FELISBERTO HERNÁNEZ
EL BALCÓN
Había una
ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio
se iba a un balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua; en
ella habían instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía
triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más que por
los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y soltado un grito,
éste enseguida se hubiese apagado en el musgo.
El teatro
donde yo daba los conciertos también tenía poca gente y lo había invadido el
silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al silencio le
gustaba escuchar la música; oía hasta la última resonancia y después se quedaba
pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones tardaban. Pero cuando el
silencio ya era de confianza, intervenía en la música: pasaba entre los sonidos
como un gato con su gran cola negra y los dejaba llenos de intenciones.
Al final
de uno de esos conciertos, vino a saludarme un anciano tímido. Debajo de sus
ojos azules se veía la carne viva y enrojecida de sus párpados caídos; el labio
inferior, muy grande y parecido a la baranda de un palco, daba vuelta alrededor
de su boca entreabierta. De allí salía una voz apagada y palabras lentas;
además, las iba separando con el aire quejoso de la respiración.
Después de
un largo intervalo me dijo:
-Yo
lamento que mi hija no pueda escuchar su música.
No sé por
qué se me ocurrió que la hija se habría quedado ciega; y enseguida me di cuenta
que una ciega podía oír, que más bien podía haberse quedado sorda, o no estar
en la ciudad; y de pronto me detuve en la idea de que podría haberse muerto.
Sin embargo aquella noche yo era feliz; en aquella ciudad todas las cosas eran
lentas, sin ruido yo iba atravesando, con el anciano, penumbras de reflejos
verdosos.
De pronto
me incliné hacia él -como en el instante en que debía cuidar de algo muy
delicado- y se me ocurrió preguntarle:
-¿Su hija
no puede venir?
Él dijo
«ah» con un golpe de voz corto y sorpresivo; detuvo el paso, me miró a la cara
y por fin le salieron estas palabras:
-Eso, eso;
ella no puede salir. Usted lo ha adivinado. Hay noches que no duerme pensando
que al día siguiente tiene que salir. Al otro día se levanta temprano, apronta
todo y le viene mucha agitación. Después se le va pasando. Y al final se sienta
en un sillón y ya no puede salir.
La gente
del concierto desapareció enseguida de las calles que rodeaban al teatro y
nosotros entramos en el café. Él le hizo señas al mozo y le trajeron una bebida
oscura en el vasito. Yo lo acompañaría nada más que unos instantes; tenía que
ir a cenar a otra parte. Entonces le dije:
-Es una
pena que ella no pueda salir. Todos necesitamos pasear y distraernos.
Él, después
de haber puesto el vasito en aquel labio tan grande y que no alcanzó a mojarse,
me explicó:
-Ella se
distrae. Yo compré una casa vieja, demasiado grande para nosotros dos, pero se
halla en buen estado. Tiene un jardín con una fuente; y la pieza de ella tiene,
en una esquina, una puerta que da sobre un balcón de invierno; y ese balcón da
a la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón. Algunas veces
también pasea por el jardín y algunas noches toca el piano. Usted podrá venir a
cenar a mi casa cuando quiera y le guardaré agradecimiento.
Comprendí
enseguida; y entonces decidimos el día en que yo iría a cenar y a tocar el
piano.
Él me vino
a buscar al hotel una tarde en que el sol todavía estaba alto. Desde lejos, me
mostró la esquina donde estaba colocado el balcón de invierno. Era en un primer
piso. Se entraba por un gran portón que había al costado de la casa y que daba
a un jardín con una fuente de estatuillas que se escondían entre los yuyos. El
jardín estaba rodeado por un alto paredón; en la parte de arriba le habían
puesto pedazos de vidrio pegados con mezcla. Se subía a la casa por una
escalinata colocada delante de una galería desde donde se podía mirar al jardín
a través de una vidriera. Me sorprendió ver, en el largo corredor, un gran
número de sombrillas abiertas; eran de distintos colores y parecían grandes
plantas de invernáculo. Enseguida el anciano me explicó:
-La mayor
parte de estas sombrillas se las he regalado yo. A ella le gusta tenerlas
abiertas para ver los colores. Cuando el tiempo está bueno elige una y da una
vueltita por el jardín. En los días que hay viento no se puede abrir esta
puerta porque las sombrillas se vuelan, tenemos que entrar por otro lado.
