ESCRITOS
DE HORACIO QUIROGA
CUADRAGESIMOPRIMERA
ENTREGA
El manual del perfecto cuentista
(*) (3)
De
acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truc más eficaz
(o eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos
viejas fórmulas abandonadas, y a las que un tiempo, sin embargo, se entregaron
con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellos son:
“Era
una hermosa noche de primavera” y “Había una vez…”
¿Qué
intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza
de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada
en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen, ni nada sugieren a
nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar en su éxito… si el
resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que
un inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del
cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de
un hombre al que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente
encubierta: “¡Cuidado! ¡Es hermosísima!”
Existe
un truc singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se
lo usa con mala fe.
Este
truc es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura el lugar
común. “Pálido como la muerte” y “Dar la mano derecha para obtener algo” son
dos bien característicos.
Llamamos
lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el
más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en
verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del
pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día
que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por
casualidad los pisó.
Esta
es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la
frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran.
Ponerse
pálido con la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de
serlo cuando al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos
hasta la muerte.
“Yo
insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo se negaba. Y con un
breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que
yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero
lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano
derecha por quitarle el barro de los zapatos.”
Es
natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No
lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende
la frase fuera de su ubicación sicológica habitual, y aquí está la mala fe.
El
tiempo es breve. No son pocos los trucs que quedaron por examinar. Creo
firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truc de la contraposición de
adjetivos, el del color local, el truc de las ciencias técnicas, el del
estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de
los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera,
rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales…
(*)
Publicado en El Hogar, Bs. As. año
21, nº 808, 10 de abril de 1925.
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