23/10/18




HUGO GIOVANETTI VIOLA


Primera edición: Caracol al Galope / elMontevideano Laboratorio de Artes (2009)
Primera edición WEB: elMontevideano Laboratorio de Artes (2018)
Retrato de portada: Horacio Herrera.



NOVENA ENTREGA



23 / LA ABOGACÍA



Aunque parezca mentira, recién en segundo de Preparatorios de Abogacía el programa incluía una materia relacionada con el Derecho. Y en la primera clase, una profesora malhumoradamente honesta y con perfil de ratón advirtió antes de sentarse: Buenas tardes. Los que estén aquí pensando que esta carrera tiene algo que ver con la literatura, la filosofía o la historia, se pueden retirar.


Aquella misma noche anuncié en casa que iba a seguir Profesorado de Literatura. Mi madre, que ya me llamaba hacía tiempo m’hijo el dotor, empezó a salir del baño con las córneas acoraladas y a los tres o cuatro días mi padre me habló aparte. Según él, a un escritor con mi capacidad de estudio le convenía tener un título universitario y no un profesorado. Y terminé por aceptar el consejo.


Diez años después, durante una brutal pataleta que me dio al volver de París, cuando mi ex-esposa apareció a contarme que un crítico de Marcha había tratado de seducirla ofreciéndole bochar en un concurso uno de mis primeros buenos cuentos que no la favorecía, mi padre tuvo la grandeza de masajearse el pecho murmurando: Me parece que yo fallé en tu educación. A partir de los diecinueve años, cuando Roche me impulsó a la docencia guitarrística, empecé a ganarme un sueldo que terminaría por salvarme y a leer lo más organizadamente posible. Los exámenes de la Facultad los daba libres.


En la época del boom sesentista la oferta de novísimos maestros latinoamericanos supuestamente vinculados con la irrefrenable revolución guevariana que construiría el Hombre Nuevo del continente mestizo, te llegaba a desconcertar. Pero a mí me ayudaba la base del ultraclacisismo torresgarciano y Onetti, que cuando le comenté que había comprado Sobre héroes y tumbas rumió un rápido Jodete, por ejemplo.


Pero además ese día le tomó el pelo a la retórica que sigue y seguirá estragando al noventa y nueve por ciento de la galardonada literatosis supermercadista. Mejillas bañadas de lágriumas, sollozos prorrumpidos desgarradoramente, rostros que revelan inquietud, descarga de puñetazos, guiños maliciosos, consternaciones súbitas, y toda la infinita resaca que nos dejaron las traducciones de impronta finisecular. Ay, hasta los grandes Paco Espínola y Mario Levrero incluidos.


Y además de los lugares comunes o los acartonamientos academicistas que opacan la intensidad de la hipnosis, la insufrible obviedad: lo miró con los ojos, el sol que nos inunda de luz, los fumadores que exhalan el humo, los huesos de los esqueletos y todas las infinitas chances perdidas para condensar, ritmar, tensar y enriquecer como la vida plena. Es imposible diagnosticar cuál tumor es más grave.


El problema de los clásicos y los yanquis y los europeos del primer medio siglo eran y siguen siendo las traducciones, aunque ni Homero ni Dante ni lo mejor de Shakespeare, Balzac, Víctor Hugo, Melville, Conrad, Flaubert, Tolstoi, Dostoievski, Proust, Kafka, Hemingway, Faulkner, Céline, Pavese, Graham Greene, Lowy, Salinger o Bukowski puede ser estropeado esencialmente por nada. Y nombro solamente a algunos imprescindibles.


El peor de los peligros estaba en saber discriminar entre gatos y liebres dentro de aquel pelotón autoidentitario donde se mezclaba la maravilla de Rulfo, Onetti, Borges, Guimarâes Rosa, el mejor García Márquez, el mejor Cortázar y el mejor Carpentier con la sociología disfrazada de literatura de Vargas Llosa o Fuentes, por ejemplo. O la mala literatura manijera y sentimentaloide o de ingenio ensayístico: Benedetti y Sábato. Y ahí tenías que empezar a construir tu propia conciencia crítica insobornable, y eso demora casi tanto tiempo como conocer el ADN de tu frase y tu estructura, lo que desembocará en tus facciones incanjeables, ese tesoro más horriblemente difícil de encontrar que la completud psíquica, No se le mienta a nadie: los artistas se precisan tanto como los santos. Y casi nunca se puede ser las dos cosas el mismo tiempo.


Yo perdí cuatro años y no llegué a completar ni la tercera parte de la ahogante Abogacía, hasta que decidí tratar de ser un escritor profesional digno de Torres García y Onetti, y profundizar los estudios guitarrísticos con Olga Pierri.


Mi madre se portó bien. La ayudó mucho la seguridad de que Sergio iba a ser m’hijo el dotor, además. Y mi padre señaló la puerta de mi cuarto y se le llenaron los bigotes de fe: Mirá, si querés encerrarte a escribir y te molesta que te golpeen yo te paso la comida por la ventana.


