RASHÔMON: NATURALEZA VS. CIVILIZACIÓN
Por Guillermo Lara Villareal
(ICONICA
/ 4-7-2017)
A pesar de la niebla
es bello
el Monte Fuji
Matsuo
Bashō
El cine no es literatura. Sus virtudes no se
limitan a la narración de una historia, ni sus fracasos se reducen a su
incapacidad de desarrollarla con coherencia, ingenio y plenitud. Todos los
materiales del cine hablan y, como procedentes de una armonía preestablecida,
ocupan un puesto específicamente diseñado para que, en él, cada uno ejerza su
función. No sólo el guión y su ejecución histriónica, sino también la posición
y el movimiento de la cámara, las luces, los colores, los sonidos, las sombras,
el decorado, los silencios, los espacios y sus objetos, la música y sus
tiempos. Cuando el autor realmente tiene algo que decir, no dota únicamente de
significado a la aún potencial historia en el guión, sino, igualmente, a todo
lo que dispone en escena, a lo que captura a cuadro y a lo que compone durante
el montaje.
La locación misma puede bastar para que, a su
través, el filme exponga toda una postura conceptual, oculta, sin embargo, en
el marco audiovisual que, aunque colabore con el desarrollo de la trama, se
independiza de ella, tal como, por ejemplo, lo logra Akira Kurosawa en Rashōmon (1950).
La historia transcurre, fundamentalmente, en tres
escenarios, cuyas funciones trascienden el servicio de soporte o de superficie
para los objetos y sujetos, en ellos dispuestos. Más que situar, su labor es
de-finir: demarcan límites espaciales tan evidentes que, en el paso de uno a
otro, se distinguen, también los tiempos. En una maniobra que emula grandezas
apenas alcanzadas por acontecimientos como el Guernica (1937)
de Pablo Picasso, Kurosawa (Tokio, 1910-98) dota de contraste a una obra
blanquinegra: definitivamente, un lugar es distinto al otro. Y, cuando los
mismos personajes aparecen, en escenas consecutivas, con entornos distintos,
sin la necesidad de incorporar rótulos que indiquen la temporalidad de la
acción, se definen, igualmente, las diferentes dimensiones temporales en que
cada una acontece. Técnica recientemente explotada en la popular cinta El
origen (Inception, Christopher Nolan, 2010), donde
contrastantes escenarios sirven de indicadores para los distintos niveles de
realidad.
En Rashōmon, el contraste se forma
entre la imagen de unos frágiles edificios de madera, evidentemente
abandonados, que, casi con sufrimiento, se resisten ante una impetuosa lluvia
cuya única prohibición parece ser la rendición; un extenso bosque caluroso que
sólo perturba su tranquilidad vegetal con un riachuelo que, cual cicatriz, le
sirve de tatuaje; y un cercado y desolado patio que únicamente abandona su
vacuidad cuando alguien ocupa, inmóvil, un lugar determinado. Tríada
situacional a cuyo través se escenifica una pugna de pulsiones que batallan por
la hegemonía, tal como se representa en el primero de los escenarios.
La puerta de Rashō, vestigio humano que apenas
sirve de refugio para unos hombres agazapados que, resguardándose de la
encarnizada lluvia, revelan su conmoción interna: la humanidad agoniza, amaga
con derrumbarse al ceder ante sus más salvajes impulsos, como las delgadas
estructuras que tímidamente los protegen. La civilización está arrinconada por
la violencia con que la naturaleza la somete: la tormenta que simula
perennidad, consume al hombre desde dentro. El nihilismo que se detecta en el
discurso de los personajes y en el abatimiento que, con su expresión, dibujan,
se refleja en el ambiente mismo: el horizonte está perdido, la neblina de la
demencia está por cubrirnos, mientras, débilmente, buscamos protección en una
sociedad resquebrajada en la que apenas nos reconocemos y que a punto está de
desaparecer; la razón y la concordia han sido intercambiadas por la pasión
egoísta, enemiga de quien se atreva a comprometer la propia satisfacción.
Por ello, ante el efecto pluvial, este primer
escenario es ruidoso y brumoso. La escasa claridad se concentra en el primer
plano, como si el derredor hubiera sido devorado por la nada. Reflejo orgánico
del caos interno. Y cuando el espíritu del individuo se agrieta, su comunidad
palidece por igual: los personajes se hablan sin mirarse de frente, como si,
aún reconociéndose, comenzaran a extrañarse. Ante el derrumbe de la civilidad,
el temor es la base de las relaciones, y la propia supervivencia, el motivo de
las acciones.
Tal espíritu se resquebrajó cuando fue dominado por
lo natural, metáfora del segundo escenario. Poblado bosque en el que apenas se
percibe una mínima intervención humana: la vegetación enclaustra a los escasos
espacios abiertos, ocultos de la luz solar, incapaz de penetrar el filtro de
las frondosas ramas, pero no de su radiación, manifiesta en las altas
temperaturas que el sudor de los cuerpos sugiere. A diferencia de la situada
presencia en la puerta de Rashō, aquí gobierna la libertad: el espíritu humano
no limitado por las reglas sociales. La locación es extensa y la cámara no
vacila en recorrerla a través de largas, cansadas y hasta repetidas caminatas.
