CHARLES
BAUDELAIRE
PEQUEÑOS
POEMAS EN PROSA
SEXTA ENTREGA
VI
/ LAS TENTACIONES, O EROS, PLUTUS Y LA GLORIA
Dos soberbios Satanes y
una Diablesa no menos extraordinaria, han subido en esta última noche la
escalera misteriosa por la que el Infierno asalta la debilidad del hombre que
duerme y se comunica en secreto con él. Han venido a ubicarse gloriosamente delante
de mí, de pie como sobre un estrado. Un esplendor sulfúreo emanaba de estos
tres personajes que, de esta manera, se destacaban contra el fondo opaco de la
noche. Tenían un aire tan orgulloso y tan lleno de dominio que, desde un
comienzo, los tuve a los tres por verdaderos Dioses.
El rostro del primer
Satán era de un sexo ambiguo y tenía también, en las líneas del cuerpo, la
morbidez de los antiguos Bacos. Sus hermosos ojos lánguidos, de un color tenebroso
e indeciso, semejaban violetas cargadas aun de las pesadas lágrimas de la
tormenta, y sus labios entreabiertos como un pebetero cálido, de los que
emanaba el buen olor de una perfumería; y cada vez que suspiraba insectos
almizclados se iluminaban, revoloteando, en los ardores de su aliento.
En torno de su túnica
se enrollaba, a manera de cinturón, una serpiente tornasolada que, con la
cabeza erguida, dirigía hacia él sus ojos de brasa. De este cinturón vivo
pendían, alternando con ampollas llenas de licores siniestros, brillantes
puñales e instrumentos de cirugía. En su mano derecha tenía otra ampolla cuyo
contenido era de un rojo luminoso con una etiqueta con estas singulares
palabras: “Bebed, esta es mi sangre, un perfecto cordial”, en la izquierda, un violín que le
servía, sin duda, para cantar sus goces y dolores, y expandir el contagio de su
locura en las noches de sabbat.
De sus tobillos
delicados colgaban algunos anillos de una cadena de oro partida, y cuando la
tortura que resultaba le obligaba a inclinar sus ojos a tierra contemplaba,
vanidosamente, las uñas de sus pies, brillantes y pulidas como piedras bien
labradas.
Me miró con ojos
inconsolablemente tristes, de los que se derramaba una insidiosa embriaguez, y
me dijo con voz cantarina: “Si tú quieres, si tú quieres, te haré señor de las
almas y serás el amo de la materia viviente, mas aun de lo que es la escultura
de la arcilla; y conocerás el placer, que se renueva sin cesar, de salir de ti
mismo para olvidarte en otro, y de atraer a las otras almas hasta confundirse
con la tuya”.
Y le respondí: “Muchas
gracias! Nada tengo que hacer con esta pacotilla de seres que, sin duda, no
valen más que mi pobre yo. Aunque me avergüenza algo recordar no quiero olvidar
nada; y aun cuando no te conociera, viejo monstruo, tu misteriosa cuchillería,
tus ampollas equívocas, las cadenas que traban tus pies, son todos símbolos que
explican con bastante claridad los inconvenientes de tu amistad. Guárdate tus
dones”.
El segundo Satán no
tenía ni este aire a la vez trágico y sonriente, ni los hermosos modales
insinuantes, ni aquella belleza delicada y perfumada. Era un hombre grande, de
rostro enorme y sin ojos, cuyo pesado vientre caía de sus caderas, y cuya piel
entera estaba dorada e ilustrada como un tatuaje, con una multitud de pequeñas
figuras móviles que representaban las formas innumerables de la miseria
universal. Había hombrecitos extenuados que se colgaban voluntariamente de un
clavo; había pequeños gnomos deformes, flacos, cuyos ojos suplicantes
reclamaban limosna antes que sus manos temblorosas; y luego, viejas madres
llevando abortos prendidos de sus senos extenuados. Había todavía muchos más.
El enorme Satán
golpeaba con su puño sobre su inmenso vientre, del que btotaba un prolongado y tintineante
sonido de metal, que concluía en un vago gemido hecho por numerosas voces
humanas. Se reía, mostrando impúdicamente sus dientes estropeados, con una
enorme risa estúpida, como ciertos hombres de todos los países cuando han
comido bien.
Y este me dijo: “Puedo
darte aquello que todo lo obtiene, aquello que vale todo, aquello que reemplaza
todo!” Y golpeó sobre su vientre monstruoso, cuyo eco sonoro hizo el comentario
de sus groseras palabras.
En cuanto a la
Diablesa, mentiría si no dijera que, a primera vista, le encontré un encanto
particular. Para definir este encanto, no sabría compararla con nada mejor que
con aquellas muy hermosas mujeres ya de vuelta, que parecen no envejecer ya
más, y cuya belleza conserva la magia penetrante de las ruinas. Tenía, a la
vez, un aire imperativo y desgarbado, y sus ojos, aunque abatidos, contenían
una fuerza fascinadora. Lo que más me sorprendió fue el misterio de su voz, en
la que se encontraba el recuerdo de las contraltos
más deliciosas y también la ronquera de las gargantas incesantemente
lavadas por el alcohol.
Y puso en sus labios
una gigantesca trompeta llena de cintas como un mirlitón, con los nombres de
todos los periódicos del mundo, y gritó a través de la trompeta mi nombre, que
rodó por el espacio de cien mil truenos, y que retornó hasta mí repercutiendo en
el eco del más lejano planeta.
“Diablos!” -dije yo,
subyugado a medias- esto es precioso!” Pero al examinar con mayor atención a la
seductora doncella, me pareció vagamente reconocerla, por haberla visto
bebiendo con algunos bobos que yo conocía; y el sonido ronco del cobre trajo a
mis oídos no sé qué recuerdo de una trompeta prostituida.
Por ello le respondí,
con todo mi desprecio: “Vete! No estoy hecho para casarme con la amante de
algunos que no quiero nombrar!”
En verdad que tenía el
derecho de estar orgulloso de una tan valiente abnegación. Pero,
desgraciadamente, me desperté y toda mi fuerza me abandonó. “Por cierto, me
dije, debía estar profundamente adormecido para tener tales escrúpulos. Ah, si
ellas pudieran volver mientras estoy despierto, no me haría el tan delicado!”
Y los invoqué en voz
alta, suplicándoles que me perdonaran y ofreciéndoles deshonrarme tan
frecuentemente como fuera necesario para merecer sus favores; pero, sin duda,
los había ofendido, porque ellos no han vuelto jamás.
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