16/10/17

SANDINO NÚÑEZ


DOS PARÁBOLAS VIOLENTAS


SEGUNDA ENTREGA


1. más de Edipo o de Zenón [1] (2)



El coyote, ACME y el pájaro eran la misma máquina, o tres piezas de una sola máquina técnica ilimitada (plenamente expuesta en la propia vida del coyote): el correcaminos es el objeto real-imposible que obtura la simbolización y dispara la compulsión tecnológica, ACME es la objetivación misma de la fantasía tecnológica que hace del pájaro un objeto real imposible y del coyote un delirio posesivo, y el coyote es el operador del circuito que genera la plusvalía pulsional que mantiene y potencia la locura delirante de toda la máquina. Los tres están, desde siempre, ensamblados y funcionando. Y sólo el coyote, claro está, tenía la potencia para saber (para saber la imposibilidad), era la potencia de una heterogeneidad con respecto al ensamblaje lineal de la tecnología y la máquina, era el elemento del conjunto capaz de subvertir al conjunto y elevarlo a una dimensión nueva. Como el proletariado.


Y a pesar de esta revelación, de este milagro de último momento, el coyote cae y muere. Pero inmediatamente está de regreso, corriendo tras el correcaminos en algún desfiladero del desierto de Nuevo México, California o Mojave, o abriendo un paquete que el correo le acaba de enviar con algún otro artefacto ACME. Vuelta a empezar el ciclo tecnológico del fracaso. Entendemos que su muerte fue una pequeña muerte, pero también un reset: su cerebro fue lavado y su memoria borrada. No hay proceso ni despliegue ni historia ni significado: hay funcionamiento, eternidad, repetición y recaída. Pero mientras dura el milagro el Coyote ha dado con el lugar de la enunciación. Se ha postulado a sí mismo. Ha logrado escapar del circuito tecnológico de la vida, ha entendido su vida como ficción, ha atravesado océanos de lenguaje y de historia para dejarnos su reproche melancólico, para interpelarnos como sus semejantes.


Y nosotros, ¿merecemos la grandeza de este gesto del héroe? Sí, retroactivamente. Porque es su gesto lo que nos hace grandes a nosotros: hasta hace un segundo éramos los que reíamos estúpidamente mirando la pantalla; ahora somos su Otro, por un segundo estamos a la altura de su espíritu. De todos modos, lo que importa es que en ese instante mínimo, él —esa pieza ciega de la máquina trágica— adquiere todo el espesor dramático de un sujeto, de una lucidez, de una inteligencia. Es el instante preciso en el que acepta la muerte: el accidente definitivo e inevitable cuya aceptación o simbolización destruye y descentra toda la realidad y la pone a decir algo nuevo, algo distinto de lo que ha venido diciendo desde siempre. Por un segundo no habrá más prótesis: ya no creerá que las superpiernas fracasaron porque debían completarse o perfeccionarse con un exoesqueleto aerodinámico para cabeza y tronco y con un traje de neopreno con alas, o porque hay que trazar un nuevo plan tecnológico y explorar a fondo líneas alternativas como el magnetismo, la fisión nuclear aplicada a zapatos deportivos, los motores de antimateria. Por un segundo habrá sujeto y conciencia, habrá el saber negativo, el saber de la imposibilidad, y se abrirá un universo nuevo de significación y sentido. Pero antes, casi al mismo tiempo, todo el lenguaje, toda la historia y todo el mundo anterior debieron ser destruidos. 


Notas


[1]  Debo este ejemplo, en buena medida, a mi amigo Amir Hamed. Él lo utilizaba en sus clases en la Universidad para explicar la anagnórisis. En ese sentido, pero radicalizándolo un poco, es que yo lo tomo. Él decía algo así como que “el Coyote es un experto en anagnórisis”, y la expresión debe tomarse muy en serio: es un experto, y ése es el problema: es un experto, y no un sabio.

No hay comentarios: