junto a la puerta de su calabozo de piedra, se daba la vuelta con
lentitud, enseñando ahora su rostro plenamente humano, impasible, y sus ojos
enrojecidos. Un leve olor a azufre flotaba en el aire de la carpa. De la
concurrencia se elevaban exclamaciones de estupor, gritos de horror, gemidos de
compasión; algunas mujeres hasta se desmayaban, los niños atisbaban entre los
dedos, como siempre, u ocultaban la cabeza en el regazo de sus madres. Y de
repente, reponiéndose, la gente se levantaba de sus asientos y rompía a
aplaudir con frenesí.
Cyparis se ponía entonces a desgranar su increíble historia, su texto
aprendido de memoria en un inglés de acento afrancesado, prueba patente de la
autenticidad de sus vivencias. Había escapado del reino de los muertos,
recorrido las ruinas ardientes de Saint-Pierre bajo un cielo de plomo,
desafiado al cráter maléfico, afrontado la cólera de Dios, obtenido su perdón.
Había sobrevivido al gas letal contra toda expectativa y conocido una
excepcional aventura —que llenaría las arcas del Circo—. Que cada cual,
finalmente, de regreso a su casa, la interpretara como se le antojara; el señor
Bailey sólo aspiraba a vender emoción e intuía que era la suya una idea genial
que confirmaría para siempre el estatuto de «Más Grande Espectáculo de la
Tierra»de su circo.
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