SANDINO NÚÑEZ
DOS PARÁBOLAS VIOLENTAS
SEGUNDA ENTREGA
El
coyote, ACME y el pájaro eran la misma máquina, o tres piezas de una
sola máquina técnica ilimitada (plenamente expuesta en la propia vida del
coyote): el correcaminos es el objeto real-imposible que obtura la
simbolización y dispara la compulsión tecnológica, ACME es la
objetivación misma de la fantasía tecnológica que hace del pájaro un objeto
real imposible y del coyote un delirio posesivo, y el coyote es el operador del
circuito que genera la plusvalía pulsional que mantiene y potencia la locura
delirante de toda la máquina. Los tres están, desde siempre, ensamblados y
funcionando. Y sólo el coyote, claro está, tenía la potencia para saber (para
saber la imposibilidad), era la potencia de una heterogeneidad con respecto al
ensamblaje lineal de la tecnología y la máquina, era el elemento del conjunto
capaz de subvertir al conjunto y elevarlo a una dimensión nueva. Como el
proletariado.
Y a pesar de esta
revelación, de este milagro de último momento, el coyote cae y muere. Pero
inmediatamente está de regreso, corriendo tras el correcaminos en algún
desfiladero del desierto de Nuevo México, California o Mojave, o abriendo un
paquete que el correo le acaba de enviar con algún otro
artefacto ACME. Vuelta a empezar el ciclo tecnológico del fracaso.
Entendemos que su muerte fue una pequeña muerte, pero también un reset:
su cerebro fue lavado y su memoria borrada. No hay proceso ni despliegue ni
historia ni significado: hay funcionamiento, eternidad, repetición y recaída.
Pero mientras dura el milagro el Coyote ha dado con el lugar de la enunciación.
Se ha postulado a sí mismo. Ha logrado escapar del circuito tecnológico de la
vida, ha entendido su vida como ficción, ha atravesado océanos de lenguaje y de
historia para dejarnos su reproche melancólico, para interpelarnos como sus
semejantes.
Y nosotros,
¿merecemos la grandeza de este gesto del héroe? Sí, retroactivamente. Porque
es su gesto lo que nos hace grandes a nosotros:
hasta hace un segundo éramos los que reíamos estúpidamente mirando la pantalla;
ahora somos su Otro, por un segundo estamos a la altura de su espíritu. De
todos modos, lo que importa es que en ese instante mínimo, él —esa pieza ciega
de la máquina trágica— adquiere todo el espesor dramático de un sujeto, de una
lucidez, de una inteligencia. Es el instante preciso en el que acepta la
muerte: el accidente definitivo e inevitable cuya aceptación o simbolización
destruye y descentra toda la realidad y la pone a decir algo nuevo, algo
distinto de lo que ha venido diciendo desde siempre. Por un segundo no habrá
más prótesis: ya no creerá que las superpiernas fracasaron porque debían
completarse o perfeccionarse con un exoesqueleto aerodinámico para cabeza y tronco
y con un traje de neopreno con alas, o porque hay que trazar un nuevo plan
tecnológico y explorar a fondo líneas alternativas como el magnetismo, la
fisión nuclear aplicada a zapatos deportivos, los motores de antimateria. Por
un segundo habrá sujeto y conciencia, habrá el saber negativo, el saber de la
imposibilidad, y se abrirá un universo nuevo de significación y sentido. Pero
antes, casi al mismo tiempo, todo el lenguaje, toda la historia y todo el mundo
anterior debieron ser destruidos.
Notas
[1] Debo este ejemplo, en buena
medida, a mi amigo Amir Hamed. Él lo utilizaba en sus clases en la Universidad
para explicar la anagnórisis. En ese sentido, pero radicalizándolo
un poco, es que yo lo tomo. Él decía algo así como que “el Coyote es un experto
en anagnórisis”, y la expresión debe tomarse muy en serio: es un experto,
y ése es el problema: es un experto, y no un sabio.
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