Fuimos
caminando hasta un extremo del corredor por un techo que había entre la pared y
las sombrillas. Llegamos a una puerta, el anciano tamborileó con los dedos en
el vidrio y adentro respondió una voz apagada. El anciano me hizo entrar y
enseguida vi a su hija de pie en medio del balcón de invierno; frente a
nosotros y de espaldas a vidrios de colores. Sólo cuando nosotros habíamos
cruzado la mitad del salón ella salió de su balcón y nos vino a alcanzar. Desde
lejos ya venía levantando la mano y diciendo palabras de agradecimiento por mi
visita. Contra la pared que recibía menos luz había recostado un pequeño piano
abierto, su gran sonrisa amarillenta parecía ingenua.
Ella se
disculpó por el hecho de no poder salir y señalando el balcón vacío, dijo:
-Él es mi
único amigo.
Yo señalé
al piano y le pregunté:
-Y ese
inocente, ¿no es amigo suyo también?
Nos
estábamos sentando en sillas que había a los pies de ella. Tuve tiempo de ver
muchos cuadritos de flores pintadas colocadas todos a la misma altura y
alrededor de las cuatro paredes como si formaron un friso. Ella había dejado
abandonada en medio de su cara una sonrisa tan inocente como la del piano; pero
su cabello rubio y desteñido y su cuerpo delgado también parecían haber sido
abandonados desde mucho tiempo. Ya empezaba a explicar por qué el piano no era
tan amigo suyo como el balcón, cuando el anciano salió casi en puntas de pie.
Ella siguió diciendo:
-El piano
era un gran amigo de mi madre.
Yo hice un
movimiento como para ir a mirarlo; pero ella, levantando una mano y abriendo
los ojos, me detuvo:
-Perdone,
preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces encendidas.
Me acostumbré desde muy niña a oír el piano nada más que por la noche. Era
cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro velas de los candelabros y
tocaba notas tan lentas y tan separadas en el silencio como si también fuera
encendiendo, uno por uno, los sonidos.
Después se
levantó y pidiéndome permiso se fue al balcón; al llegar a él le puso los
brazos desnudos en los vidrios como si los recostara sobre el pecho de otra
persona. Pero enseguida volvió y me dijo:
-Cuando
veo pasar varias veces a un hombre por el vidrio rojo casi siempre resulta que
él es violento o de mal carácter.
No pude
dejar de preguntarle:
-Y yo ¿en
qué vidrio caí?
-En el
verde. Casi siempre les toca a las personas que viven solas en el campo.
-Casualmente
a mí me gusta la soledad entre plantas -le contesté.
Se abrió
la puerta por donde yo había entrado y apareció el anciano seguido por una
sirvienta tan baja que yo no sabía si era niña o enana. Su cara roja aparecía
encima de la mesita que ella misma traía en sus bracitos. El anciano me
preguntó:
-¿Qué
bebida prefiere?
Yo iba a
decir «ninguna», pero pensé que se disgustaría y le pedí una cualquiera. A él
le trajeron un vasito con la bebida oscura que yo le había visto tomar a la
salida del concierto. Cuando ya era del todo la noche fuimos al comedor y
pasamos por la galería de las sombrillas; ella cambió algunas de lugar y
mientras yo se las elogiaba se le llenaba la cara de felicidad.
El comedor
estaba en un nivel más bajo que la calle y a través de pequeñas ventanas
enrejadas se veían los pies y las piernas de los que pasaban por la vereda. La
luz, no bien salía de una pantalla verde, ya daba sobre un mantel blanco; allí
se había reunido, como para una fiesta de recuerdos, los viejos objetos de la
familia. Apenas nos sentamos, los tres nos quedamos callados un momento;
entonces todas las cosas que había en la mesa parecían formas preciosas del
silencio. Empezaron a entrar en el mantel nuestros pares de manos: ellas
parecían habitantes naturales de la mesa. Yo no podía dejar de pensar en la
vida de las manos. Haría muchos años, unas manos habían obligado a estos
objetos de la mesa a tener una forma. Después de mucho andar ellos encontrarían
colocación en algún aparador. Estos seres de la vajilla tendrían que servir a
toda clase de manos. Cualquiera de ellas echaría los alimentos en las caras
lisas y brillosas de los platos; obligarían a las jarras a llenar y a volcar
sus caderas; y a los cubiertos, a hundirse en la carne, a deshacerla y a llevar
los pedazos a la boca. Por último los seres de la vajilla eran bañados, secados
y conducidos a sus pequeñas habitaciones. Algunos de estos seres podrían
sobrevivir a muchas parejas de manos; algunas de ellas serían buenas con ellos,
los amarían y los llenarían de recuerdos, pero ellos tendrían que seguir
viviendo en silencio.
Hacía un
rato, cuando nos hallábamos en la habitación de la hija de la casa y ella no
había encendido la luz -quería aprovechar hasta el último momento el resplandor
que venía de su balcón-, estuvimos hablando de los objetos. A medida que se iba
la luz, ellos se acurrucaban en la sombra como si tuvieran plumas y se
prepararan para dormir. Entonces ella dijo que los objetos adquirían alma a
medida que entraban en relación con las personas. Algunos de ellos antes habían
sido otros y habían tenido otra alma (algunos que ahora tenían patas, antes
habían tenido ramas, las teclas habían sido colmillos), pero su balcón había
tenido alma por primera vez cuando ella empezó a vivir en él.
De pronto
apareció en la orilla del mantel la cara colorada de la enana. Aunque ella
metía con decisión sus bracitos en la mesa para que las manitas tomaran las
cosas, el anciano y su hija le acercaban los platos a la orilla de la mesa.
Pero al ser tomados por la enana, los objetos de la mesa perdían dignidad.
Además el anciano tenía una manera apresurada y humillante de agarrar el
botellón por el pescuezo y doblegarlo hasta que le salía vino.
Al
principio la conversación era difícil. Después apareció dando campanadas un
gran reloj de pie; había estado marchando contra la pared situada detrás del
anciano; pero yo me había olvidado de su presencia. Entonces empezamos a
hablar. Ella me preguntó:
-¿Usted no
siente cariño por las ropas viejas?
-¡Cómo no!
Y de acuerdo a lo que usted dijo de los objetos, los trajes son los que han
estado en más estrecha relación con nosotros -aquí yo me reí y ella se quedó
seria-; y no me parecería imposible que guardaran de nosotros algo más que la
forma obligada del cuerpo y alguna emanación de la piel.
Pero ella
no me oía y había procurado interrumpirme como alguien que intenta entrar a
saltar cuando están torneando la cuerda. Sin duda me había hecho la pregunta
pensando en lo que respondería ella.
Por fin
dijo:
-Yo
compongo mis poesías después de estar acostada -ya, en la tarde, había hecho
alusión a esas poesías- y tengo un camisón blanco que me acompaña desde mis
primeros poemas. Algunas noches de verano voy con él al balcón. El año pasado
le dediqué una poesía.
Había
dejado de comer y no se le importaba que la enana metiera los bracitos en la
mesa. Abrió los ojos como ante una visión y empezó a recitar:
-A mi
camisón blanco.
Yo
endurecía todo el cuerpo y al mismo tiempo atendía a las manos de la enana. Sus
deditos, muy sólidos, iban arrollados hasta los objetos, y sólo a último
momento se abrían para tomarlos.
Al
principio yo me preocupaba por demostrar distintas maneras de atender; pero
después me quedé haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza, que coincidía
con la llegada del péndulo a uno de los lados del reloj. Esto me dio fastidio;
y también me angustiaba el pensamiento de que pronto ella terminaría y yo no
tenía preparado nada para decirle; además, al anciano le había quedado un poco
de acelga en el borde del labio inferior y muy cerca de la comisura.
La poesía
era cursi, pero parecía bien medida; con «camisón» no rimaba ninguna de las
palabras que yo esperaba; le diría que el poema era fresco. Yo miraba al
anciano y al hacerlo me había pasado la lengua por el labio inferior, pero él
escuchaba a la hija. Ahora yo empezaba a sufrir porque el poema no terminaba.
De pronto dijo «balcón» para rimar con «camisón», y ahí terminó el poema.
Después de
las primeras palabras, yo me escuchaba con serenidad y daba a los demás la
impresión de buscar algo que ya estaba a punto de encontrar:
-Me llama
la atención -comencé- la calidad de adolescencia que le ha quedado en el poema.
Es muy fresco y…
-Hice
otro…
Yo me
sentí desgraciado; pensaba en mí con un egoísmo traicionero. Llegó la enana con
otra fuente y me serví con desenfado una buena cantidad. No quedaba ningún
prestigio: ni el de los objetos de la mesa, ni el de la poesía, ni el de la
casa que tenía encima, con el corredor de las sombrillas, ni el de la hiedra
que tapaba todo un lado de la casa. Para peor, yo me sentía separado de ellos y
comía en forma canallesca; no había una vez que el anciano no manoteara el
pescuezo del botellón que no encontrara mi copa vacía.
Cuando
ella terminó el segundo poema, yo dije:
-Si esto
no estuviera tan bueno -yo señalaba el plato- le pediría que me dijera otro.
Enseguida
el anciano dijo:
-Primero
ella debía comer. Después tendrá tiempo.
Yo
empezaba a ponerme cínico, y en aquel momento no se me hubiera importado dejar
que me creciera una gran barriga. Pero de pronto sentí como una necesidad de
agarrarme del saco de aquel pobre viejo y tener para él un momento de
generosidad. Entonces señalándole el vino le dije que hacía poco me habían
hecho un cuento de un borracho. Se lo conté, y al terminar los dos empezaron a
reírse desesperadamente; después yo seguí contando otros. La risa de ella era
dolorosa; pero me pedía por favor que siguiera contando cuentos; la boca se le
había estirado para los lados como un tajo impresionante; las «patas de gallo»
se le habían quedado prendidas en los ojos llenos de lágrimas, y se apretaba
las manos juntas entre las rodillas. El anciano tosía y había tenido que dejar
el botellón antes de llenar la copa. La enana se reía haciendo como un saludo
de medio cuerpo.
Milagrosamente
todos habíamos quedado unidos y yo no tenía el menor remordimiento.
Esa noche
no toqué el piano. Ellos me rogaron que me quedara, y me llevaron a un
dormitorio que estaba al lado de la casa que tenía enredaderas de hiedra. Al
comenzar a subir la escalera, me fijé que del reloj de pie salía un cordón que
iba siguiendo a la escalera, en todas sus vueltas. Al llegar al dormitorio, el
cordón entraba y terminaba atado en una de las pequeñas columnas del dosel de
mi cama. Los muebles eran amarillos, antiguos, y la luz de una lámpara hacía
brillar sus vientres. Yo puse mis manos en mi abdomen y miré el del anciano.
Sus últimas palabras de aquella noche habían sido para recomendarme:
-Si usted
se siente desvelado y quiere saber la hora, tire de este cordón. Desde aquí
oirá el reloj del comedor; primero le dará las horas y, después de un
intervalo, los minutos.
De pronto
se empezó a reír, y se fue dándome las «buenas noches». Sin duda se acordaría
de uno de los cuentos, el de un borracho que conversaba con un reloj.
Todavía el
anciano hacía crujir la escalera de madera con sus pasos pesados, cuando yo ya
me sentía solo con mi cuerpo. Él -mi cuerpo- había atraído hacia sí todas
aquellas comidas y todo aquel alcohol como un animal tragando a otros; y ahora
tendría que luchar con ellos toda la noche. Lo desnudé completamente y lo hice
pasear descalzo por la habitación.
Enseguida
de acostarme quise saber qué cosa estaba haciendo yo con mi vida en aquellos
días; recibí de la memoria algunos acontecimientos de los días anteriores, y
pensé en personas que estaban muy lejos de allí. Después empecé a deslizarme
con tristeza y con cierta impudicia por algo que era como las tripas del
silencio.
A la
mañana siguiente hice un recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de mi
vida. Era muy temprano; me vestí lentamente y salí a un corredor que estaba a
pocos metros sobre el jardín. De este lado también había yuyos altos y árboles
espesos. Oí conversar al anciano y a su hija, y descubrí que estaban sentados en
un banco colocado bajo mis pies. Entendí primero lo que decía ella:
-Ahora
Úrsula sufre más; no sólo quiere menos al marido, sino que quiere más al otro.
El anciano
preguntó:
-¿Y no
puede divorciarse?
-No;
porque ella quiere a los hijos, y los hijos quieren al marido y no quieren al
otro.
Entonces
el anciano dijo con mucha timidez:
-Ella
podría decir a los hijos que el marido tiene varias amantes.
La hija se
levantó enojada:
-¡Siempre
el mismo, tú! ¡Cuándo comprenderás a Úrsula! ¡Ella es incapaz de hacer eso!
