7/2/19



HONORÉ DE BALZAC

PAPÁ GORIOT

Título del original: LE PÉRE GORIOT
Traducción: OSCAR HERMES VILLORDO
Prólogo de MANUEL PEYROU


SEPTUAGESIMOCTAVA ENTREGA


PAPÁ GORIOT / LA MUERTE DEL PADRE (4 / 1)


Al día siguiente, Goriot y Rastignac sólo esperaban al changador para abandonar la pensión cuando, a eso de las doce, el ruido de un coche que se detenía precisamente en la puerta de la casa Vauquer, resonó en la calle. La señora Nucingen bajó de su coche, preguntó si su padre estaba aun en la pensión, y al oír la respuesta afirmativa de Silvia, subió apresuradamente las escaleras. Eugenio se encontraba en su habitación sin que su vecino lo supiese porque, mientras almorzaban, había rogado a papá Goriot que se llevase sus cosas, diciéndole que se encontrarían a las cuatro en la calle de Artois. Pero mientras el buen hombre había ido a buscar un changador, Eugenio, después de responder a la lista de la clase, había vuelto sin que nadie lo hubiese visto para pagar a la señora Vauquer, ya que temía que papá Goriot, en su fanastismo, se encargase de saldar su cuenta por él. La patrona había salido. Eugenio subió a su cuarto para ver si había dejado algo olvidado y se alegró de haber tenido este pensamiento al ver en el cajón de su mesa la letra que había firmado a Vautrin y que echara allí indiferente el día que había pagado. Como no tenía fuego, iba a romperla en pedacitos, cuando reconoció la voz de Delfina, y no queriendo hacer ruido, se detuvo para oírla, pensando que su amada no debía tener para él ningún secreto. Desde las primeras palabras Eugenio encontró demasiado interesante la conversación entre el padre y la hija para no escucharla.


-¡Ah, padre mío, quiera Dios que usted haya pedido cuenta a mi marido de mi fortuna bastante a tiempo para que no esté arruinada! ¿Puedo hablar?


-Sí, no hay nadie en la casa -dijo papá Goriot con voz alterada.


-Pero ¿qué tiene usted, padre mío? -le preguntó la señora de Nucingen.


-Acabas de darme un hachazo en la cabeza -respondió el anciano-. Dios te lo perdone, hija mía. Si supieses lo que te quiero, no me habrías dicho bruscamente semejantes cosas, sobre todo si no sabes si están perdidas ¿Qué ha ocurrido tan de repente para que vengas a buscarme aquí, cuando dentro de algunos instantes íbamos a estar en la calle de Artois?


-Papá, ¿quién es dueño de contener la primera impresión que nos causa una catástrofe? Estoy loca. Su procurador nos ha hecho descubrir un poco antes la desgracia, que sin duda estallará más tarde. Su experiencia comercial nos va a ser necesaria, y he acudido a buscarlo como el que, en peligro de ahogarse, se aferra a una tabla para salvarse. Cuando el señor Derville vio que Nucingen oponía mil dificultades, lo amenazó con un pleito, y le dijo que no tardaría en obtenerse la autorización del presidente de la audiencia. Nucingen ha venido esta mañana a mi cuarto para preguntarme si quería ser su ruina y la mía. Yo le contesté que no sabía nada, que era dueña de una fortuna, de la cual debía estar en posesión, y que todo lo que atañía a ese asunto era cosa de mi procurador, porque yo estaba y estaré ignorante de todas esas cosas. ¿No era esto lo que usted me había encargado que le dijese?


-Sí -respondió papá Goriot.


-Pues bien -repuso Delfina-, Nucingen ha querido ponerme al corriente de sus negocios. Al parecer ha empleado su capital y el mío en empresas que empiezan ahora y que le han absorbido por completo todos los fondos. Si yo lo obligo a entregarme la dote tendrá que presentar un balance, mientras que si quiero esperar un año, se compromete, por su honor, a devolverme una fortuna doble o triple que la mía, colocando mi capital de manera que yo sea dueña de él. Papá querido, me pareció que me hablaba con sinceridad, me he asustado, me pidió perdón por su conducta, me devolvió mi libertad y me permitió obrar a mi antojo, con la condición de que lo deje enteramente dueño de dirigir las empresas en mi nombre. Para probarme su buena fe me ha permitido llamar al señor Derville siempre que quiera, para que juzgue si están bien redactadas las actas en virtud de las cuales me ha de instituir propietaria. En fin, que se ha entregado a mí atado de pies y manos. Quiere llevar la dirección de la casa dos años más, me ha suplicado que arregle mis gastos a lo que me tiene concedido, me ha probado que lo único que podía hacer era guardas las apariencias, me ha asegurado que había abandonado a la bailarina y, por fin, me ha dicho que se iba a reducir a la más estricta economía para poder llegar al término de sus especulaciones sin alterar su crédito. Yo lo traté muy mal y dudé de sus palabras para sacar más ventaja, y entonces él me enseñó sus libros, llorando. Nunca he visto a un hombre en semejante estado; parecía loco, hablaba de matarse, deliraba y llegó a inspirarme lástima.


-¿Y has dado crédito a toda es farsa? -exclamó papá Goriot-. Es un comediante. Yo he tratado con alemanes, que son casi todos de buena fe y cándidos; pero cuando se proponen ser malignos y charlatanes cubriéndose con la capa de la franqueza y la honradez, lo son más que nadie. Tu marido te engaña, se siente atacado de cerca, se hace el muerto y quiere permanecer dueño de todo, aprovechando esta circunstancia para ponerse a salvo de los riesgos del comercio. Es un mal sujeto, tan astuto como pérfido. No, no, no me iré yo al cementerio dejando a mis hijas desprovistas de todo. Aun entiendo algo de negocios. ¿Te ha dicho que ha comprometido su capital en empresas? Pues bien; sus intereses han de estar representados por valores, por contratos, por recibos, por tratados; que los muestre y que liquide contigo. Escogeremos las mejores especulaciones, correremos sus riesgos y las sociedades digurarán con el nombre de DELFINA GORIOT, esposa separada delbarón de Nucingen en cuanto a los bienes. Pero, ¿nos toma por tontos ese hombre? ¿Cree que yo podría soportar dos días la idea de dejarte sin fortuna y sin pan? No lo soportaría ni un día, ni una noche, ni dos horas, y si esta idea fuese verdadera sucumbiría ante ella. ¡Cómo! Habré trabajado durante cuarenta años, habré llevado sacos al hombro, habré sudado a mares, me habré impuesto privaciones toda mi vida por vosotras, ángeles míos, que contribuíais a que todo trabajo y a que toda carga me parecieran ligeros, para que vea yo mi fortuna y mi vida desvanecida en humo? Esto me haría morir de rabia. Por todo lo más sagrado que hay en el cielo y en la tierra vamos a esclarecer esto, a examinar los libros, la caja, los impresos. Yo no duermo, no me acuesto, no como hasta que me prueben que tu fortuna entera se ha salvado. A Dios gracias, estás separada en bienes y tendrás por procurador al señor Derville que, afortunadamente, es un hombre honrado. ¡Por vida de…! Has de guardar tu milloncito, tus cincuenta mil francos de renta hasta el fin de tus días o armo un escándalo en París.  ¡Ah, ah, me dirigiría a las cámaras si los tribunales te hiciesen víctima! ¡Saber que estabas tranquila y que eras feliz en lo que atañe al dinero era el pensamiento que aliviaba todos mis males y calmaba mis penas! El dinero es la vida, la moneda lo puede todo. ¿Qué viene a contarnos ese imbécil alsaciano? Delfina, no hagas ninguna concesión a ese animal que te ha encadenado y te ha hecho desgraciada. Si te necesita, ya lo arreglaremos y lo haremos andar derecho. Dios mío, me arde la cabeza y me parece que tengo adentro algo que me abrasa. ¡Mi Delfina en la miseria! ¿Tú, Fifina mía? ¡Mil rayos! ¿Dónde están mis guantes? Vamos, marchémonos, quiero ir a verlo todo, los libros, los negocios, la caja, la correspondencia, al instante. No estaré tranquilo hasta que me prueben que tu fortuna no corre riesgo, y hasta que lo vea con mis propios ojos.


-Papá querido, tenga usted prudencia. Si emplea el menor síntoma de venganza en este asunto y si hace ver que sus intenciones son hostiles, yo estaría perdida. Él lo conoce a usted, y ha encontrado muy natural que yo me preocupase por mi fortuna a instancias suyas; pero, se lo juro, ha querido tener mi fortuna en sus manos, la posee, y es bastante como para huir con todo el capital y dejarnos. Él sabe bien que yo no deshonraría el nombre que llevo persiguiéndolo. Es a la vez fuerte y débil. Lo conozco bien. Si lo apuramos, estoy arruinada.


-Pero, entonces, ¿es un bribón?


-Sí, sí, padre mío -dijo Delfina llorando, al mismo tiempo que se dejaba caer en una silla-. Yo no quería confesárselo para ahorrarle la pena de saberme casada con un hombre de esa especie. Costumbres secretas y conciencia, alma y cuerpo, todo en él está de acuerdo, y es espantoso. Lo odio y lo desprecio. Sí, después de lo que ma dicho, jamás podré estimar a ese vil hombre. Un hombre capaz de terciar en las especulaciones comerciales de que me ha hablado, no tiene delicadeza, y mis temores provienen de lo que he leído claramente en su alma. Él, mi marido, me ha propuesto sin ambages mi libertad (y ya sabe usted lo que esta palabra significa) si yo me prestaba en caso de desgracia, a ser instrumento suyo, a servirle de testaferro.


-Pero ahí están las leyes, y hay patíbulos para esa clase de yernos -exclamó papá Goriot-y yo mismo lo guillotinaría si no hubiera verdugo.


-No, padre mío, no hay leyes contra él. Escuche usted en dos palabras su lenguaje, desprovisto de los circunloquios de que él lo ha rodeado. “O todo está perdido y queda usted arruinada, pues sólo a usted puedo tener por cómplice, o me permite llevar a buen término mis negocios.” ¿No está clara la cosa? Él confía aun en mí, y mi probidad de mujer lo tranquiliza, porque sabe que le dejaría su fortuna y me contentaría con la mía. En fin, que bajo pena de quedar desposeída, tengo que consentir en formar parte de una asociación ímproba e infame. Compra mi conciencia a costa de dejarme vivira mi antojo con Eugenio. “Te permito eometer faltas, déjame hacer crímenes arruinando a pobres gentes.” ¿No es bastante claro ese lenguaje? ¿Sabe usted a lo que él llama hacer negocios? Compra terreno a su nombre, y luego hace que un testaferro construya casas en ellas. Estos testaferros contratan la construcción con los maestros de obras, a quienes pagan en efectos a largos plazos y, mediante una pequeña suma, consienten en pagar a mi marido, que pasa a ser dueño de las casas, mientras que los testaferros se declaran en quiebra robando a los maestros de obras. El nombre de la casa Nucingen sirvió para deslumbrar a los pobres constructores. Yo he comprendido esto y comprendido también que para probar, en caso de necesidad, el pago de enormes sumas, Nucingen ha enviado sumas considerables a Amsterdam, a Londres, a Nápoles y a Viena. ¿Cómo vamos a apoderarnos de ellas?


Eugenio oyó el pesado ruido de las rodillas de papá Goriot que, sin duda, había caído sonre el pavimento del cuarto.


-¡Dios mío! ¿Qué te he hecho? ¡Mi hija entregada a este miserable, que exigirá de ella lo que quiera! ¡Perdón, hija mía! -exclamó el anciano.


-Sí, sí, estoy en un abismo; tal vez es suya la culpa. ¡Somos tan jóvenes cuando nos casamos! ¿Conocemos nosotras el mundo, los negocios, las costumbres? Los padres deberían pensar por nosotras. No, padre mío, no le reprocho a usted nada, perdone estas palabras, la culpa es toda mía. No, no llore usted, papá -dijo Delfina besando a su padre en la frente.


-No llores tú tampoco, Delfinita mía, y dame tus ojos para que yo los enjuague con mis besos. No temas. Volveré a emplear mi inteligencia, y desembrollaré los negocios de tu marido.


-No, déjeme usted hacer a mí, yo sabrá manejarme. Él me ama, y yo sabré servirme del imperio que ejerzo sobre él para lograr que coloque a mi nombre algunas propiedades. Tal vez lo obligue a hacerlo con una que tiene en Alsacia. Sólo le pido que venga usted mañana a examinar sus libros y sus negocios. El señor Derville no entiende nada de lo que es comercial. Pero no, no venga usted mañana, porque no quiero hacerme mala sangre. Pasado mañana es el baile de la señora de Beauséant, y deseo cuidarme para estar hermosa y descansada, y halagar el orgullo de mi querido Eugenio. Vamos a su cuarto.

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