CASADAS CON EL TRABAJO SUCIO DE LOS ESCRITORES
Fuente
original: http://www.elespanol.com/
Nada de esposas. Fueron editoras,
traductoras, asistentes, chófers,
mecanógrafas, psicólogas, madres, amas de casa y cómplices del proceso
creativo. Pero sólo se les recuerda a ellos: Juan Ramón Jiménez, Hermann Hesse,
Nabokov, Tolstói y Dostoievski.
Hay un poema de Esther Morillas llamado Los largos silencios que retrata, lleno de dulzura
y de sátira, la vida de la mujer del escritor. “No me habla en toda la mañana,
/ pero no está enfadado: / mi novio es escritor, / y cuando lee
o escribe o no hace nada / es que está trabajando. / Trabaja todo el día: los
escritores son gente contumaz / llena de pensamientos. / Acuérdate de mí, le
digo, / cuando lo dejo solo. / Yo sé que piensa en mí sin darse cuenta”. No es fácil convivir con alguien que lleva una novela dentro. No
es fácil lidiar -en techo, mesa y cama; en carne y pensamiento- con el proceso
creativo de otro: la frustración, las manías, las horas muertas mirando a la
pared. Años enteros buscando la frase perfecta, redondeando el personaje
preferido.
A las mujeres de los escritores
siempre se les ha pedido más que paciencia y sustento
económico para que sus maridos pudieran crear:
también han sido sus secretarias, sus editoras, sus traductoras, sus amas de
casa y las madres de sus hijos. Hembras valiosas en la sombra, aguantando todo el peso de la
realidad para que el hombre –EL AMADO LÍDER- pudiese sumergirse en
las ideas. EL ESPAÑOL homenajea sólo a siete de ellas por
el Día de la Mujer Trabajadora,como aproximación a la VIDA SECRETA de genios como Juan Ramón Jiménez, Hermann
Hesse, Nabokov, Tolstói y Dostovieski.
ZENOBIA CAMPRUBI
Quizá una de las
esposas más célebres sea la brillante Zenobia Camprubí,
pareja de Juan Ramón Jiménez, que vivió con el talento medio a enterrar porque
todas sus energías se centraron en subrayar la obra del poeta. “La vida es
vana”, escribía ella. “Un poco de amor, / un poco de odio, / y luego, buenos
días…”. Camprubí resistió a las neurosis depresivas y al carácter enfermizo y
gris de Jiménez con toneladas de alegría innata. Él era un hombre que había
aprendido ya de niño a hacerse el débil para recibir continuamente mimos y
cuidados. Trabajaba en una habitación acolchada. No soportaba ningún agente
externo. Le chirriaba hasta la risa de su amor, y eso que la carcajada limpia
de Camprubí fue lo que lo prendó de ella. Esta es la vida después del The
End: el poeta era un RARITO. Exigía silencio y dedicación.
Ella quiso aislarle
de la sordidez de la vida real y se obligó a mantenerle, a quitarle las
piedrecitas del camino para que pudiese pasar descalzo. Pronto montó un
anticuario, empezó a decorar apartamentos para alquilarlos a diplomáticos
extranjeros y fregaba ella misma sus escaleras. “A Juan Ramón no se le puede
dejar solo en absoluto. ¡Él es queridísimo aunque me vuelva loca!“,
escribía en sus diarios. Remendaba ropa, cocinaba y enseñaba a leer y a
escribir a las mujeres presas en las cárceles. Fue su traductora, su agente, su
psicóloga, su soldado y hasta su madre. También viajera, feminista, defensora
de los niños víctimas de la guerra civil.
En Zenobia Camprubí. Diario de Juventud. Escritos. Traducciones,
publicado por la fundación José Manuel Lara, puede leerse, y en su propio
verbo, quién fue la niña fuerte, poliédrica y enigmática que murió tres días
después de conocer que le iban a dar el Nobel a su marido. Un alivio después de
toda una vida alentándole. Haciéndoselo sencillo. El
premio fue casi suyo: por fin su creación, su proyecto humano -¡él!- tenía
recompensa. En su lecho de muerte se preocupó de poner por
escrito las recomendaciones que tendría que seguir quien fuese a cuidar al
poeta, ahora que ella ya se iba.
VÉRA NABOKOB
Véra Nabokov escribía al
dictado de su marido. Además de su mecanógrafa, fue su secretaria, lectora,
chófer y editora. Su explotada esposa. La mujer que le regaló 52 años de su
vida. La que le perdonó todas las infidelidades y hasta se culpó
de ellas. Él la correspondió adorándola muy torpemente.
Era muy conocido en
la Universidad de Cornell que el profesor Nabokov nunca iba a clase solo. Una sobria señora de cabello blanco conducía cada día su
Oldsmobile. Con caballerosidad invertida, le daba el brazo y le
acompañaba al aula. Entonces ella se sentaba en las primeras filas de la clase
o en el estrado.
Vladimir la llamaba
“mi asistente” y la convirtió en chica para todo:
corregía sus exámenes, le sustituía en clase, buscaba la página exacta de la
obra de la que estaba hablando y hasta ilustraba sus palabras en el pizarrón,
como para acompañar. Muchos creían que era una
suerte de guardaespaldas que llevaba una pistola en el bolso, por lo
que pudiese pasar. Otros, que era su madre. Y unos últimos, que era una amante
celosa que le seguía a todas partes para evitar que otras mujeres se le
acercasen.
Pero Véra era un
ser sobresaliente: licenciada en lenguas modernas en la
Sorbona, curiosa y cultísima, abandonó su carrera para engordar la
de su marido. Estuvo ahí cuando el estilo de él aún dejaba mucho que desear.