Yo me
quedé muy intrigado. La enana no podía ser -se llamaba Tamarinda-. Ellos
vivían, según me había dicho el anciano, completamente solos. ¿Y esas noticias?
¿Las habrían recibido en la noche? Después del enojo, ella había ido al comedor
y al rato salió al jardín bajo una sombrilla color salmón con volados de gasas
blancas. A mediodía no vino a la mesa. El anciano y yo comimos poco y tomamos
poco vino. Después yo salí para comprar un libro a propósito para ser leído en
una casa abandonada entre los yuyos, en una noche muda y después de haber
comido y bebido en abundancia.
Cuando iba
de vuelta, pasó frente al balcón, un poco antes que yo, un pobre negro viejo y
rengo, con un sombrero verde de alas tan anchas como las que usan los mejicanos.
Se veía
una mancha blanca de carne, apoyada en el vidrio verde del balcón.
Esa noche,
apenas nos sentamos a la mesa, yo empecé a hacer cuentos, y ella no recitó.
Las
carcajadas que soltábamos el anciano y yo nos servían para ir acomodando cantidades
brutales de comida y de vinos.
Hubo un
momento en que nos quedamos silenciosos. Después, la hija nos dijo:
-Esta
noche quiero oír música. Yo iré antes a mi habitación y encenderé las velas del
piano. Hace ya mucho tiempo que no se encienden. El piano, ese pobre amigo de
mamá, creerá que es ella quien lo irá a tocar.
Ni el
anciano ni yo hablamos una palabra más. Al rato vino Tamarinda a decirnos que
la señorita nos esperaba.
Cuando fui
a hacer el primer acorde, el silencio parecía un animal pesado que hubiera
levantado una pata. Después del primer acorde salieron sonidos que empezaron a
oscilar como la luz de las velas. Hice otro acorde como si adelantara otro
paso. Y a los pocos instantes, y antes que yo tocara otro acorde más, estalló
una cuerda. Ella dio un grito. El anciano y yo nos paramos; él fue hacia su
hija, que se había tapado los ojos, y la empezó a calmar diciéndole que las
cuerdas estaban viejas y llenas de herrumbre. Pero ella seguía sin sacarse las
manos de los ojos y haciendo movimientos negativos con la cabeza. Yo no sabía
qué hacer; nunca se me había reventado una cuerda. Pedí permiso para ir a mi
cuarto, y al pasar por el corredor tenía miedo de pisar una sombrilla.
A la
mañana siguiente llegué tarde a la cita del anciano y la hija en el banco del
jardín, pero alcancé a oír que la hija decía:
-El
enamorado de Úrsula trajo puesto un gran sombrero verde de alas anchísimas.
Yo no
podía pensar que fuera aquel negro viejo y rengo que había visto pasar en la tarde
anterior; ni podía pensar en quién traería esas noticias por la noche.
-Es muy
linda la vista desde el corredor. Hoy no me quedé más porque ustedes hablaban de
una Úrsula, y yo temía ser indiscreto.
El anciano
había dejado de comer, y me había preguntado en voz alta:
-¿Usted
oyó?
-¡Ah!
-dijo el anciano-, usted no ha entendido. Desde que mi hija era casi una niña
me obligaba a escuchar y a que yo interviniera en la vida de personajes que
ella inventaba. Y siempre hemos seguido sus destinos como si realmente
existieran y recibiéramos noticias de sus vidas. Ellas les atribuye hechos y
vestimentas que percibe desde el balcón. Si ayer vio pasar a un hombre de
sombrero verde, no se extrañe que hoy se lo haya puesto a uno de sus
personajes. Yo soy torpe para seguirle esos inventos, y ella se enoja conmigo.
¿Por qué no la ayuda usted? Si quiere yo…
No lo dejé
terminar:
-De
ninguna manera, señor. Yo inventaría cosas que le harían mucho daño.
Después
que me acosté sentí crujir una madera que no era de los muebles. Por fin
comprendí que alguien subía la escalera. Y a los pocos instantes llamaron
suavemente a mi puerta. Pregunté quién era, y la voz de la hija me respondió:
-Soy yo;
quiero conversar con usted.
-Es inútil
que tenga la puerta entornada; yo veo por la rendija del espejo, y el espejo lo
refleja a usted desnudito detrás de la puerta.
