LEÓN TOLSTOI (1828 -1910)
LA MUERTE DE
IVAN ILICH
SÉPTIMA ENTREGA
7
Imposible es contar cómo ocurrió la cosa, porque vino paso a paso,
insensiblemente, pero en el tercer mes de la enfermedad de Ivan Ilich, su
mujer, su hija, su hijo, los conocidos
de la familia, la servidumbre, los médicos y, sobre todo él mismo, se dieron
cuenta de que el único interés que mostraba consistía en si dejaría pronto
vacante su cargo, libraría a los demás de las molestias que su presencia les
causaba y se libraría a sí mismo de sus padecimientos.
Cada vez dormía menos. Le daban opio y empezaron a ponerle inyecciones
de morfina. Pero ello no le paliaba el dolor. La sorda congoja que sentía
durante la somnolencia le sirvió de alivio sólo al principio, como cosa nueva,
pero luego llegó a ser tan torturante como el dolor mismo, o aún más que éste.
Por prescripción del médico le preparaban una
alimentación especial, pero también ésta le resultaba cada vez más insulsa y
repulsiva. Para las evacuaciones también se tomaron medidas especiales, cada
una de las cuales era un tormento para él: el tormento de la inmundicia, la
indignidad y el olor, así como el de saber que otra persona tenía que
participar en ello.
Pero fue cabalmente en esa desagradable función donde Ivan Ilich halló
consuelo. Gerasim, el ayudante del mayordomo, era el que siempre venía a
llevarse los excrementos. Gerasim era un campesino joven, limpio y lozano,
siempre alegre y espabilado, que había engordado con las comidas de la ciudad.
Al principio la presencia de este individuo, siempre vestido pulcramente a la
rusa, que hacía esa faena repugnante perturbaba a Ivan Ilich.
En una ocasión en que éste, al levantarse del orinal, sintió que no
tenía fuerza bastante para subirse el pantalón, se desplomó sobre un sillón
blando y miró con horror sus muslos desnudos y enjutos, perfilados por músculos
impotentes.
Entró Gerasim con paso firme y ligero, esparciendo el grato olor a brea
de sus botas recias y el fresco aire invernal, con mandil de cáñamo y limpia
camisa de percal de mangas remangadas sobre sus fuertes y juveniles brazos
desnudos, y sin mirar a Ivan Ilich -por lo visto para no agraviarle con el gozo
de vivir que brillaba en su rostro- se acercó al orinal.
-Gerasim -dijo Ivan Ilich con voz débil.
Gerasim se estremeció, temeroso al parecer de haber cometido algún
desliz, y con gesto rápido volvió hacia el enfermo su cara fresca, bondadosa,
sencilla y joven, en la que empezaba a despuntar un atisbo de barba.
-¿Qué desea el señor?
-Esto debe de serte muy desagradable. Perdóname. No puedo valerme.
-Por Dios, señor -y los ojos de Gerasim brillaron al par que mostraba
sus brillantes dientes blancos. -No es apenas molestia. Es porque está usted
enfermo.
Y con manos fuertes y hábiles hizo su acostumbrado menester y salió de
la habitación con paso liviano.
Al cabo de cinco minutos volvió con igual paso.
Ivan Ilich seguía sentado en el sillón.
-Gerasim -dijo cuando éste colocó en su sitio el utensilio ya limpio y
bien lavado, -por favor ven acá y ayúdame -Gerasim se acercó a él. -Levántame.
Me cuesta mucho trabajo hacerlo por mí mismo y le dije a Dmitri que se fuera.
Gerasim fue a su amo, le agarró a la vez con fuerza y destreza -lo mismo
que cuando andaba-, le alzó hábil y suavemente con un brazo, y con el otro le
levantó el pantalón y quiso sentarle, pero Ivan Ilich le dijo que le llevara al
sofá. Gerasim, sin hacer esfuerzo ni presión al parecer, le condujo casi en
vilo al sofá y le depositó en él.
-Gracias. Qué bien y con cuánto tino lo haces todo!
Gerasim sonrió de nuevo y se dispuso a salir, pero Ivan Ilich se sentía
tan a gusto con él que no quería que se fuera.
-Otra cosa. Acerca, por favor, esa silla. No, la otra, y pónmela debajo
de los pies. Me siento mejor cuando tengo los pies levantados.
Gerasim acercó la silla, la colocó suavemente
en el sitio a la vez que levantaba los pies de Ivan Ilich y los ponía en ella.
A éste le parecía sentirse mejor cuando Gerasim le tenía los pies en alto.
-Me siento mejor cuando tengo los pies levantados -dijo Ivan Ilich. -Ponme
ese cojín debajo de ellos.
Gerasim así lo hizo. De nuevo le levantó los pies y volvió a
depositarIos. De nuevo Ivan Ilich se sintió mejor mientras Gerasim se los
levantaba. Cuando los bajó, a Ivan Ilich le pareció que se sentía peor.