Pero en la casa de mi futura familia política llegué a escuchar acusaciones de traidor muerto de hambre que todavía me hieren. Porque habré demorado más de medio siglo en aplacar la bestia autodestructiva, pero hay dos cosas que no pude hacer nunca: traicionar y escribir con tibieza decente. No sabo.



26 / LA POLÍTICA



Empecé a militar políticamente apenas se formó el Frente Amplio en un comité del barrio y en el de escritores.


Yo ya había fundado el Grupo Literario Universo junto con Daniel Bentancourt, Tarik Carson, Hugo Bervejillo y Guillermjo Chaparro, y a los veintiún años publiqué El ángel, pero me costaba mucho encontrarle un sentido verticalizador a la vida. Y los empujes revolucionarios dirigidos a la transfiguración estructural pueden llegar a ser, en el mejor de los casos, esencialmente alquimistas: la heroicidad colectiva construye un reino terrestre purificador y empezás a entender que hay un oro más hondo que tu orfandad histórica.


Artigas lo vio más claro que casi nadie, a lo largo y a lo ancho de la modernidad. O mucho mejor dicho: casi nadie lo vio claro.


Pero el Che Guevara, a quien sigo considerando santo, le dejó puesta a varias generaciones una especie de mirada interior enfocada en un paradigma quijotesco, lo que quiere decir: implantar un Hombre Nuevo mesiánico con batallones de Sanchos-masa y una fe en la elegida Patria Grande Latinoamericana comparable a una delirante ensoñación dulcineica. Y a utopizar, que hay quórum.


Claro que en aquel tiempo los que nos considerábamos revolucionarios odiábamos los adjetivos quijotesco y utópico, y uno de los epígrafes de Gracias por el fuego es una extraordinario verso de Juan Cunha: y si soñamos fue con realidades. Pero si revisamos la correspondencia del propio Che Guevara, encontramos que en una breve carta que les mandó a sus padres cuando se fue de Cuba les explicitó que volvía a sentir bajo sus talones el costillar de Rocinante.


Acá se puso de moda una película anti-colonialista, La batalla de Argelia, y la noche que el MLN interfirió durante cinco minutos la transmisión de un clásico de rompirraja hecha nada menos que por Carlos Solé en Radio Sarandí, mi hermano salió corriendo del taller y yo de la cocina y gritábamos eufóricos: Parece la película, mientras sonaba el cielito del gran Osiris Rodríguez Castillos y una voz serenamente profética proclamaba la futura liberación antimperialista.


Y enseguida que murió Gestido y empezó una represión callejera salvaje la Pacha Barnes me comentó de golpe en la orilla de la Playa de los Ingleses, después de recomendarme Rayuela y la recién aparecida Cien años de soledad: Mirá, yo al viejo Onetti lo conozco hace añares y lo quiero muchísimo, pero la vida cambia. ¿Cómo se puede pasar tirado ahí en la cama mientras nos cagan a palazos en Dieciocho? Que haga algo positivo, por lo menos. Va y le pega un balazo a Pacheco Areco en lugar de mamarse porque está deprimido, qué sé yo. Es indignante.


Y una tarde caí por la cabaña quinchada y llena de gurises donde se respiraba literatura y la pequeña mujer aindiadamente mágica me tocó por primera vez con la vara erizante de la realidad: Hay una concentración obrero-estudiantil as las ocho en la Universidad. ¿No venís, compañero?


Yo debo haber contestado que esa noche no podía porque estaba preparando un examen y repeché los arenales y encontré a mi viejo pintando en el taller quién sabe si con Mozart o los Beatles o Zitarrosa, porque le gustaban todos. Y además el Concierto 21 para piano y orquesta en la versión de Dinu Lipatti lo había comprado yo después de ver Elvira Madigan, y ni siquiera ese Andante prodigioso me terminaba de convencer de que los símbolos podían servir para algo. Y hasta llegué a pensar que por más religante que fuera la escuela torresgarciana, aquellas repetidas naturalezas muertas geométricas hechas con plano de color y línea o los proyectos murales constructivos soñados para las paredes populares y refugiados en la pintura de caballete, no hacían nada contra los yanquis. Y los yanquis eran el diablo y Dios no existía. Ese era el mensaje filosófico de la cultura revolucionaria.


Mi padre era socialista frugonista y después que le hablé de la manifestación que había en la Universidad me sondeó fluvialmente y cebó un mate que le debe haber caído amarguísimo: Yo te apoyo en lo que sea. Pero lo único que te advierto es que pueden matarte. Y al otro día mataron a Líber Arce.


Y cuando llegó la campaña electoral del 71 y salíamos en enormes y hermosísimas brigadas a pintar las columnas y los árboles de rojo, azul y blanco y el lumpen fascista contratado por Pacheco nos baleaba desde los camiones como si tal cosa me sentía liberando a la patria, por fin, como le correspondía el 34 oriental. Aunque ahora no era Yocasta la que se lucía con mi sacrificio.



