HONORÉ
DE BALZAC
PAPÁ
GORIOT
Título del original: LE PÉRE GORIOT
Traducción: OSCAR HERMES
VILLORDO
Prólogo de MANUEL PEYROU
SEPTUAGESIMOCTAVA ENTREGA
PAPÁ
GORIOT / LA MUERTE DEL PADRE (4 / 1)
Al día siguiente, Goriot
y Rastignac sólo esperaban al changador para abandonar la pensión cuando, a eso
de las doce, el ruido de un coche que se detenía precisamente en la puerta de
la casa Vauquer, resonó en la calle. La señora Nucingen bajó de su coche,
preguntó si su padre estaba aun en la pensión, y al oír la respuesta afirmativa
de Silvia, subió apresuradamente las escaleras. Eugenio se encontraba en su
habitación sin que su vecino lo supiese porque, mientras almorzaban, había
rogado a papá Goriot que se llevase sus cosas, diciéndole que se encontrarían a
las cuatro en la calle de Artois. Pero mientras el buen hombre había ido a
buscar un changador, Eugenio, después de responder a la lista de la clase,
había vuelto sin que nadie lo hubiese visto para pagar a la señora Vauquer, ya
que temía que papá Goriot, en su fanastismo, se encargase de saldar su cuenta
por él. La patrona había salido. Eugenio subió a su cuarto para ver si había
dejado algo olvidado y se alegró de haber tenido este pensamiento al ver en el
cajón de su mesa la letra que había firmado a Vautrin y que echara allí
indiferente el día que había pagado. Como no tenía fuego, iba a romperla en
pedacitos, cuando reconoció la voz de Delfina, y no queriendo hacer ruido, se
detuvo para oírla, pensando que su amada no debía tener para él ningún secreto.
Desde las primeras palabras Eugenio encontró demasiado interesante la
conversación entre el padre y la hija para no escucharla.
-¡Ah, padre mío, quiera
Dios que usted haya pedido cuenta a mi marido de mi fortuna bastante a tiempo
para que no esté arruinada! ¿Puedo hablar?
-Sí, no hay nadie en la
casa -dijo papá Goriot con voz alterada.
-Pero ¿qué tiene usted,
padre mío? -le preguntó la señora de Nucingen.
-Acabas de darme un
hachazo en la cabeza -respondió el anciano-. Dios te lo perdone, hija mía. Si
supieses lo que te quiero, no me habrías dicho bruscamente semejantes cosas,
sobre todo si no sabes si están perdidas ¿Qué ha ocurrido tan de repente para
que vengas a buscarme aquí, cuando dentro de algunos instantes íbamos a estar
en la calle de Artois?
-Papá, ¿quién es dueño de
contener la primera impresión que nos causa una catástrofe? Estoy loca. Su
procurador nos ha hecho descubrir un poco antes la desgracia, que sin duda
estallará más tarde. Su experiencia comercial nos va a ser necesaria, y he
acudido a buscarlo como el que, en peligro de ahogarse, se aferra a una tabla
para salvarse. Cuando el señor Derville vio que Nucingen oponía mil
dificultades, lo amenazó con un pleito, y le dijo que no tardaría en obtenerse
la autorización del presidente de la audiencia. Nucingen ha venido esta mañana
a mi cuarto para preguntarme si quería ser su ruina y la mía. Yo le contesté
que no sabía nada, que era dueña de una fortuna, de la cual debía estar en
posesión, y que todo lo que atañía a ese asunto era cosa de mi procurador,
porque yo estaba y estaré ignorante de todas esas cosas. ¿No era esto lo que
usted me había encargado que le dijese?
-Sí -respondió papá
Goriot.
-Pues bien -repuso
Delfina-, Nucingen ha querido ponerme al corriente de sus negocios. Al parecer
ha empleado su capital y el mío en empresas que empiezan ahora y que le han
absorbido por completo todos los fondos. Si yo lo obligo a entregarme la dote
tendrá que presentar un balance, mientras que si quiero esperar un año, se
compromete, por su honor, a devolverme una fortuna doble o triple que la mía,
colocando mi capital de manera que yo sea dueña de él. Papá querido, me pareció
que me hablaba con sinceridad, me he asustado, me pidió perdón por su conducta,
me devolvió mi libertad y me permitió obrar a mi antojo, con la condición de
que lo deje enteramente dueño de dirigir las empresas en mi nombre. Para
probarme su buena fe me ha permitido llamar al señor Derville siempre que
quiera, para que juzgue si están bien redactadas las actas en virtud de las
cuales me ha de instituir propietaria. En fin, que se ha entregado a mí atado
de pies y manos. Quiere llevar la dirección de la casa dos años más, me ha
suplicado que arregle mis gastos a lo que me tiene concedido, me ha probado que
lo único que podía hacer era guardas las apariencias, me ha asegurado que había
abandonado a la bailarina y, por fin, me ha dicho que se iba a reducir a la más
estricta economía para poder llegar al término de sus especulaciones sin alterar
su crédito. Yo lo traté muy mal y dudé de sus palabras para sacar más ventaja,
y entonces él me enseñó sus libros, llorando. Nunca he visto a un hombre en semejante
estado; parecía loco, hablaba de matarse, deliraba y llegó a inspirarme
lástima.
-¿Y has dado crédito a
toda es farsa? -exclamó papá Goriot-. Es un comediante. Yo he tratado con
alemanes, que son casi todos de buena fe y cándidos; pero cuando se proponen
ser malignos y charlatanes cubriéndose con la capa de la franqueza y la
honradez, lo son más que nadie. Tu marido te engaña, se siente atacado de
cerca, se hace el muerto y quiere permanecer dueño de todo, aprovechando esta
circunstancia para ponerse a salvo de los riesgos del comercio. Es un mal
sujeto, tan astuto como pérfido. No, no, no me iré yo al cementerio dejando a
mis hijas desprovistas de todo. Aun entiendo algo de negocios. ¿Te ha dicho que
ha comprometido su capital en empresas? Pues bien; sus intereses han de estar
representados por valores, por contratos, por recibos, por tratados; que los
muestre y que liquide contigo. Escogeremos las mejores especulaciones,
correremos sus riesgos y las sociedades digurarán con el nombre de DELFINA
GORIOT, esposa separada delbarón de
Nucingen en cuanto a los bienes. Pero, ¿nos toma por tontos ese hombre?
¿Cree que yo podría soportar dos días la idea de dejarte sin fortuna y sin pan?
No lo soportaría ni un día, ni una noche, ni dos horas, y si esta idea fuese
verdadera sucumbiría ante ella. ¡Cómo! Habré trabajado durante cuarenta años, habré
llevado sacos al hombro, habré sudado a mares, me habré impuesto privaciones
toda mi vida por vosotras, ángeles míos, que contribuíais a que todo trabajo y
a que toda carga me parecieran ligeros, para que vea yo mi fortuna y mi vida
desvanecida en humo? Esto me haría morir de rabia. Por todo lo más sagrado que
hay en el cielo y en la tierra vamos a esclarecer esto, a examinar los libros,
la caja, los impresos. Yo no duermo, no me acuesto, no como hasta que me
prueben que tu fortuna entera se ha salvado. A Dios gracias, estás separada en
bienes y tendrás por procurador al señor Derville que, afortunadamente, es un
hombre honrado. ¡Por vida de…! Has de guardar tu milloncito, tus cincuenta mil
francos de renta hasta el fin de tus días o armo un escándalo en París. ¡Ah, ah, me dirigiría a las cámaras si los
tribunales te hiciesen víctima! ¡Saber que estabas tranquila y que eras feliz
en lo que atañe al dinero era el pensamiento que aliviaba todos mis males y
calmaba mis penas! El dinero es la vida, la moneda lo puede todo. ¿Qué viene a
contarnos ese imbécil alsaciano? Delfina, no hagas ninguna concesión a ese
animal que te ha encadenado y te ha hecho desgraciada. Si te necesita, ya lo
arreglaremos y lo haremos andar derecho. Dios mío, me arde la cabeza y me
parece que tengo adentro algo que me abrasa. ¡Mi Delfina en la miseria! ¿Tú,
Fifina mía? ¡Mil rayos! ¿Dónde están mis guantes? Vamos, marchémonos, quiero ir
a verlo todo, los libros, los negocios, la caja, la correspondencia, al
instante. No estaré tranquilo hasta que me prueben que tu fortuna no corre
riesgo, y hasta que lo vea con mis propios ojos.
-Papá querido, tenga
usted prudencia. Si emplea el menor síntoma de venganza en este asunto y si
hace ver que sus intenciones son hostiles, yo estaría perdida. Él lo conoce a
usted, y ha encontrado muy natural que yo me preocupase por mi fortuna a
instancias suyas; pero, se lo juro, ha querido tener mi fortuna en sus manos,
la posee, y es bastante como para huir con todo el capital y dejarnos. Él sabe
bien que yo no deshonraría el nombre que llevo persiguiéndolo. Es a la vez
fuerte y débil. Lo conozco bien. Si lo apuramos, estoy arruinada.
-Pero, entonces, ¿es un
bribón?
-Sí, sí, padre mío -dijo
Delfina llorando, al mismo tiempo que se dejaba caer en una silla-. Yo no
quería confesárselo para ahorrarle la pena de saberme casada con un hombre de
esa especie. Costumbres secretas y conciencia, alma y cuerpo, todo en él está
de acuerdo, y es espantoso. Lo odio y lo desprecio. Sí, después de lo que ma
dicho, jamás podré estimar a ese vil hombre. Un hombre capaz de terciar en las
especulaciones comerciales de que me ha hablado, no tiene delicadeza, y mis
temores provienen de lo que he leído claramente en su alma. Él, mi marido, me
ha propuesto sin ambages mi libertad (y ya sabe usted lo que esta palabra
significa) si yo me prestaba en caso de desgracia, a ser instrumento suyo, a
servirle de testaferro.
-Pero ahí están las
leyes, y hay patíbulos para esa clase de yernos -exclamó papá Goriot-y yo mismo
lo guillotinaría si no hubiera verdugo.
-No, padre mío, no hay
leyes contra él. Escuche usted en dos palabras su lenguaje, desprovisto de los
circunloquios de que él lo ha rodeado. “O todo está perdido y queda usted
arruinada, pues sólo a usted puedo tener por cómplice, o me permite llevar a
buen término mis negocios.” ¿No está clara la cosa? Él confía aun en mí, y mi
probidad de mujer lo tranquiliza, porque sabe que le dejaría su fortuna y me contentaría
con la mía. En fin, que bajo pena de quedar desposeída, tengo que consentir en
formar parte de una asociación ímproba e infame. Compra mi conciencia a costa
de dejarme vivira mi antojo con Eugenio. “Te permito eometer faltas, déjame
hacer crímenes arruinando a pobres gentes.” ¿No es bastante claro ese lenguaje?
¿Sabe usted a lo que él llama hacer negocios? Compra terreno a su nombre, y
luego hace que un testaferro construya casas en ellas. Estos testaferros
contratan la construcción con los maestros de obras, a quienes pagan en efectos
a largos plazos y, mediante una pequeña suma, consienten en pagar a mi marido,
que pasa a ser dueño de las casas, mientras que los testaferros se declaran en
quiebra robando a los maestros de obras. El nombre de la casa Nucingen sirvió
para deslumbrar a los pobres constructores. Yo he comprendido esto y comprendido
también que para probar, en caso de necesidad, el pago de enormes sumas,
Nucingen ha enviado sumas considerables a Amsterdam, a Londres, a Nápoles y a
Viena. ¿Cómo vamos a apoderarnos de ellas?
Eugenio oyó el pesado
ruido de las rodillas de papá Goriot que, sin duda, había caído sonre el
pavimento del cuarto.
-¡Dios mío! ¿Qué te he
hecho? ¡Mi hija entregada a este miserable, que exigirá de ella lo que quiera!
¡Perdón, hija mía! -exclamó el anciano.
-Sí, sí, estoy en un
abismo; tal vez es suya la culpa. ¡Somos tan jóvenes cuando nos casamos!
¿Conocemos nosotras el mundo, los negocios, las costumbres? Los padres deberían
pensar por nosotras. No, padre mío, no le reprocho a usted nada, perdone estas
palabras, la culpa es toda mía. No, no llore usted, papá -dijo Delfina besando
a su padre en la frente.
-No llores tú tampoco,
Delfinita mía, y dame tus ojos para que yo los enjuague con mis besos. No
temas. Volveré a emplear mi inteligencia, y desembrollaré los negocios de tu
marido.
-No, déjeme usted hacer a
mí, yo sabrá manejarme. Él me ama, y yo sabré servirme del imperio que ejerzo
sobre él para lograr que coloque a mi nombre algunas propiedades. Tal vez lo
obligue a hacerlo con una que tiene en Alsacia. Sólo le pido que venga usted
mañana a examinar sus libros y sus negocios. El señor Derville no entiende nada
de lo que es comercial. Pero no, no venga usted mañana, porque no quiero
hacerme mala sangre. Pasado mañana es el baile de la señora de Beauséant, y
deseo cuidarme para estar hermosa y descansada, y halagar el orgullo de mi
querido Eugenio. Vamos a su cuarto.
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