MORIR CON APARICIO
HUGO GIOVANETTI VIOLA
DECIMOQUINTA
ENTREGA
PRIMERO (2)
CUANDO el sueco
Jonás vio pasar a la moza recortada en el oro transparente de aquella tarde de
fines de abril, supo que la desgracia ya debía estar chasqueando con rumbo a
Maldonado. Ahogó la sensación terminando su caña de La Habana y salió del café
para sentarse a esperar en la plaza. Magdalena Tomillo no había alcanzado a verlo
al pasar hacia la confitería Al siglo XX del brazo de Priscilla: iban como
esculpidas bajo el triángulo negro que les velaba el rostro desde mitad de
marzo. Pero si fue capaz de salir a esperarlo a la confitería fue porque la
venció la desesperación, pensó Jonás nervioso. Hacían muy pocas horas que
circulaban rumores de un combate librado en el Paso del Arroyo entre la División Departamental
comandada por Maurente y los hombres de Muñoz que se habían separado en Nico
Pérez del general Saravia. Jonás prendió la pipa. Pasó una diligencia
provocando chispazos en las piedras de cuña. Pronto se van a suspender los
viajes, pensó el sueco mirando con dolor los matungos huesudos salvados de la
arreada. Vio filtrarse el contorno bamboleante de los caballos entre la
arboleda y emerger la silueta de un jinete avanzando en dirección opuesta.
Entonces me asusté. Lucas Rosso cruzó frente a la iglesia como bordeando un
caserón en ruinas: su identidad carnal superó mi miopía con ese escalofriante
contraluz que les atribuye sólo a los fantasmas. Yo me había refugiado en un
banco esquinero que no pudiera verse desde Al siglo XX. Me paré levantando mi
chambergo con la certidumbre de estarme descubriendo frente a un redoble
fúnebre. Lucas tenía las riendas con una sola mano. Debe tener un brazo
entablillado, pensé. Pero después que desmontó para ofrecerme a secas su blanda
mano izquierda, vi el destrozado remo del muñón enclavado en el poncho. No
intentamos reírnos. “¿Se terminó la guerra?” le pregunté flanqueándolo al
cruzar la calle de manera que ella no lo pudiera ver. “Para mí está terminada”
dijo Lucas saludando con un asentimiento de cabeza a algún viejo que lo
reconoció. Nos sentamos al fondo del Billar. “La guerra es una mierda” dijo
Lucas hiriéndome los ojos con esa brillantez desconfiada y asqueante del horror
no cicatrizado. “¿La guerra o la vida?” le preguntó Jonás. “La vida es una
guerra” retrucó Lucas Rosso. Jonás no dijo nada. “Justo Regusci murió hace más
de un mes. Fuimos heridos en Paso del Parque” dijo el otro, recuperando algo
como el orgullo. Los ojos de Jonás reflejaron un ramalazo de odio. “Pero la
guerra sigue” dijo Lucas virando imperceptiblemente a la locuacidad: “El
General espera conseguir municiones”. “Lo que espera es morir como les
corresponde a las águilas blancas” sentenció el gringo a secas. Dos oscuras
siluetas femeninas pasaron recortándose sobre los vidrios malvas. “Allá va
Magdalena” dijo Jonás con voz adelgazada: “El hermano mayor murió a mitad de
marzo”. Lucas se agarró el rostro durante unos segundos. “Sí: ellas son el
espejo de la guerra. Después que resucites te aconsejo leer a William Makepeace
Thackeray, un novelista inglés contemporáneo. Debe estar traducido al
castellano”. Pero Lucas no oía. “La noche que tu amigo salió para San Carlos a
incorporarse al escuadrón del coronel Muñoz me sugirió lo que tenía que hacer
en caso de que pasara esto” siguió hablando Jonás: “No te preocupes, hijo. Yo
