ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY: SUS MISTERIOSOS DÍAS EN LA ARGENTINA
por Álvaro Abós
(Clarín / 27-10-2018)
Durante los 16
meses que pasó en el país, el autor de “El principito” descubrió el amor de su
vida y su destino. Alvaro Abós lo revela en su nuevo libro,
“Mira la catedral que habitas”.
Unos campesinos, cuyo rancho se alzaba en lo alto de la meseta
patagónica, vieron azorados como un pájaro de acero y madera se acercaba,
tocaba tierra y de él descendía un monstruo, enteramente vestido de negro, que
se acercaba a ellos y les decía palabras extrañas: aviateur, un ami…
El malentendido tardó en disiparse. El pájaro era un avión correo de la
compañía Aeroposta Argentina. El monstruo era el piloto. Un francés llamado
Antoine de Saint-Exupéry, vestido con un largo sobretodo de cuero y en la
cabeza, bajo un gorro de cuero, la cara ennegrecida por el aceite que le
lanzaba el motor. Era un Laté
24, sin cabina, en el cual el piloto volaba con la cabeza al aire: casi una motocicleta con alas. El recelo
primero, el estupor después se convirtieron en alegría. Esos aviones recorrían el país
llevando correspondencia. Y entonces lo recibieron como a un amigo.
Antoine de Saint-Exupéry llegó a la Argentina el 12 de octubre de 1929 y
la abandonó el 1º de febrero de 1931. Era un hombre de treinta años que
había volado ya para la compañía de correo aéreo Latécoère, en Francia y
Africa. Aeroposta Argentina, de capitales franceses, se había instalado en
Buenos Aires, y por cuenta del Estado y con pilotos galos y argentinos,
distribuía cartas y paquetes a través de una red aérea que partiendo de Buenos
Aires llegaba a Santiago de Chile y Asunción. Saint-Exupéry fue nombrado
director técnico y encargado de organizar una nueva ruta al sur que ligara
Buenos Aires con Río Gallegos, con escalas en Bahía Blanca, San Antonio Oeste,
Comodoro Rivadavia y Puerto Santa Cruz.
En Buenos Aires, Saint-Exupéry se instaló en el departamento 605 de la
Galería Güemes, en plena calle Florida. Era un organizador, pero procuraba
volar. Porque ese hombre alto, grueso, casi calvo, de andar bamboleante que
algunos definían como parecido al de un oso, quería volar. Y también
escribir. Volar era su vida. En lo alto, mientras el mundo quedaba a sus
pies y él se hundía en el universo azul, sobre todo en la alta noche, su
espíritu se apropiaba de la paz.
En las rutas argentinas de la Aeroposta descollaron tres aviadores que están en
la historia de la aviación francesa: Jean Mermoz, Henri Guillaumet y Antoine de
Saint-Exupéry. Los tres murieron en accidentes aéreos. El autor de
El principito quizás no fue un piloto tan diestro como los otros dos, pero en
sus libros supo expresar como nadie la experiencia interior y la aventura
prodigiosa del aire en aquellos tiempos de la aviación pionera. En las
madrugadas febriles de la Galería Güemes, antes de caer exhausto, Saint-Exupéry
escribía febrilmente Vol de nuit (Vuelo nocturno), una
novela que tenía algo de diario personal. Allí reelaboraba su propia
experiencia en los cielos argentinos.
En septiembre de 1930, el destino de Antoine de Saint-Exupéry iba a
cambiar. Hasta entonces su vida sentimental en Buenos Aires era árida. Gustaba
de las mujeres bellas y, siendo un soltero que ganaba mucho dinero, no le
faltaban aventuras. Frecuentaba el Tabarís y otros lugares nocturnos.
Pero esas compañías fugaces no le bastaban. Una tarde fue a escuchar una
conferencia organizada por los Amigos del Arte en la Galería Van Riel, de la
calle Florida. Y allí conoció a la mujer de su vida. Se llamaba
Consuelo Suncín. Era salvadoreña y a sus treinta años era doblemente viuda,
primero de un militar mexicano, luego de un periodista estrella en su época,
Enrique Gómez Carrillo.
Consuelo había venido a la Argentina para cobrar sueldos adeudados a su
esposo, amigo personal del presidente Hipólito Yrigoyen, quien lo había
nombrado cónsul argentino en París. Nada más verla, Antoine se enamoró. Le
explicó que era aviador y esa misma noche la invitó a volar. Venciendo los
temores de Consuelo, fueron al aeropuerto de Pacheco, montaron en el Laté 24
–tenía dos asientos, para el piloto y el copiloto– y mientras sobrevolaban el
río de la Plata y la ciudad iluminada, él le dijo:
–O usted me da un beso o nos estrellamos los dos…
Lo consiguió. Pero no
le bastaba.
–Quiero casarme con usted. O me da el sí o nos hundiremos en el río.