27 / EL GRUPO UNIVERSO



Pero los arquetipos son indoblegables. Llegó un momento en que Jung, cuando rompió con Freud y estuvo a punto de suicidarse durante años si no encontraba un cielo para su propio vuelo, confesaba que últimamente se entendía nada más que con los etólogos. Porque ellos jamás hubieran discutido que algunos pájaros ya nacen dotados para volar en formación.


Con Daniel Bentancourt fuimos compañeros de escuela y yo me acordaba que dibujaba muy bien y era un tipo brillante, pero un día mi madre se encontró con el padre y se comentaron que los dos hijos escribían en serio y el mediodía que apareció riéndose más paletudamente que nunca ya hicimos planes para formar un grupo literario y editar una revista.


Y enseguida llamamos al ex-matrero Hugo Bervejillo, que tenía un padre muy parecido al mío y aprendió desde niño a ojear los libros como si fueran flores, y a la cancha la celeste. El cuarto mosquetero, Tarik Carson, surgió cuando a mí se me ocurrió mandar una larguísima carta a Marcha titulado modestamente Llamado a una nueva generación de escritores con una fundamentación estética universalista y mi teléfono.


Después Saúl Ibargoyen nos conectó con el poeta riverense Guillermo Chaparro y el diablo me hizo conocer en pleno Museo Torres García al pintor Mario Platero, que desgraciadamente terminó incorporándose. Algunas veces también nos vimos con la poeta Ingrid Tempel y el plástico Pancho Graells, y al final, por recomendación de Jorge Medina Vidal, se integró Alfredo Fressia. En ese cuarto y último número participaron, además, el todavía adolescente Álvaro Pierri y Nora Bouzón, que no llegó a ver impreso su cuento titulado La muerte porque el ex-marido celoso la encontró caminando por Dieciocho con Chaparro y la penetró con cinco balazos.


Y parecerá mentira, pero tuvimos guerra. Polémica, quiero decir. ¿Y con quién? Con un relativamente joven guardián del templo del 45, director de la página literaria de Marcha, Jorge Ruffinelli, un aprendiz de Rama y activista político pro-guerrillero que ya hace décadas que trabaja en una universidad del imperio. No lo quería nombrar, pero se lo merece.


El 22 de setiembre de 1939, en el número 14 del novísimo y revulsivo semanario Marcha, Joaquín Torres García le contestaba a un periodista que no firmaba la nota pero que era Juan Carlos Onetti: No me hago ilusiones, y más por la influencia perniciosa de algunos mentores que procurarán que la juventud no descarrile. Luego, ¿dónde quedarían ellos? Aquí, la cuestión es que no se vea claro, aparte de que esos jamás han “visto”. ¡Hay que mantenerse en la mediocridad a toda costa!


Y el 1 de setiembre de ese mismo año, en el número 11, el propio inconsolable y no menos iluminado autor de El pozo había escrito, con el seudónimo de Periquito el Aguador. Hay que insistir sobre esto. ¿Quién hace literatura entre nosotros? Todo el mundo, pero no gente conformada psíquicamente para eso. La escala de valores de un artista no puede ser la misma que la de un catedrático, médico o rentista. El artista tiene por cosas tangibles lo que no existe para los demás y viceversa. En ese sentido -y en tantos que poco nos importan- vivimos la más pavorosa de las decadencias, la más disgustante de las confusiones.


Y el 2 de abril de 1971, en el número 1538 del ya en ese entonces vocero ultraoficial del academicismo marxistoide, Jorge Ruffinelli comentaba los dos primeros números de la revista y me reprochaba postular una filosofía artística y revestir conceptos que una revista nueva y juvenil debe empezar por dinamitar, pero que Universo defiende como la continuación de la prédica de Torres-García y su “universalismo”. Y más abajo sentenciaba, con una frivolidad pionera del actual cáncer posmodernista, que una tarea juvenil propiamente dicha consiste en inventar, en imaginar, en revertir todo lo establecido, en dudar precisamente de lo que la burguesía (esa gran detentadora del arte) ha consagrado como definitivo e invariable.


Lo que desembocaría en que Juan Carlos Onetti, que el 28 de junio de 1939, en el número 6 del jovencísimo semanario todavía no ensuciado por las ratas de barco hablaba de durar frente a un tema hasta extraer, de él o de nosotros, la esencia única y exacta, le hacía el juego a la burguesía. Porque las esencias universales son invariables.


La vida dirá quiénes fuimos los cuatro mosqueteros fundadores del Grupo Universo. Y una última joyita: una vez Ruffinelli me citó en un boliche de la esquina de Marcha y me ofreció un espacio en las selectas páginas del glamour transnacional donde todavía se daba dique hasta Vargas Llosa, siempre que pidiera pase del Partido Comunista al brazo electoralista del MLN. Lo triste es que es gracioso.

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