frecuento la casa de la novia de Justo. Se lo voy a decir en cuanto tenga la
oportunidad”. Eso me sacudió. De golpe me di cuenta que la prolijidad
profesional que ostentaba la barba de Jonás Erik Jönson. Le miré el traje negro
engolillado y rocé sus botines debajo de la mesa sin poderlo creer. “¿Desde
cuándo se viene de la chacra pa frecuentar salvajes?” le pregunté inclinándome
amenazadoramente. “Mijo, tome otra caña y quédese tranquilo” me contestó Jonás:
“La última Navidad supe que yo no servía como profeta, ¿entiende? La señal más
profunda que les dejé a los náufragos del Santander fueron los verdugones de
los latigazos y no las ordenanzas de purificación frente a Nuestra Señora. Así
que abandoné la chacra: el Inspector Camacho me había ofrecido hacía bastante
tiempo la cátedra de astronomía de la sección de Secundaria anexa a la Escuela Ramírez y acepté por un
tiempo. La enseñanza es gratuita, pero él me da hospedaje y me consigue alumnos
de francés y de inglés. Aunque lo que yo quiero -por lealtad al oráculo- es
poder ser farero. Ahora es tuya la luz
pero en silencio me reveló la
Virgen la última Navidad”. Lo miré emocionado. Carajo: un
vikingo que mide dos metros y es políglota astrónomo y recorrió los mares y
cree en la Virgen
como los gurises, pensé un poco borracho. Me acordé de Sabino, también. “El
Inspector Camacho me presentó en la casa de don Pedro Tomillo este verano”
siguió explicando el sueco con su regocijante acento apaisanado: “Se lo pedí
para poner directamente al tanto de mis aspiraciones a un miembro de la Junta Económico Administrativa.
Y hay posibilidad de que consiga un puesto en el equipo del nuevo faro que se
está construyendo en la Isla
de Lobos, frente al resto del barco donde aprendí -velando a la Virgen del Carmen- que la
fe es más tremenda que todos los horrores”. Lucas se rio en silencio. “Usté
recién me aseguró que ya no predicaba” murmuró entreparándose para salir. Jonás
no dijo nada. Después se despidieron bajo un farol de gas de acetileno que
reverdecía el viento arenoso de la plaza.
AQUELLA noche de
reyes Pablo tenía once años y esperaba un milagro aunque no lo supiera. Afuera
había mosquitos mezclados con luciérnagas. Pablo estuvo rascándose las
picaduras de las piernas mugrientas durante mucho rato, hasta que su hermanito
terminó de ponerles el pan duro a los reyes y las ollas con agua y pasto a los
camellos. De golpe se apagó el rectángulo bilioso que proyectaba la puerta
fiambrera sobre el embaldosado del pequeño porche donde se amontonaba la
familia las noches de verano. Pablo escuchó a su madre advertirle a Leonardo
por centésima vez que le parecía casi imposible que los reyes trajeran el
encargo completo, y volvió a esperanzarse. Pero cuando escuchó el Buenas noches
inexplicablemente prematuro que murmuró el abuelo (mientras su madre le fregaba
las piernas a Leonardo y lo obligaba a acostarse temprano entre amenazas
típicas de una noche de reyes) sintió la oscuridad del porche como un presagio.
Estaba por llover. Mi padre iluminó el porche con el punto rojizo de una
espiral mata-mosquitos. “Estás aquí” me dijo como si no supiera. Se sentó en el
sillón de mimbre del abuelo y abrió un paquete de Sinniko fino y empezó un
cigarrillo con esa pose triste con que lo había encontrado recostado en la cama
algunas madrugadas, de paso para el baño. Ahora también estaba en camiseta y en
pantalón pijama. Yo no podía aguantar el olor metafísico de la espiral.
