ESCRITOS DE HORACIO QUIROGA
CUADRAGESIMOTERCERA
ENTREGA
Los trucs del perfecto cuentista
(*) (2)
“Sólo
es capaz de evocar un color local quien, sin conciencia de su posición, ha sido
un día color de esa localidad”. Esta frase concluye la estadística que
mencionamos. Nosotros solemos decir, sin lograr entendernos mucho: el ambiente,
como la vida, el dolor y el amor, hay que vivirlos.
Sentado
esto, ¡cuán pobre sería nuestra literatura de ambiente si para ejercerla
debiéramos haber sido previamente un anónimo color local!
Existe,
por suerte, un truc salvador. Gracias a él los relatos de ambiente no nos
exigen esa conjunción fatal de elementos nativos, por la cual un paisaje
requiere un tipo que lo autorice, y ambos, una historia que los justifique. La
justificación del color, mucho más que la del tiraje, ha encanecido
prematuramente a muchos escritores.
El
truc salvador consiste en el folklore. El día en que el principiante avisado
denominó a sus relatos, sin razón de ser, “obra de folklore”, creó dos grandes
satisfacciones: una patriótica y la otra profesional.
Un
relato de folklore se consigue generalmente ofreciendo al lector un paisaje
gratuito y un diálogo en español mal hablado. Raramente el paisaje tiene nada
que ver con los personajes, ni estos han menester de paisaje alguno para su
ejercicio. Tal trozo de naturaleza porque sí, sin embargo; la lengua de los
protagonistas y los ponchos que los cobijan caracterizan, sin mayor fusión de
elementos que la apuntada, al cuento de folklore.
No
siempre, cierto es, las cosas llegan a esta amplitud. A veces es sólo uno el
personaje; pero entonces el paisaje lo absorbe todo. En tales casos, el
personaje recuerda o medita en voz alta, a fin de que su lenguaje nativo
provoque la ansiada y dulce impresión de color local nacional, esto es, de
folklore.
En
un tiempo ya lejano se creyó imprescindible en el cuento de folklore el relatar
las dos o tres leyendas aborígenes de cada rincón andino. Hoy, más diestros,
comprendemos bien que una mula, una terminación viciosa de palabra y una manta
teñida (a los pintores suele bastarle sólo lo último) constituyen la entraña
misma del folklore nacional.
El
resto -podríamos decir esta vez con justicia- es literatura.
Varias
veces he oído ensalzar a mis amigos la importancia que para una viva impresión
del color local tienen los detalles de un oficio más o menos manual. El
conocimiento de los hilos de alambrado, por números, el tipo de cuerdas que
componen los cables de marina, su procedencia y su tensión, la denominación de
los gallos por su peso de riña: estos y cada uno de los detalles de técnica,
que comprueban el dominio que de su ambiente tiene el autor, constituyen trucs
de ejemplar eficacia.
“Juan
buscó por todas partes los pernos (bulones, decimos en técnica) que debían
asegurar su volante. No hallándolas, salió del paso con diez clavos de ocho
pulgadas, lo que le permitió remacharlos sobre el soporte mismo y quedar
satisfecho de su obra.”
No
es habitual retener en la memoria el largo y grueso que puede tener un clavo de
ocho pulgadas. El autor lo recuerda, indudablemente. Y sabe, además, que un
clavo de tal longitud traspasa el soporte en cuestión -sin habernos advertido,
por otra parte, qué dimensiones tenía aquel. Pero este expreso olvido suyo,
esta confusión nuestra y el haber quedado el personaje satisfecho de su obra
son pequeños trucs que nos deciden a juzgar vivo tal relato.
(*)
Publicado en El Hogar, Bs. As., año
21, nº 814, 22 de mayo de 1925.
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