LEÓN TOLSTOI (1828 -1910)
LA MUERTE DE
IVAN ILICH
QUINTA ENTREGA
5
Así pasó un mes y luego otro. Poco antes de Año Nuevo llegó a la ciudad
su cuñado y se instaló en casa de ellos. Ivan Ilich estaba en el juzgado.
Praskovya Fyodorovna había salido de compras. Cuando Ivan Ilich volvió a casa y
entró en su despacho vio en él a su cuñado, hombre sano, de tez sanguínea, que
estaba deshaciendo su maleta. Levantó la cabeza al oír los pasos de Ivan Ilich
y le miró un momento sin articular palabra. Esa mirada fue una total revelación
para Ivan Ilich. El cuñado abrió la boca para lanzar una exclamación de
sorpresa, pero se contuvo, gesto que lo confirmó todo.
-Estoy cambiado, ¿eh?
-Sí... hay un cambio.
Y si bien Ivan Ilich trató de hablar de su aspecto físico con su cuñado,
éste guardó silencio. Llegó Praskovya 'Fyodorovna y el cuñado salió a verla.
Ivan Ilich cerró la puerta con llave y empezó a mirarse en el espejo, primero
de frente, luego de lado. Cogió un retrato en que figuraban él y su mujer y lo
comparó con lo que veía en el espejo. El cambio era enorme. Luego se remangó los
brazos hasta el codo, los miró, se sentó en la otomana y se sintió más negro
que la noche.
«¡No, no se puede vivir así!» -se dijo, y levantándose de un salto fue a
la mesa, abrió un expediente y empezó a leerlo, pero no pudo seguir. Abrió la
puerta y entró en el salón. La puerta que daba a la sala estaba abierta. Se
acercó a ella de puntillas y se puso a escuchar.
-No. Tú exageras -decía Praskovya Fyodorovna.
-¿Cómo que exagero? ¿Es que no ves que es un muerto? Mírale los ojos...
no hay luz en ellos. ¿Pero qué es lo que tiene?
-Nadie lo sabe. Nikolayev (que era otro médico) dijo algo, pero no sé lo
que es. Y Leschetitski (otro galeno famoso) dijo lo contrario...
Ivan Ilich se apartó de allí, fue a su habitación, se acostó y se puso a
pensar: «El riñón, un riñón flotante.»
Recordó todo lo que habían dicho los médicos: cómo se desprende el riñón
y se desplaza de un lado para otro. Y a fuerza de imaginación trató de apresar ese
riñón, sujetarlo y dejarlo fijo en un sitio; «y es tan poco -se decía- lo que
se necesita para ello. No. Iré una vez más a ver a Pyotr Ivanovich». (Éste era
el amigo cuyo amigo era médico.) Tiró de la campanilla, pidió el coche y se
aprestó a salir.
-¿A dónde vas, Jean? -preguntó su mujer con expresión
especialmente triste y acento insólitamente bondadoso.
Ese acento insólitamente bondadoso le irritó.
Él la miró sombríamente.
-Debo ir a ver a Pyotr Ivanovich.
Fue a casa de Pyotr Ivanovich y, acompañado de éste, fue a ver a su
amigo el médico. Lo encontraron en casa e Ivan Ilich habló largamente con él.
Repasando los detalles anatómicos y fisiológicos de lo que, en opinión
del médico, ocurría en su cuerpo, Ivan Ilich lo comprendió todo.
Había una cosa, una cosa pequeña, en el apéndice vermiforme. Todo eso
podría remediarse. Estimulando la energía de un órgano y frenando la actividad
de otro se produciría una absorción y todo quedaría resuelto. Llegó un poco
tarde a la comida. Mientras comía, estuvo hablando amigablemente, pero durante
largo rato no se resolvió a volver al trabajo en su cuarto. Por fin, volvió al
despacho y se puso a trabajar.
Estuvo leyendo expedientes, pero la conciencia de haber dejado algo
aparte, un asunto importante e íntimo al que tendría que volver cuando
terminase su trabajo, no le abandonaba. Cuando terminó su labor recordó que ese
asunto íntimo era la cuestión del apéndice vermiforme. Pero no se rindió a
ella, sino que fue a tomar el té a la sala. Había visitantes charlando, tocando
el piano y cantando; estaba también el juez de instrucción, apetecible novio de
su hija. Como hizo notar Praskovya Fyodorovna, Ivan Ilich pasó la velada más
animado que otras veces, pero sin olvidarse un momento de que había aplazado la
cuestión importante del apéndice vermiforme. A las once se despidió y pasó a su
habitación. Desde su enfermedad dormía solo en un cuarto pequeño contiguo a su
despacho. Entró en él, se desnudó y tomó una novela de Zola, pero no la leyó,
sino que se dio a pensar, y en su imaginación efectuó la deseada corrección del
apéndice vermiforme. Se produjo la absorción, la evacuación, el
restablecimiento de la función normal. «Sí, así es, efectivamente -se dijo. -Basta
con ayudar a la naturaleza.» Se acordó de su medicina, se levantó, la tomó, se
acostó boca arriba, acechando cómo la medicina surtía sus benéficos efectos y
eliminaba el dolor. «Sólo hace falta tomada con regularidad y evitar toda
influencia perjudicial; ya me siento un poco mejor, mucho mejor.» Empezó a
palparse el costado; el contacto no le hacía daño. «Sí, no lo siento; de veras
que estoy mucho mejor.» Apagó la bujía y se volvió de lado... El apéndice
vermiforme iba mejor, se producía la absorción. De repente sintió el antiguo,
conocido, sordo, corrosivo dolor, agudo y contumaz como siempre; el consabido y
asqueroso sabor de boca. Se le encogió el corazón y se le enturbió la mente. «Dios
mío, Dios mío! -murmuró entre dientes. -Otra vez, otra vez! Y no cesa nunca!» Y
de pronto el asunto se le presentó con cariz enteramente distinto. «¡El
apéndice vermiforme! jEl riñón! -dijo para sus adentros. -No se trata del
apéndice o del riñón, sino de la vida y... la muerte. Sí, la vida estaba ahí y
ahora se va, se va, y no puedo retenerla. Sí. ¿De qué sirve engañarme? ¿Acaso
no ven todos, menos yo, que me estoy muriendo, y que sólo es cuestión de
semanas, de días... quizá ahora mismo? Antes había luz aquí y ahora hay
tinieblas. Yo estaba aquí, y ahora voy allá. ¿A dónde?» Se sintió transido de
frío, se le cortó el aliento, y sólo percibía el golpeteo de su corazón.
«Cuando yo ya no exista, ¿qué habrá? No habrá nada. Entonces ¿dónde
estaré cuando ya no exista? ¿Es esto morirse? No, no quiero.» Se incorporó de
un salto, quiso encender la bujía, la buscó con manos trémulas, se le escapó al
suelo junto con la palmatoria, y él se dejó caer de nuevo sobre la almohada.
«¿Para qué? Da lo mismo -se dijo, mirando la oscuridad con ojos muy abiertos.
-La muerte. Sí, la muerte. Y ésos no lo saben ni quieren saberlo, y no me
tienen lástima. Y ésos no lo saben ni quieren saberlo, y no me tienen lástima.
Ahora están tocando el piano. A ellos no les importa, pero también morirán. Idiotas!
Yo primero y luego ellos, pero a ellos les pasará lo mismo. Y ahora tan
contentos... los muy bestias!» La furia le ahogaba y se sentía atormentado,
intolerablemente afligido. Era imposible que todo ser humano estuviese condenado a sufrir ese horrible espanto. Se incorporó.
«Hay algo que no va bien. Necesito calmarme; necesito repasarlo todo mentalmente
desde el principio.»
Y, en efecto, se puso a pensar. «Sí, el principio de la enfermedad. Me
di un golpe en el costado, pero estuve bien ese día y el siguiente. Un poco
molesto y luego algo más. Más tarde los médicos, luego tristeza y abatimiento.
Vuelta a los médicos, y seguí acercándome cada vez más al abismo. Fui perdiendo
fuerzas. Más cerca cada vez. Y ahora estoy demacrado y no tengo luz en los
ojos. Pienso en el apéndice, pero esto es la muerte. Pienso en corregir el
apéndice, pero mientras tanto aquí está la muerte. ¿De veras que es la muerte?»
El espanto se apoderó de él una vez más, volvió a jadear, se agachó para buscar
los fósforos, apoyando el codo en la mesilla de noche. Como esta le estorbaba y
le hacía daño, se encolerizó con ella, se apoyó en ella con más fuerza y la
volcó. Y desesperado, respirando con fatiga, se dejó caer de espaldas,
esperando que la muerte llegase al momento.
Mientras tanto, los visitantes se marchaban. Praskovya Fyodorovna los
acompañó a la puerta. Ella oyó caer algo y entró.
-¿Qué te pasa?
-Nada. Que la he derribado sin querer.
Su esposa salió y volvió con una bujía. Él seguía acostado boca arriba,
respirando con rapidez y esfuerzo como quien acaba de correr un buen trecho y
levantando con fijeza los ojos hacia ella.
-¿Qué te pasa, Jean?
-Na...da. La he de...rri...bado.
(¿Para qué hablar de ello? No lo comprenderá -pensó.) Y, en
verdad, ella no comprendía. Levantó la mesilla de noche, encendió la bujía de
él y salió de prisa porque otro visitante se despedía. Cuando volvió, él seguía
tumbado de espaldas, mirando el techo.
-¿Qué te pasa? ¿Estás peor?
-Sí.
Ella sacudió la cabeza y se sentó.
-¿Sabes, Jean? Me parece que debes pedir a Leschetitski que venga
a verte aquí.
Ello significaba solicitar la visita del médico famoso sin cuidarse de
los gastos. Él sonrió maliciosamente y dijo: «No.» Ella permaneció sentada un
ratito más y luego se acercó a él y le dio un beso en la frente.
Mientras ella le besaba, él la aborrecía de todo corazón; y tuvo que
hacer un esfuerzo para no apartarla de un empujón.
-Buenas noches. Dios quiera que duermas.
-Sí.
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