HONORÉ
DE BALZAC
PAPÁ
GORIOT
Título del original: LE PÉRE GORIOT
Traducción : OSCAR
HERMES VILLORDO
Prólogo de MANUEL
PEYROU
DECIMOTERCERA ENTREGA
PAPÁ
GORIOT / UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 7)
Desde aquel día,
durante tres meses, la viuda Vauquer se aprovechó del peluquero del señor
Goriot e hizo algunos gastos en su tocado, atribuyéndolos a la necesidad de dar
a su casa un cierto decoro que estuviese en armonía con las personas dignas que
la frecuentaban. Trabajó mucho para cambiar el personal de sus huéspedes,
recalcando la pretensión de no aceptar en lo sucesivo más que gentes distinguidas
en todos los conceptos. Si algún extraño se presentaba, ella le hacía notar la
preferencia con que la había distinguido el señor Goriot, uno de los
negociantes más notables y más respetables de París. Distribuyó prospectos, en
cuyo encabezamiento se leía: CASA VAUQUER. “Era, decía ella, unas de las más
antiguas y estimadas pensiones del Barrio Latino, con una de las vistas más
agradables al valle de los Gobelinos (este valle se veía desde el tercer piso)
y un bonito jardín, en el extremo del
cual SE EXTENDÍA UN PASEO de tilos.” Hablaba del buen aire y de la soledad de
la casa. Estos anuncios le llevaron a la condesa de Ambersmenil, mujer de
treinta y seis años, que esperaba el final de una liquidación y la orden de
pago de una pensión a la que tenía derecho como viuda de un general muerto en
los campos de batalla. La señora Vauquer se esmeró en la mesa, encendió fuego
en los salones por espacio de seis meses, y cumplió tan bien las promesas del
prospecto que tuvo que gastar más de lo
que ganaba. Así se concibe que la condesa dijese a la señora Vauquer,
llamándola querida amiga, que le
procuraría a la baronesa de Vaumeland y a la viuda del coronel conde
Picquoiseau, dos amigas suyas que acababan el plazo que tenían pagado en el
Marais en una pensión mucho más cara que la casa Vauquer. Por otra parte,
aquellas damas estarían en muy buena posición cuando las oficinas del
Ministerio de la Guerra acabasen su trabajo. “Pero”, decía la condesa, “el
Ministerio no termina nada”. Después de comer, las dos viudas subían al cuarto
de la señora Vauquer y pasaban allí el rato charlando, bebiendo casis y
comiendo golosinas reservadas a la boca de la patrona. La señora de Ambermesnil
aprobó complacida los proyectos de su posadera respecto de papá Goriot, proyectos
excelentes que ella había adivinado desde el primer día; encontraba al hombre
perfecto.
-¡Ah!, mi querida
señora, es un hombre sano como mi ojo -le decía la señora Vauquer a la
condesa-; un hombre perfectamente conservado y que puede aun dar muchas satisfacciones
a una mujer.
La condesa hizo
generosas observaciones a la señora Vauquer acerca de su indumentaria, que no
estaba en armonía con sus pretensiones. “Tiene usted que ponerse en pie de
guerra” le dijo. Después de muchos cálculos, las dos viudas se fueron juntas al
Palais-Royal, donde compraron en sus Galeries des Bois un sombrero con plumas
y una capota. La condesa arrastró a su amiga al almacén de La Petite Jeannette, donde eligieron un traje y un chal. Cuando
estas municiones fueron empleadas y la viuda estuvo sobre las armas, se pareció
en todo a la figura que ostenta el cartel del Boeuf à la Mode (1). Sin embargo, ella se encontró tan favorecida
con su nueva indumentaria, que se creyó obligada con la condesa y, aunque era
poco dadivosa, le rogó que aceptase
un sombrero de veinte francos. A decir verdad, la posadera contaba con
utilizarla para que sondase a Goriot y le insinuase la idea de hacerle la
corte. La señora de Ambermesnil se prestó gustosa a este manejo y cercó al
antiguo fabricante de fideos, logrando tener con él una conversación a solas;
pero después de haberlo encontrado púdico, por no decir refractario a las
tentativas que le sugirió su deseo particular de seducirlo por cuenta propia,
salió indignada de su grosería.
-Ángel mío -le dijo a
su querida amiga-, no sacará usted nada de este hombre. Es ridículamente
desconfiado, un animal, un estúpido que no le dará más que disgustos.
Hubo tales cosas entre
el señor Goriot y la señora de Ambermesnil, que esta no quiso volver a verlo.
Al día siguiente partió, olvidándose de pagar seis meses de hospedaje y dejando
ropa que no valía ni cinco francos. A pesar de las activas diligencias que hizo
la señora Vauquer, no pudo obtener ningún informe en París acerca de la condesa
de Ambermesnil. La viuda hablaba frecuentemente de este deplorable suceso,
lamentando su excesiva confianza, no obstante ser más desconfiada que una gata;
pero en esto se parecía a muchas personas, que desconfían del prójimo y se
entregan al primer llegado. Hecho moral extraño pero verdadero, cuya raíz es
fácil encontrar en el corazón humano. Tal vez ciertas gentes no tienen nada que
ver con las personas con quienes viven; después de haberles mostrado el vacío
de su alma, se sienten secretamente juzgadas por ellas con severidad merecida;
pero, experimentando una invencible necesidad de la adulación que les falta, o
devorados por el deseo de aparentar que poseen cualidades que no tienen,
esperan sorprender la estimación en el corazón de aquellos que les son
extraños, arriesgándose a ser sus víctimas. Finalmente existen individuos que
no hacen ningún favor a sus amigos o a sus parientes, porque se lo deben; en
tanto que favorecen a desconocidos; recogen así un halago para su amor propio y,
cuanto más cerca está de ellos el círculo de sus afecciones, menos aman, y
cuanto más lejos, más serviciales se vuelven. La señora Vauquer participaba,
sin duda, en estas dos maneras de ser esencialmente mezquinas, falsas y execrables.
-Si yo hubiera estado
aquí -le decía el seño Vautrin-, esa desgracia no hubiese ocurrido. Bonitamente
hubiese desenmascarado a esa farsante. Yo conozco sus caras.
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