Cerré
enseguida y le dije que esperara. Cuando le indiqué que podía entrar, abrió la
puerta de entrada y se dirigió a otra que había en mi habitación y que yo nunca
pude abrir. Ella la abrió con la mayor facilidad y entró a tientas en la
oscuridad de otra habitación que yo no conocía. Al momento salió de allí con
una silla que colocó al lado de mi cama. Se abrió una capa azul que traía
puesta y sacó un cuaderno de versos. Mientras ella leía yo hacía un esfuerzo
inmenso para no dormirme; quería levantar los párpados y no podía; en vez, daba
vuelta para arriba los ojos y debía parecer un moribundo. De pronto ella dio un
grito como cuando se reventó la cuerda del piano; y yo salté de la cama. En
medio del piso había una araña grandísima. En el momento que yo la vi ya no
caminaba, había crispado tres de sus patas peludas, como si fuera a saltar.
Después yo le tiré los zapatos sin poder acertarle. Me levanté, pero ella me
dijo que no me acercara, que esa araña saltaba. Yo tomé la lámpara, fui dando
la vuelta a la habitación cerca de las paredes hasta llegar al lavatorio, y
desde allí le tiré con el jabón, con la tapa de la jabonera, con el cepillo, y
sólo acerté cuando le tiré con la jabonera. La araña arrolló las patas y quedó
hecha un pequeño ovillo de lana oscura. La hija del anciano me pidió que no le
dijera nada al padre porque él se oponía a que ella trabajara o leyera hasta
tan tarde. Después que ella se fue, reventé la araña con el taco del zapato y
me acosté sin apagar la luz. Cuando estaba por dormirme, arrollé sin querer los
dedos de los pies; esto me hizo pensar en que la araña estaba allí, y volví a
dar un salto.
A la
mañana siguiente vino el anciano a pedirme disculpas por la araña. Su hija se
lo había contado todo. Yo le dije al anciano que nada de aquello tenía la menor
importancia, y para cambiar de conversación le hablé de un concierto que
pensaba dar por esos días en una localidad vecina. Él creyó que eso era un
pretexto para irme, y tuve que prometerle volver después del concierto.
Cuando me
fui, no pude evitar que la hija me besara una mano; yo no sabía qué hacer. El
anciano y yo nos abrazamos, y de pronto sentí que él me besaba cerca de una
oreja.
No alcancé
a dar el concierto. Recibí a los pocos días un llamado telefónico del anciano.
Después de las primeras palabras, me dijo:
-Es
necesaria su presencia aquí.
-Bueno.
Hasta luego.
En el Café
del Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba
deprimido, pero tomó enseguida las esperanzas que yo le tendía. Le trajeron la
bebida oscura en el vasito, y me dijo:
-Anteayer
había tormenta, y a la tardecita nosotros estábamos en el comedor. Sentimos un
estruendo, y enseguida nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija corrió
para su cuarto y yo fui detrás. Cuando yo llegué ella ya había abierto las
puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más que con el cielo y la
luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se desvaneció.
-¿Así que
le hizo mal esa luz?
-No sólo
yo lo quería a él; yo estoy segura de que él también me quería a mí; él me lo
había demostrado.
Yo bajé la
cabeza. Me sentía complicado en un acto de responsabilidad para el cual no
estaba preparado. Ella había empezado a volcarme su alma y yo no sabía cómo recibirla
ni qué hacer con ella.
Ahora la
pobre muchacha estaba diciendo:
-Yo tuve
la culpa de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su habitación.
-¿Quién?
-¿Y quién
va a ser? El balcón, mi balcón.
-Pero,
señorita, usted piensa demasiado en eso. Él ya estaba viejo. Hay cosas que caen
por su propio peso.
Ella no me
escuchaba, y seguía diciendo:
-Esa misma
noche comprendí el aviso y la amenaza.
-Pero
escuche, ¿cómo es posible que?…
-¿No se
acuerda quién me amenazó?… ¿Quién me miraba fijo tanto rato y levantando
aquellas tres patas peludas?
Ella
levantó los párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama
en camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se tiraría
al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón. Mientras
yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita que
estaba al lado de la puerta que daba hacia al vacío. Antes que llegara a la
mesita, vi el cuaderno de hule negro de los versos.
Entonces
ella se sentó en una silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar:
-La viuda
del balcón...
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