ANNA RHOGIO
EN MONTEVIDEO AMAMOS EL MAR
(para peques un poco grandecitos)
Esa tarde calurosamente húmeda,
el abuelo Mac, Iosh, Abril y Emanuel, caminaron hasta el Puerto del
Buceo soportando el agobio de la atmósfera sofocante, con la promesa
de pasar un tiempo al lado del mar.
Después de aliviar los cansados
pies en el agua de la pequeña playa se sentaron a merendar en la
arena ocre y mojada. El aire y el silencio podían cortarse con la cuchilla
de picar cebollas.
La placidez del instante nublado
les borraba los deseos de hablar.
Observaron detenidamente detalles del
paisaje envuelto en una salobre armonía gris y la fantasmal neblina que bailaba
sin prisa entre los arbustos y los pastos costeros.
A medida que se alargaban las oscuridades,
Iosh y Emanuel miraban recelosos por encima de los hombros hacia el lugar
del descanso eterno de las almas.
-¿Y si apareciera alguno? -preguntó
el peque.
Iosh, que ya es grandecito, lo
tranquilizó:
-No seas bobo, amigo. Ya duermen en
paz.
-Menos mal.
La mansa corriente jugaba con una
chalana anaranjada amarrada a una boya, tensándole el cabo y dejando ver
colgantes algas iguales a barbas verdes. Los goterones chorreantes
bosquejaban círculos que desaparecían entre juncos y cantos rodados.
Los yates flotaban como dormidas
gaviotas en la nada oscura del río y las siluetas de sus mástiles llegaban
zigzagueando a la orilla.
En la escollera de la farola roja, casi
desdibujada por la bruma, un paciente pescador esperaba el pique mientras
el horizonte se diluía en la sombra del atardecer, a la hora en la que se
encienden todos los faros en alta mar marcando escollos y peligros.
Impulsada por un algo extraño, Abril se
paró sacudiendo la arena de su pollera y su voz casi inaudible, acaso por no
molestar tanta silenciosa quietud, murmuró:
No me apartes del mar, vida,
si no quieres que me muera.
Y ojalá que cuando sea,
pueda morir en la playa.
Porque antes de que me vaya.
quiero llevarme en los ojos,
todo el verde de una ola
todo el celeste de un cielo,
y también he de llevarme,
mis sueños y mis silencios.
-Muy hermoso -dijo el abuelo: -¿De
dónde lo sacaste?
-No sé si lo traigo impreso desde
siempre, o me lo sopló el aire travieso.
El fresco viento del sur comenzó a
levantar arenosos remolinos transparentes mientras en la oscura lejanía se
adivinaban tímidas olas de espumas fosforescentes.
-Si esta noche llueve como parece,
mañana tendremos un buen día de sol.
-Sí.
Mac la miró y no estuvo seguro si
fue Abril la que respondió o fue la brisa marina que venía del Atlántico.
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