ESCRITOS DE HORACIO QUIROGA
CUADRAGESIMOCUARTA
ENTREGA
Los trucs del perfecto cuentista
(*) (3)
A
este género de detalles pertenecen los términos específicos de una técnica
siempre de gran efecto: “El motor golpeaba”.
“Hizo una bronquitis”.
He
observado con sorpresa que algunos cuentistas de folklore cuidan de explicar
con llamadas al pie, o en el texto mismo, el significado de las expresiones de
ambiente. Esto es un error. La impresión del ambiente no se obtiene sino con un
gran desenfado, que nos hace dar por perfectamente conocidos los términos y
detalles de vida del país. Toda nota explicativa en un relato de ambiente es
una cobardía. El cuentista que no se atreve a perturbar a su lector con giros
ininteligibles para este debe cambiar de oficio.
“Toda
historia de color local debe dar la impresión de ser contada exclusivamente
para las gentes de ese ambiente.” Tercer aforismo de la estadística.
Entre
los pequeños trucs diseminados por un relato, se cual fuere su género, hay
algunos que por la sutileza con que están disfrazados merecen especial
atención.
Por
ejemplo, no es lo mismo decir: “una mujer muy flaca, de mirada muy fija y con
vago recuerdo de ataúd”, que: “Una mujer con vago recuerdo de ataúd, muy flaca
y de mirada muy fija”.
En
literatura, el orden de los factores altera profundamente el producto.
Según
deduzco de mis lecturas, en estas ligeras inversiones, de apariencia frívola,
reside el don de pintar tipos. He visto una vez a un amigo mío fumar un
cigarrillo entero antes de hallar el orden correspondiente a dos adjetivos. No
un cigarrillo, sino tres tazas de café, costó a un celebérrimo cuentista
francés la construcción de la siguiente frase:
“Tendió
las manos adelante, retrocediendo…” La otra versión era, naturalmente: “Retrocedió,
tendiendo las manos adelante…”
Estas
pequeñas torturas del arte quedan, también naturalmente, en el borrador de los
estilos más fluidos y transparentes.
Los
cuentos denominados “fuertes” pueden obtenerse con facilidad sugiriendo
hábilmente al lector, mientras se le apenas con las desventuras del
protagonista, la impresión de que este saldrá bien librado. Es un fino trabajo,
pero que se puede realizar con éxito. El truc consiste, claro está, en matar, a
pesar de todo, al personaje.
A
este truc podría llamársele “de la piedad”, por carecer de ella los cuentistas
que lo usan.
De
la observación de algunos casos, comunes a todas las literaturas, parecería
deducirse que no todos los cuentistas poseen las facultades correspondientes a
su vocación. Algunos carecen de la visión del conjunto, otros ven con
dificultad el escenario teatral de sus personajes, otros ven perfectamente ese
escenario, pero vacío, otros, en fin, gozan del privilegio de coger una
impresión vaga, aleteante, podríamos decir, como un pájaro todavía pichón que
pretendiera revolotear dentro de una jaula que no existe.
En
este último caso, el cuentista escribe un poema en prosa.
El
arte de agradar a los hombres, al de aquellos a que se denomina generalmente “escritores
para hombres”, se consigue en el cuerpo bastante bien escribiendo mal el
idioma. Me informan de que en otros países esto no es indispensable. Entre
nosotros, fuera del arbitrio de exagerar por el contrario el conocimiento de la
lengua, no conozco otro eficaz.
Sobre
el arte de agradar a las mujeres, el de aquellos a que se denomina generalmente
“escritor para damas”, tampoco hemos podido informarnos con la debida atención.
Parecería ser aquel un donde particularísima sensibilidad, que escapa a la
mayoría de los escritores.
(*)
Publicado en El Hogar, Bs. As., año
21, nº 814, 22 de mayo de 1925.
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