Esa noche terminó en el departamento de la Galería Güemes. Fue un amor
torrencial. La pareja de Antoine y Consuelo fue, a su manera, indestructible
y duró hasta el fin. Cuando estaban juntos se peleaban, cuando estaban
separados se añoraban. Las discusiones constantes hicieron áspera la
convivencia. Tuvieron ambos otras parejas. Pero volvían a juntarse una y otra
vez. El la retrató en El principito: Consuelo es la Rosa, con la
que dialoga el protagonista.
En 1940, Saint-Exupéry vivía exiliado en Nueva York, en un departamento
alto sobre el Central Park. La traducción al inglés de Tierra de los
hombres y Piloto de guerra, crónicas sobre sus aventuras como
piloto, eran best-sellers. Consiguió llevar a Consuelo a los Estados
Unidos. La pareja volvió a convivir aunque nunca se recompuso realmente.
Por lo menos estaban juntos… Saint-Exupéry escribía desde hacía mucho un largo
tratado filosófico, donde volcaba, en fragmentos breves, a la manera de
Nietzsche, sus impresiones sobre la vida, la muerte, el tiempo, la solidaridad.
Tituló esa obra Ciudadela. Para descansar de esa tarea que lo
agotaba, y a pedido de su editor norteamericano, que gustaba de los dibujitos
con los que Antoine adornaba el borde de sus cartas, escribió un cuento
infantil que tituló Le petit prince (El principito). Lo
ilustró con unas acuarelas en las que aparecía un niño rubio. Corría 1943.
Saint-Exupéry vivía una crisis. No podía soportar la idea de que su
patria, humillada por el invasor nazi, permaneciera pasiva en la derrota. Se embarcó hacia
Argelia con un contingente de hombres que querían alistarse en la guerra. En el
año y medio que siguió, Saint-Exupéry intentó por todos los medios que
la aviación aliada lo incorporase a alguna misión de guerra. Le
dijeron mil veces que era imposible: tenía 44 años y un cuerpo inútil por
las fracturas sufridas en sus accidentes. No pasaba los test para pilotear los
Lightning P 38 cuyos pilotos tenían entre 23 y 24 años. Pero no cejó
hasta que lo dejaron volar desde la base de Borgo (Córcega) en vuelos
de reconocimiento sobre territorio francés.
El 31 de julio realizó su sexta misión. Partió a las ocho de la mañana y
nunca regresó. ¿Perdió el control de su aparato y cayó al Mediterráneo? ¿Fue
ametrallado por un caza nazi? Durante mucho tiempo se lo buscó en tierra y mar.
Proliferaron rumores: podría haber aterrizado en algún lugar de Francia
integrándose a la resistencia. Podría haber sido apresado por los nazis quienes
lo habrían matado clandestinamente...
Durante años, se especuló con el destino de Antoine de Saint-Exupéry. Mientras se
consolidaba el mito, su cuento infantil, ese Principito en el que su autor no
pensó nunca durante el último año y medio de su vida, se convirtió en uno de
los libros más vendidos en la historia. Algunos hablan de 150 millones de
ejemplares. ¿Qué tiene esa historia de un niño que se le aparece a un aviador
caído en un desierto y le cuenta historias poéticas, sutiles y al mismo tiempo llenas
de sentido? ¿Es un mero cuento infantil o, como sostenía el filósofo Martin
Heidegger, uno de los libros más profundos que se han escrito nunca?
En 1998 se rescataron cerca de Niza restos de un fuselaje que habría
sido del avión que pilotaba Saint-Exupéry. Un centro de reconocimiento de
restos aéreos lo identificó. Otros dudaron.
Cuando decidí contar la vida de Antoine de Saint-Exupéry durante los 16
meses que vivió en la Argentina, comprobé que ninguna de las muchas biografías
que se le han dedicado, algunas muy buenas, acertaba a descifrar el siguiente
aspecto: fue aquí cuando llegó a un momento de la vida que no todos
alcanzamos. El momento en el que alguien descubre la verdad sobre sí mismo y
adquiere su auténtica identidad. En la Argentina, Saint-Exupéry supo que
sería hombre, piloto, escritor, amante. Por eso titulé mi libro con una frase
que me había impresionado, tomada de su Piloto de guerra: “Mira la
catedral que habitas”. Es decir, no olvides nunca que la vida tiene algo de sublime.
Y esta verdad la ratifiqué al encontrar una carta que parecía perdida, que
hasta los parientes del destinatario buscaban afanosamente.
La dirigió Saint-Exupéry a su amigo, el piloto argentino Rufino Luro
Cambaceres. Fue escrita en algún momento de 1934 o 1935 (no fechaba sus
cartas). Tras disculparse por su tardanza en contestar las misivas del
interlocutor, recuerda así su vida argentina: “¡Cuántos y cuántos recuerdos del
trabajo común! Los viajes al Sud, la construcción de la línea, los vientos de
Comodoro, las fatigas, las inquietudes y las alegrías que he compartido con
usted. Me encontraba en la Argentina como en mi propio país. Me
sentía un poco vuestro hermano y pensaba vivir largo tiempo en medio de vuestra
juventud tan generosa...” No fue posible. Nos queda la lección de sus palabras:
la vida es un don. No lo desperdiciemos.
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