“Hijo” me dijo al
rato de fumar hamacándose: “Este año no es cachada lo que dice tu madre. No
podemos comprarte una guitarra de medio concierto”. Pablo vio el pucho
aterrizando al lado de las zinnias y no sintió otra cosa que un agradecimiento
paralíticamente silencioso por su padre sacando otro Sinniko fino. (Pero no se
dio cuenta de que aquel sería el mejor -por no decir el único- recuerdo
verdadero que la fiesta de reyes le dejaría en el alma.) Estuvieron callados
hasta que las luciérnagas se fueron apagando entre gotas pesadas y un perfume
terroso empezó a refrescar la oscuridad del porche. “Suerte” dijo mi padre: “Se
precisaba lluvia”. “Es divino que llueva” comenté aguantando las ganas de
llorar con las ganas trenzadas sobre la entrepierna. Entonces a mi padre se le
ocurrió ir a buscar una cerveza a la heladera y volver a contarme (como en los
campamentos que hacíamos con el tío Pacho cuando yo era muy chico) la historia
de los dos tíos que no pudo llegar a conocer. Se tomó un litro entero de
cerveza mientras crecía la lluvia y Pablo lo oyó hablar de Sabino y de Justo
como en una sesión de catequesis. Aprendió de nuevo que Sabino fue el Romeo de
San Carlos que acabó por burlar los cuatro enclaustramientos impuestos a Carolina
Tomillo por una aristocrática familia fernandina que encerró a la muchacha en
quintas y conventos de Maldonado y de Montevideo (y hasta en una casona de la
isla Gorriti) sin poderla librar del rapto enamorado. “Un día que tengas ganas
le pedís a Natacha que te cuente la historia con todos los detalles” dijo su
padre inclinando el rebrillo ámbar de la botella para evitar la espuma. Después
habló de Justo, el hermano menor de su padre -Florián- que cayó con Saravia a
los veintidós años. “Mi padre me contaba que Sabino tenía una guitarra española
toda incrustada en nácar que no pudo llevarse a Buenos Aires” dijo antes de
irse a acostar: “Se la dejó en custodia al hermano menor. Justo también tocaba,
y también tuvo amores con una fernandina de apellido Tomillo. Sería lindo
encontrar esa guitarra -si es que todavía existe en algún sótano- y mandarla a
arreglar. ¿Qué te parece, Boy”. Yo contesté que sí, con revuelta amargura. Y
esa noche soñé desenfrenadamente con la guitarra nueva que se me había escapado
al borde de la lluvia.
Fue la primera
mañana de reyes que Leonardo lo tuvo que despertar a él. Pablo se puso un short
una camisa y un par de zapatillas, y dejó que su hermano lo aventajar entrando
al comedor en slip y descalzo a romper los paquetes. Encontró una camiseta del
Atenas un calzoncillo una pelota una remera y un Segovia nuevos sin poder ni
reírse. Del otro lado de la estufa había un gran envoltorio que ni se atribuyó.
“A ver” dijo su madre: “Me parece que ese también es tuyo, nene”. Pablo rompió
el paquete y encontró la guitarra de sus antepasados: fingió un asombro
extático y maravillado hasta que se dio cuenta que no quería tocarla. Parece un
guitarra de carnaval, pensé: Y es demasiado chica. No puede ser gran cosa. “A
ver” dijo mi padre: “El luthier montevideano que le cambió los clavijeros y le
hizo algún otro arreglo dice que es una joya”. Pablo estuvo afinándola hasta la
exasperación y tocó el Estudio Nro 9 de Sor y Adelita de Tárrega sin ganas de luchar contra el cambio de monta.
Desde el espacio cinco para arriba no le cabían muy bien los dedos ni le
sonaban limpios los acordes con ceja: tuvo unas ganas locas de correr a buscar
la maldita Sentchordi que ahora amaría rabiosa y evanescentemente durante el
tiempo infiel que ocupa una ex-amada. Después me puse a escuchar el long-play
de Segovia sin poderme dar cuenta de si aquel mascarón sonaba bien o no. “No
quedaste contento” dijo mi madre al terminar el Allegretto de la Sonatina de Moreno
Torroba. Yo le dije “estás loca” y recién estudié la triple franja de astros
que tenía la guitarra no sólo alrededor de su labio central sino todo a lo
largo de sus caderas. “Vamos a ir esta tarde a mostrársela a la tía Natacha”
dijo mi padre, sin dejarse vencer.
No durmieron la
siesta. Salieron en el ómnibus que Pablo tomaba cada lunes a las tres menos
cuarto para ir a recibir la clase de guitarra a Punta del Este. Mi padre le
sacó la funda a la
Sentchordi y envolvió “la estrellera” (como empecé a llamarla
desde ese momento, sin decírselo a nadie) prometiendo comprarle un estuche
decente cuando tuviera plata. La llevaba él. Al arrancar el ómnibus me mostró
una fotografía que había sido encontrada junto con la guitarra en un arcón del
sótano de lo de tío Aparicio (o Pacho) allá en Montevideo. “Este es Sabino con
la tía Natacha” dijo: “Fijate qué figura. Pensar que al poco tiempo de tomada
esta foto Carolina murió tuberculosa y mi tío abuelo empezó a enloquecerse y
escribió a Maldonado para que fueran a buscar a la chiquilina. Natacha tendría
cinco o seis años cuando la trajeron: Carolina murió de veintinueve y Sabino de
treinta, pintando frescos en un manicomio”. Pablo miró el cartón carcomido y
manchado de aquella foto sepia y no le interesó. Le parecieron los pantalones
que le caían bolsudamente sobre las polainas al hombre flaco y alto, y hasta le
causó gracia que fuera orejudo. Habían sido retratados contra una balaustrada
pintada en perspectiva como telón de fondo. El bombín y el bastón de Sabino
Regusci reposaban encima de un sillón floreado que flanqueaba el enorme
pedestal donde estaba parada la niña. Ella tenía un rodete un prendedor y un
vestido de vieja, y abrazaba a su padre alzando la cabeza con boca de susto. El
hombre de bigotes y peinado impecables (como el cuello los puños el paletó el
chaleco y el plastrón enjoyado por un alfiler) tampoco sonreía. Tenía un
erguido soplo de invencibilidad en los rasgos perfectos mientras rodeaba el
talle de la chiquilina para semicubrirle la mano derecha. En la parte de abajo
del cartón había un letrero impreso: Mateo
Ricciardi MR Buenos Aires.
Natacha Regusci
Tomillo observó aquella foto casi sin pestañear. Pablo estaba sentado sobre el
gran baúl forrado con pieles de lobo que ostentaba la foto de Rimbaud bordada a
grandes trazos, y veía a su padre vigilando la reacción de Natacha. “Así que la
encontraron en la casa del único sobrino que nunca me visita” dijo la mujer
fingiendo enojo y mostrándole el cartón al gato gris y blanco que frotaba sus
piernas hacía bastante rato. “Esperá Dominique, que ya te doy la carne. Mirá mi
padre, gato: un verdulero de la
Boca también podía tener su conjunto paquete ¿no te parece?
Nos sacamos la foto para mandársela a tío Florián y a tío Justo a San Carlos,
me contaba mamá, que no quería posar en grupo de familia desde que se murieron
mis hermanos mis mellizos. Pero éste no es papá, Dominique: vos no les hagas
caso a las fotografías”. Entonces se dio vuelta y torció la cabeza sobre la
guitarra que mi padre acababa de desenfundar y se escuchó el tamborilear del
llanto sobre la caja incrustada de nácar. Yo crucé una larga y asustada mirada
con mi padre hasta que ella se levantó una punta del batón para secar la
guitarra. No dejó de llorar hasta que la pudo afinar a fondo y tocar una
sarabanda de Roncalli. “Es algo milagroso” dijo: “Papá me hablaba siempre de la
estrellera española que había
comprado en un remate: fue su primer amor. Suena como esos vinos medio
ajerezados, y eso que las incrustaciones le sacan resonancia. ¿A quién se le
habrá ocurrido arrancarle la etiqueta del fondo?”. “¿Le decía la estrellera?” le pregunté, parándome de
un salto. “Sí” contestó Natacha: “Y cuando se enteró que Justo había muerto
peleando en la revolución dijo que iba a volver a buscar la guitarra a San
Carlos”. Pablo ya no escuchaba. Tampoco razonó que un mecanismo absurdo
ciegamente accesible oculta la verdad sólo hasta aquel momento en que nos
conocemos frente a un espejo humano. “Cuando sepas tocar como se lo merece esta
guitarra quiero que vayas a darle un concierto a Magdalena Tomillo, una tía mía
que fue novia de Justo” dijo Natacha rejuveneciendo: “Vive frente a la Torre del Vigía, en el mismo
caserón donde quedó esperándolo cuando él se fue a la guerra. Ahora debe tener
ochenta y pico largos. Pero yo sé que va a vivir hasta que toques bien”.
Entonces se despidieron. Mi padre me invitó a comer algo en un bar de Gorlero y
yo supe sonriendo que había que festejar. Volví a verlo tomarse un litro de
cerveza bajo la noche azul lavada por la lluvia y fumarse un Sinniko en la
parada con las dos manos libres, porque ahora no dejé que nadie me llevara la
estrellera sin fondo.
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