Cuando la prosa de Nabokov, según sus palabras, aún era “caliente y húmeda”.
Ella pulió, cortó,
arregló, como una jardinera fiel. Negoció sus contratos editoriales, corrigió
sus cuentos en alemán y su poesía en italiano. También fue Véra la que
salvó a LOLITA de las llamas cuando Vladimir, en un arranque de
frustración, decidió arrojarlo a la chimena. Quiso procurarle
siempre una vida tan plácida que hasta buscó un sistema para que las mariposas
que coleccionaba murieran con el menor dolor posible. Su esqueleto aún late
bajo una lápida que reza “Esposa, musa y agente”.
SOFÍA BEHRS
Escritora y
fotógrafa. Conoció a Tolstói con 18 años, cuando él ya era un autor aplaudido
por su novela Los cosacos. Se casaron ese mismo
año y tuvieron trece hijos, aunque sólo ocho llegaron a la edad adulta -ella,
rota de tristeza, intentó convencerle para que usaran anticonceptivos, pero él
siempre se negó y hasta la acusó de mostrarse demasiado afligida-.
Sofía se encargó de
la promoción y de las finanzas de Tolstói y copió siete veces el manuscrito de
GUERRA Y PAZ. “Recuerdo cómo esperaba, después del trabajo cotidiano de Lev
Nikolaievich, y con cuánta ansia me apresuraba a transcribirlo, encontrándole
siempre bellezas nuevas. Pero en la décima transcripción del mismo escrito ya
no hay nada. Ahora esto me mata. Tengo que empezar a hacer algo
para mí misma, si no quiero que se me marchite el alma”.
También fue su
diarista, atenta a cada hora a él para documentar su vida. De la admiración que
sentía por el genio pasó a la frustración por sus vaivenes y sus cambios de
humor: él llegó hasta a reprocharle tener mastitis. “Es
monstruoso no dar el pecho a tu hijo -me ha dicho él. ¿Y quién pretende lo
contrario? ¿Pero qué hacer frente a una imposibilidad física? Siento que está
siendo injusto. ¿Por qué torturarme una y otra vez?”, escribe.
Los últimos años
fueron una pesadilla. El temperamento de ella, por fin, se agria, y se vuelve
celosa y paranoica. Otro gran punto de conflicto fue el deseo del
escritor de donar todos sus bienes y derechos a la humanidad en vez de a su
familia. A los 81 años, Tolstói la abandonó. Murió diez días
después.
MARÍA BERNOULLI, RUTH WENGER Y NINON DOLBIN
Fueron las tres esposas de Hermann
Hesse, un hombre incapaz de amar de verdad, de construir una vida familiar. “Lo
que en el pensamiento y en el arte constituye para mí una preferencia, en la
vida -y especialmente con las mujeres- con frecuencia me causa problemas: no
soy capaz de centrar mi amor, de amar una cosa o a una persona en concreto,
sino que debo amar la vida y el amor en general”, dice Hesse. Él siempre las
desprestigió y habló mal de ellas.
María era pianista
y pionera de la fotografía en Suiza. Dejó su trabajo para que él pudiera
escribir y viajar para cazar ideas. Así, ella cocinaba, pasaba a limpio sus
manuscritos, organizaba sus mudanzas. Ella, nueve años mayor que él,
llegó a pedir como regalo de cumpleaños dos días libres para irse de excursión.
Ruth era una cría
encandilada de la estrella. Su relación consistía, según ella, en que “Hesse ordenaba y yo obedecía”, sin recibir nunca “ni una sola
muestra de cariño”. Se comunicaban por escrito viviendo bajo el
mismo techo.
Su primera mujer
acabó en el psiquiátrico -tras confesarle él una infidelidad- y la otra,
enferma de tuberculosis ante su mirada hueca. Será Ninon Dolbin su relación más duradera y la
encargada de ocuparse, con infinito cuidado, de su legado literario. Había
estado enamorada del neurótico Hesse toda la vida y se dedicó a esperar,
paciente, su turno. Dio igual: la única obsesión del
escritor era su obra y no hubo mujer que lo distrajese de su trabajo,
por más que algunos personajes tengan algo de ellas. Cuando murió, dejó de
recuerdo cientos de misivas en las que confiaba a sus amigos cuánto odió a sus
mujeres.
ANNA SNÍTIKA
“Mi corazón estaba
lleno de ternura hacia Dostoievski, que había sobrevivido al infierno del
exilio. Soñaba con ayudar al hombre que había escrito unas novelas que
tanto adoraba”, escribió Anna en sus memorias, en pleno fenómeno fan. El autor ruso se declaró a su
taquígrafa -de 20 años- sólo un mes después de conocerse. Él ya tenía 45 y su
descubrimiento fue un soplo de aire fresco. Anna ayudó a Fiódor a terminar la
última versión de El jugador y la tuvo siempre
como secretaria y compañera. Ella sentía gran empatía y compasión por sus
personajes: llegaba incluso a llorar mientras él le dictaba un texto.
Sobrevivieron a las
penurias de los últimos años gracias a la hábil gestión de Anna. También hizo malabares económicos cuando él dilapidaba al caudal
familiar. Trataba su adicción al juego como una enfermedad, no como
un vicio. Cuando Fiódor murió, ella se dedicó a publicar sus obras y a hacer
florecer el museo del escritor. No rehizo su vida nunca. “¿Con quién me podría casar después de con Dostoievski? ¿Con Tolstói,
quizá?”, lanzó,
irónica y amarga.
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