-Gerasim -dijo-, ¿estás ocupado ahora?
-No, señor, en absoluto -respondió Gerasim, que de los criados de la
ciudad había aprendido cómo hablar con los señores.
-¿Qué tienes que hacer todavía?
-¿Que qué tengo que hacer? Ya lo he hecho todo, salvo cortar leña para
mañana.
-Entonces levántame las piernas un poco más, ¿puedes?
-Cómo no he de poder! -Gerasim levantó aún más las piernas de su amo, y
a éste le pareció que en esa postura no sentía dolor alguno.
-¿Y qué de la leña?
-No se preocupe el señor. Hay tiempo para ello. Ivan Ilich dijo a
Gerasim que se sentara y le tuviera los pies levantados y empezó a hablar con
él. Y, cosa rara, le parecía sentirse mejor mientras Gerasim le tenía
levantadas las piernas.
A partir de entonces Ivan Ilich llamaba de vez en cuando a Gerasim, le
ponía las piernas sobre los hombros y gustaba de hablar con él. Gerasim hacía
todo ello con tiento y sencillez, y de tan buena gana y con tan notable
afabilidad que conmovía a su amo. La salud, la fuerza y la vitalidad de otras
personas ofendían a Ivan Ilich; únicamente la energía y la vitalidad de Gerasim
no le mortificaban; al contrario, le servían de alivio.
El mayor tormento de Ivan Ilich era la
mentira, la mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no
estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se
mantuviera tranquilo y se atuviera a su tratamiento para que se pusiera bien
del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen nada resultaría
de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa
mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que todos ellos sabían que era
mentira y que él lo sabía también, y que le mintieran acerca de su horrible
estado y se aprestaran -más aún, le obligaran a participar en esa mentira. La
mentira -esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte encaminada a
rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las
cortinas, el esturión de la comida... era un horrible tormento para Ivan Ilich.
Y, cosa extraña, muchas veces cuando se entregaban junto a él a esas patrañas estuvo
a un pelo de gritarles: «Dejad de mentir! Vosotros bien sabéis, y yo sé, que me
estoy muriendo! Conque al menos dejad de mentir!» Pero nunca había tenido
arranque bastante para hacerlo. Veía que el hecho atroz, horrible, de su
gradual extinción era reducido por cuantos le rodeaban al nivel de un incidente
casual, en parte indecoroso (algo así como si un individuo entrase en una sala
esparciendo un mal olor), resultado de ese mismo «decoro» que él mismo había
practicado toda su vida. Veía que nadie se compadecía de él, porque nadie
quería siquiera hacerse cargo de su situación. Únicamente Gerasim se hacía
cargo de ella y le tenía lástima; y por eso Ivan Ilich se sentía a gusto sólo
con él. Se sentía a gusto cuando Gerasim pasaba a veces la noche entera
sosteniéndole las piernas, sin querer ir a acostarse, diciendo: «No se
preocupe, Ivan Ilich, que dormiré más tarde.» O cuando, tuteándole, agregaba:
«Si no estuvieras enfermo, sería distinto, ¿pero qué más da un poco de
ajetreo?» Gerasim era el único que no mentía, y en todo lo que hacía mostraba
que comprendía cómo iban las cosas y que no era necesario ocultadas, sino
sencillamente tener lástima a su débil y demacrado señor. Una vez, cuando Ivan
Ilich le decía que se fuera, incluso llegó a decide:
-Todos tenemos que morir. ¿Por qué no habría de hacer algo por usted?
-expresando así que no consideraba oneroso su esfuerzo porque lo hacía por un
moribundo y esperaba que alguien hiciera lo propio por él cuando llegase su
hora.
Además de esas mentiras, o a causa de ellas, lo que más torturaba a Ivan
Ilich era que nadie se compadeciese de él como él quería. En algunos instantes,
después de prolongados sufrimientos, lo que más anhelaba -aunque le habría dado
vergüenza confesarlo era que alguien le tuviese lástima como se le tiene
lástima a un niño enfermo. Quería que le acariciaran, que le besaran, que
lloraran por él, como se acaricia y consuela a los niños. Sabía que era un alto
funcionario, que su barba encanecía y que, por consiguiente, ese deseo era
imposible; pero, no obstante, ansiaba todo eso. Y en sus relaciones con Gerasim
había algo semejante a ello, por lo que esas relaciones le servían de alivio.
Ivan Ilich quería llorar, quería que le mimaran y lloraran por él, y he aquí
que cuando llegaba su colega Shebek, en vez de llorar y ser mimado, Ivan Ilich
adoptaba un semblante serio, severo, profundo y, por fuerza de la costumbre,
expresaba su opinión acerca de una sentencia del Tribunal de Casación e
insistía porfiadamente en ella. Esa mentira en torno suyo y dentro de sí mismo
emponzoñó más que nada los últimos días de la vida de Ivan Ilich.
No hay comentarios:
Publicar un comentario