CONFERENCIA
DE RUBÉN DARÍO SOBRE JULIO HERRERA Y REISSIG (1)
(Teatro
Solís / 11 de julio de 1912)
Confieso que mi
conocimiento de la admirable y extraña personalidad de que voy a ocuparme, es
muy reciente. Cierto es que, según tengo entendido, aun en su mismo país Julio
Herrera y Reissig ha sido el poeta de una juvenil “élite”. De su obra no se ha
publicado sino un volumen, y que ha llegado a mis manos. Casi toda ella se esparció
en diarios y revistas literarias. Sé, además, que esa producción que tiene de
lo exquisito, de lo ingenuo, de lo nervioso, de lo culto, de lo agitado, de lo
puro, de lo impuro, de lo sensitivo, de lo elegante, de lo sabio, de lo atrevido,
ha sido objeto naturalmente, precisamente de discusiones y de comentarios
favorables o contrarios, entusiásticos y negativos. Se determina, pues,
innegablemente, la figura de un poeta de excepción, de un rato poeta, cuyo
verdadero valor pesará y fundirá el tiempo; un tiempo seguro, no muy lejano.
Pero, ante todo, que no
pueda creerse en mí un deseo de hacer la apología de lo anormal; y que no se
encuentre, por otra parte, sino la voluntad desde antaño demostrada de no
proclamar ni admitir ninguna clase de dogmatismo, en materia de arte. Por lo
que toca a los casos de excepción, diré como dirían el francés M. de Lapalisse
y el español Pero Grullo, que son excepcionales. Si no hay que imitar a nadie,
según el consejo del más poderoso de los músicos teutones, dicha saludable
advertencia adquiere el máximum de su utilidad cuando se trata de los no
comunes, de los singulares, de los personales.
Con tal prevención,
paso a hacer mi visita a la misteriosa torre del encantado poeta desaparecido,
llegando respetuoso por la avenida de nuestras glorias pasadas, y no sin
saludar en lo presente, con mi intelectual devoción, la morada solariega de
Acevedo Díaz, el castillo nobiliario de Zorrilla de San Martín y el palacio de
mármol de Rodó.
La historia del
movimiento de ideas que cambiara el modo de pensar y los procedimientos, en la
poesía castellana en estos últimos tiempos, y cuyo primer impulso partió de
América, está por escribirse. Casi todos los que han tratado de ello, en
someros artículos han demostrado escaso conocimiento del asunto, y han errado
hasta en detalles cronológicos. Y por lo que respecta al iniciador y a sus
principales seguidores, puede aplicárseles lo que Gustavo Kahn dice de los hoy
veteranos del pasado simbolismo francés: “han oído sobre sus obras más
tonterías que los cuadros del museo”. Ese movimiento de ideas tuvo en cada una
de nuestras repúblicas y en España, entre sus mantenedores, un representante principal.
En el Uruguay, no hay duda de que fue el angélico y visionario soñador de
sangre patricia, quien pudo más que ningún otro ante los anhelos de una de las
juventudes más ardientes y animadas de claridad de todo el continente
Donner
un sens plus pur aux mots de la tribu.
Como sucede en casos
semejantes, su historia me ha llegado vestida de su leyenda.
Veo por alguna
interviú, por otra parte hecha con mucho talento, que se hace aparecer como un “poète maudit”; prefiere, en todo caso,
la definición de uno de sus compatriotas: “El poeta más raro, el lítico más
triste, el pecador más esteta, el jilguero de sangre más azul, el loco más
ardiente, más fogoso, más bueno y más encantador que haya tenido el Plata”.
Comprendo que sufrió, desde luego, la tristeza correspondiente a su hipersensibilidad,
a su intravisión del mundo y a su inadaptación de las cosas corrientes de la
vida. Como el “albatros” del mal del maestro Baudelaire, las grandes alas le
impidieron andar. Vivía, pues, a mi entender, out of the world, fuera de nuestro común ambiente, en perpetua atmósfera
de entresueño y de irrealidad, víctima de una mágica fatalidad divina, algo
como un Beau-du-bois-dormant, a quien
habla de despertar con su beso la más pálida y enigmática de las reinas, para
mostrarle, ya en su reino desconocido, la aurora de la gloria.
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