LEÓN TOLSTOI (1828 -1910)
LA MUERTE DE
IVAN ILICH
SEXTA ENTREGA
6
Ivan Ilich vio que se moría y su desesperación era continua. En el fondo
de su ser sabía que se estaba muriendo, pero no sólo no se habituaba a esa
idea, sino que sencillamente no la comprendía ni podía comprenderla. El
silogismo aprendido en la Lógica de Kiezewetter: «Cayo es un ser humano,
los seres humanos son mortales, por consiguiente Cayo es mortal», le había
parecido legítimo únicamente con relación a Cayo, pero de ninguna manera con
relación a sí mismo. Que Cayo -ser humano en abstracto fuese mortal le parecía
enteramente justo; pero él no era Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un
hombre concreto, una criatura distinta de todas las demás: él había sido el
pequeño Vanya para su papá y su mamá, para Mitya y Volodya, para sus juguetes,
para el cochero y la niñera, y más tarde para Katenka, con todas las alegrías y
tristezas y todos los entusiasmos de la infancia, la adolescencia y la
juventud. ¿Acaso Cayo sabía algo del olor de la pelota de cuero de rayas que
tanto gustaba a Vanya? ¿Acaso Cayo besaba de esa manera la mano de su madre?
¿Acaso el frufrú del vestido de seda de ella le sonaba a Cayo de ese modo?
¿Acaso se había rebelado éste contra las empanadillas que servían en la
facultad? ¿Acaso Cayo se había enamorado así? ¿Acaso Cayo podía presidir una
sesión como él la presidía? Cayo era efectivamente mortal y era justo que
muriese, pero «en mi caso -se decía-, en el caso de Vanya, de Ivan Ilich, con
todas mis ideas y emociones, la cosa es bien distinta. y no es posible que
tenga que morirme. Eso sería demasiado horrible».
Así se lo figuraba. «Si tuviera que morir como Cayo, habría sabido que
así sería; una voz interior me lo habría dicho; pero nada de eso me ha
ocurrido. Y tanto yo como mis amigos entendimos que nuestro caso no tenía nada
que ver con el de Cayo. ¡Y ahora se presenta esto! -se dijo-. jNo puede ser!
jNo puede ser, pero es! ¿Cómo es posible? ¿Cómo entenderlo?»
Y no podía entenderlo. Trató de ahuyentar aquel pensamiento falso,
inicuo, morboso, y poner en su lugar otros pensamientos saludables y correctos.
Pero aquel pensamiento -y más que pensamiento la realidad misma volvía una vez
tras otra y se encaraba con él.
Y para desplazar ese pensamiento convocó toda
una serie de otros, con la esperanza de encontrar apoyo en ellos. Intentó
volver al curso de pensamientos que anteriormente le habían protegido contra la
idea de la muerte. Pero -cosa rara todo lo que antes le había servido de
escudo, todo cuanto le había ocultado, suprimido, la conciencia de la muerte,
no producía ahora efecto alguno. Últimamente Ivan Ilich pasaba gran parte del
tiempo en estas tentativas de reconstituir el curso previo de los pensamientos
que le protegían de la muerte. A veces se decía: «Volveré a mi trabajo, porque
al fin y al cabo vivía de él.» Y apartando de sí toda duda, iba al juzgado,
entablaba conversación con sus colegas y, según costumbre, se sentaba
distraído, contemplaba meditabundo a la multitud, apoyaba los enflaquecidos
brazos en los del sillón de roble, y, recogiendo algunos papeles, se inclinaba
hacia un colega, también según costumbre, murmuraba algunas palabras con él, y
luego, levantando los ojos e irguiéndose en el sillón, pronunciaba las
consabidas palabras y daba por abierta la sesión. Pero de pronto, en medio de
ésta, su dolor de costado, sin hacer caso en qué punto se hallaba la sesión,
iniciaba su propia labor corrosiva. Ivan Ilich concentraba su atención en ese
dolor y trataba de apartarlo de sí, pero el dolor proseguía su labor, aparecía,
se levantaba ante él y le miraba. Y él quedaba petrificado, se le nublaba la
luz de los ojos, y comenzaba de nuevo a preguntarse: «¿Pero es que sólo este
dolor es verdad?» y sus colegas y subordinados veían con sorpresa y amargura
que él, juez brillante y sutil, se embrollaba y equivocaba. Él se estremecía,
procuraba volver en su acuerdo, llegar de algún modo al final de la sesión y
volverse a casa con la triste convicción de que sus funciones judiciales ya no
podían ocultarle, como antes ocurría, lo que él quería ocultar; que esas
labores no podían librarle de aquello. Y lo peor de todo era que aquello
atraía su atención hacia sí, no para que él tomase alguna medida, sino sólo
para que él lo mirase fijamente, cara a cara, lo mirase sin hacer nada y
sufriese lo indecible.
Y para librarse de esa situación, Ivan Ilich buscaba consuelo
ocultándose tras otras pantallas, y, en efecto, halló nuevas pantallas que
durante breve tiempo parecían salvarle, pero que muy pronto se vinieron abajo
o, mejor dieho, se tomaron transparentes, como si aquello las penetrase
y nada pudiese ponerle coto.
En estos últimos tiempos solía entrar en la sala que él mismo había
arreglado -la sala en que había tenido la caída y a cuyo acondicionamiento-, qué
amargamente ridículo era pensarlo! -había sacrificado su vida, porque él sabía
que su dolencia había empezado con aquel golpe. Entraba y veía que algo había
hecho un rasguño en la superficie barnizada de la mesa. Buscó la causa y
encontró que era el borde retorcido del adorno de bronce de un álbum. Cogía el
costoso álbum, que él mismo había ordenado pulcramente, y se enojaba por .la
negligencia de su hija y los amigos de ésta -bien porque el álbum estaba roto
por varios sitios o bien porque las fotografías estaban del revés. Volvía a
arreglarlas debidamente y a enderezar el borde del adorno.
Luego se le ocurría colocar todas esas cosas en otro rincón de la
habitación, junto a las plantas. Llamaba a un criado, pero quienes venían en su
ayuda eran su hija o su esposa. Éstas no estaban de acuerdo, le contradecían, y
él discutía con ellas y se enfadaba. Pero eso estaba bien, porque mientras
tanto no se acordaba de aquello, aquello era invisible.
Pero cuando él mismo movía algo su mujer le decía: «Deja que lo hagan
los criados. Te vas a hacer daño otra vez.» y de pronto aquello aparecía
a través de la pantalla y él lo veía. Era una aparición momentánea y él
esperaba que se esfumara, pero sin querer prestaba atención a su costado. «Está
ahí continuamente, royendo como siempre.» y ya no podía olvidarse de aquello,
que le miraba abiertamente desde detrás de las plantas. ¿A qué venía todo
eso? «y es cierto que fue aquí, por causa de esta cortina, donde perdí la vida,
como en el asalto a una fortaleza. ¿De veras? Qué horrible y qué estúpido! No
puede ser verdad! No puede serlo, pero lo es!»
Fue a su despacho, se acostó y una vez más se quedó solo con aquello:
de cara a cara con aquello. Y no había nada que hacer, salvo mirado
y temblar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario