ALTHUSSER Y EL
FÚTBOL CINCO
Por Alejandro
Caravario
El filósofo
francés, aunque hablaba de las relaciones entre el capital y el trabajo,
describió con suma precisión los picados de barrio donde también se reproduce
ideología.
Louis Althusser era un filósofo francés con una cabecita tan brillante
como retorcida. De hecho, terminó en una institución psiquiátrica luego de estrangular
a su esposa. Pero al margen de este prontuario tenebroso, desarrolló una mirada
personal y heterodoxa del marxismo.
En esta línea, se refiere a la reproducción de la fuerza de trabajo.
Esto es: cómo se asegura el empresario capitalista la mano de obra de acá hasta
el fin de los días. Respuesta: mediante el salario, por un lado, y sobre todo,
a través de la escuela y otras instituciones que se encuentran fuera del mundo
laboral. ¿Qué hace la escuela? Consolida la sumisión a la ideología dominante.
Nos transmite valores según los cuales, entre otras iniquidades, la
concentración de la riqueza en pocas manos es algo absolutamente aceptable. La
reproducción de la ideología, sugiere el filósofo, es tan importante como el
garrote para sostener el edificio del capitalismo. La vieja y querida batalla
cultural.
La obra de Althusser (de todo esto se habla en Ideología y
aparatos ideológicos de Estado, de 1969) seguramente ha sido condenada
a envejecer por las nuevas visiones de las sociedades. Y también por la teoría,
que no sólo afectó a la filosofía marxista, de que leer no vale demasiado la
pena. Sin embargo, conserva una fuerza que me empuja a pensar. Pero no en
revoluciones necesarias e improbables, sino en el fútbol cinco.
Sin la mediación poderosa del Estado, es decir gracias al empeño
cotidiano de los particulares, en la canchitas tapizadas de verde artificial se
replica, incluso con afanes didácticos, los pilares ideológicos de ese
escenario tan distinto que es la industria del fútbol profesional.
Una cosa es el juego. Porque el juego implica cierta mímesis con los
héroes del fútbol posta, el que televisan. Entonces veremos, en los picados
nocturnos, cantidad de señores entrados en años y en kilos con botines
fluorescentes (en otra época se usaban mucho las calzas), camisetas con nombres
ilustres en los dorsales y hasta festejos coreográficos. Todo bien. El juego no
sólo es patear la pelota sino volverse niño. Hacer como que. Los adultos no se
animan a pactar como en tiempos remotos: “Dale que vos eras Cristiano Ronaldo y
yo Mascherano”. Pero no hace falta.
El problema es cuando, acaso por imperceptibles derivaciones de la
prédica de algunos comunicadores, la modesta canchita se vuelve caja de
resonancia de la más rancia ideología futbolera.
El apartado más irritante para alguien como yo, con vocación de
delantero y pulmones talle small, es la noción de solidaridad
aplicada selectivamente sólo a la gestión defensiva. “Volvé”, te grita te grita
el zaguero de tu equipo (que corre menos que vos, pero pone cara de
sacrificado) en ocasión de un contraataque adversario que lo somete a zozobra.
No importa si terminaste de hacer la jugada de tu vida en el área enemiga y
estás fusilado. Tenés que volver.
Ni que hablar de los contragolpes que terminan en gol. Ahí los
defensores se levantan en masa (los dos) y le exigen a la mitad atacante
del team un retroceso solidario. Esta vez con un tono más
enérgico, el que emplean las comadres para decir adónde vamos a ir a
parar, que puede marcar el inicio de una escalada de reproches actuales y
de vieja data. Entre la veteranía, la lengua funciona mejor que las piernas después
de los veinte minutos de partido.
Tal noción del esfuerzo colectivo no acepta reciprocidad. Al delantero
jamás se le ocurriría exigirle al defensor (ese trabajador a destajo) que se
mande al ataque todo el tiempo para auxiliar al nueve. Los delanteros están
destinados, según esta tesis, a arreglarse sin refuerzos de la retaguardia.
División del trabajo a rajatabla, en este caso. La tarea de los goleadores es
vital pero solitaria. Paradojas del fútbol cinco en las que resuena el discurso
futbolero con ínfulas académicas y modernista. Ese compuesto de axiomas
tramposos que traficaba como nadie Fernando Niembro.
Porque, tanto en Old Trafford como en la cancha de acá a la vuelta, el
crack tiene que complementar sus destrezas con alguna zambullida a los pies del
rival. Si no, corre peligro de transformarse en un futbolista ocioso,
aburguesado, egoísta, antiguo y al borde de la decadencia. En cambio, a los
esforzados recuperadores de la pelota jamás se les reclama ninguna inflexión
técnica de cierto refinamiento. No hace falta.
Si el fútbol cinco es el espacio de la diversión, ¿por qué calcar el
sistema rígido dominado por señores que nada tienen que ver con nuestras
rutinas recreativas? Tampoco jugamos a lo mismo que los expertos profesionales,
que viven a buen resguardo de nuestra torpeza irreversible. Sin embargo,
reproducimos aquellos valores. Nos obligamos a un vestigio de orden táctico y a
una moral colectiva berreta en lugar de entregarnos al caos. Ya nos aflige el
límite de nuestros propios cuerpos maltrechos. Por qué imponernos otros. Ajenos
y absurdos como una estrategia de dominación.
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