El cambio es un valor de lo silvestre, parcialmente reprimido por la
estabilidad de las instituciones. Aquí, el movimiento es incesante: de los
lugares, de los tiempos, de las pasiones, de las historias, de las verdades. Es
aquí donde el interno salvajismo, reflejado en las orgánicas circunstancias, se
materializa en la comisión del homicidio. Las fervientes pasiones humanas se
han desbordado, violando las dignidades de la ley y del honor.
«No tengo castillo, yo hago de mi mente inamovible
mi castillo.»[1] Ese
que, al dejarse perturbar, agoniza bajo la lluvia. Ese que, sometido por lo
natural, fue traicionado por el vigor del propio corazón. El deseo, de
riquezas, de los cuerpos, de venganza, presidió las decisiones que gobernaron
en la espesura, cuando lo natural fundó la inhumanidad. O, como visualmente se
representa, cuando la desapareció, cubriéndola bajo sus propios efectos, sus
propios productos y su propia apariencia.
Exactamente contrario al sitio
que representa el tercer escenario: un tribunal de justicia, epítome de la
civilización y la cultura. La superposición de escenas que, de un decorado a
otro, van y vienen, confecciona un sublime contraste: lo silvestre y lo social
se suceden continuamente, armonizando las direcciones opuestas que cada uno
encabeza. Ahora, el caos pasional se sustituye por un orden riguroso, en el que
cada objeto y cada cuerpo ocupa el lugar específico que, casi por ley, le
corresponde, sin que algún otro se le convierta en un estorbo: todos los
colores están dentro de sus líneas. La cámara está, prácticamente, inmóvil.
Apenas se acerca o se aleja de los testigos, pero sin hacer movimientos
laterales ni, mucho menos, recorridos kilométricos como otrora, en el bosque.[2] Y es que tampoco tiene
mucho terreno para recorrer, ya que el límite del espacio está firmemente
definido por un muro que, además de protección, consolida una separación entre
la extrañeza de lo natural y la propiedad de la civilización.
La vehemencia del carácter se
vuelve, ahora, una humilde sumisión. Las pasiones disolutas han sido,
nuevamente, restringidas: el ladrón se encuentra atado y la mujer apenas se
atreve a levantar la mirada. Autocontrol que se representa en la elaboración
misma de las tomas, ya que, a diferencia de su, a veces, excesiva extensión en
los parajes boscosos, aquí, parecen apelar más a la eficiencia: muestran lo que
los testigos tienen que decir y nada más, sin alargarse gratuitamente pero
otorgándole relevancia a cada palabra pronunciada. Los jueces, sin embargo,
permanecen invisibles. Ni siquiera podría suponerse que tal puesto es ocupado
por el espectador, en tanto que los testigos no miran directamente a la cámara
cuando ofrecen su declaración. Tal ausencia podría representar la
reconciliación con los valores samuráis, anteriormente abandonados: «El
Auténtico samurái sólo tiene un juez de su propio honor, y es él mismo. Las
decisiones que tomas y cómo las llevas a cabo son un reflejo de quien eres en
realidad.»[1] La rectitud de la razón y la conducta legitima el examen de
conciencia. Por eso, mientras que en el estado salvaje reina la inocencia, en
la civilización todos tenemos algo de culpa.
Esa es la denuncia final que, de vuelta en la
puerta, se prorrumpe contra la humanidad. «Es difícil sobrevivir si no eres
egoísta», sentenciaba el peregrino después de arrebatarle un kimono y un amuleto
a un recientemente encontrado bebé abandonado, y tras acusar al leñador de,
igualmente, haberse robado la daga con diamantes que, presuntamente, había
descubierto en el bosque. La lucha por la propia supervivencia se levanta como
la potencia dominante del espíritu humano: la fiereza natural celebra su
victoria… Apenas por un instante, pues desde las ruinas de la desesperanza
germina la semilla de la redención: desafiando al egoísmo, el leñador, no
obstante su pobreza, decide adoptar al niño. Y así, desde su entronizada
victoria, la salvaje naturaleza es conquistada por la sencillez de un acto
piadoso que, sin saberlo, salvó a la humanidad: súbitamente, la torrencial
lluvia que simulaba infinitud se detiene; haciendo brotar de sus cenizas la
claridad del silencio que anuncia la nuevamente adquirida serenidad de la
mente; el caos ha sido reordenado, mientras Rashōmon resistía.
El impulso pasional ha sido dominado, se han acallado las tormentas y se ha
consolidado, aunque sea momentáneamente, la paz.
[2] Con excepción de cuando la médium realiza el ritual para que el
muerto testifique, quizás, por la violencia que, para la estabilidad de la
razón, ello representa.
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