MIRCEA ELIADE
EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN
DUODÉCIMA ENTREGA
3. “Desdicha e historia”
La historia considerada como
teofanía
Para los hebreos, toda nueva calamidad histórica era considerada como un
castigo infligido por Yahvé, encolerizado por el exceso de pecados a que se
entregaba el pueblo elegido. Ningún desastre militar parecía absurdo, ningún
sufrimiento era vano, pues más allá del “acontecimiento” siempre podía
entreverse la voluntad de Yahvé. Aun más: puede decirse que esas catástrofes
eran necesarias, estaban previstas
por Dios para que el pueblo judío no fuese contra su propio destino enajenando
la herencia religiosa legada por Moisés. En efecto, cada vez que la historia se lo permitía, cada vez que
vivían una época de paz y de prosperidad económica relativa, los hebreos se
alejaban de Yahvé y se acercaban a los Baal y Astarté de sus vecinos.
Únicamente las catástrofes históricas los ponían de nuevo en el camino recto,
les hacían volver por fuerza sus miradas locas hacia el verdadero Dios. “Mas
después clamaron al Señor y dijeron: Hemos pecado, porque hemos dejado al
Señor, y hemos servido a los Baal y Astarté; líbranos, pues, ahora de las manos
de nuestros enemigos y te serviremos”. Esa vuelta hacia el verdadero Dios en la
hora del desastre nos recuerda el acto desesperado del primitivo, que necesita,
para redescubrir la existencia del Ser Supremo, la extrema gravedad de un
peligro y el fracaso de todas las intervenciones ante otras “formas” divinas
(dioses, antepasados, demonios). Sin embargo, los hebreos, inmediatamente
después de la aparición de los grandes imperios militares asiriobabilónicos en
su horizonte histórico, vivieron sin interrupciones bajo la amenaza anunciada
por Yahvé: “Mas si no oyeres la voz del Señor, sino que fuereis rebeldes a sus
palabras, será la mano del Señor sobre vosotros, y sobre vuestros padres”.
Los profetas no hicieron no hicieron sino confiar y ampliar, mediante
sus visiones aterradoras, el ineluctable castigo de Yahvé respecto a su pueblo,
que no había sabido conservar la fe. Y solamente en la medida en que tales
profecías eran validadas por catástrofes -como se produjo, por lo demás, de
Elías a Jeremías- los acontecimientos históricos obtenían una significación
religiosa, es decir, aparecían claramente como los castigos infligidos por el
Señor a cambio de las impiedades de Israel. Gracias a los profetas, que
interpretaban los acontecimientos contemporáneos a la luz de una fe rigurosa,
esos acontecimientos se transformaban en “teofanías negativas”, en “ira” de
Yahvé. De esa manera no sólo adquirían un sentido (pues hemos visto que cada
acontecimiento histórico tenía su significación propia para todo el mundo
oriental), sino que también desvelaban su coherencia íntima, afirmándose como
la expresión concreta de una misma, única,
voluntad divina. Así, por vez primera, los profetas valoran la historia, consiguen superar la visión tradicional del
ciclo -concepción que asegura a todas
las cosas una eterna repetición- y descubren un tiempo de sentido único. Este
descubrimiento no será inmediata y totalmente aceptado por la conciencia de
todo el pueblo judío, y las antiguas concepciones sobrevivirán todavía mucho
tiempo (véase el párrafo siguiente).
Pero voz vez primera se ve afirmarse y progresar la idea de que los
acontecimientos históricos tienen un valor en
sí mismos, en la medida en que son determinados por la voluntad de Dios.
Ese Dios del pueblo judío ya no es una divinidad oriental creadora de hazañas
arquetípicas, sino una personalidad que
interviene sin cesar en la historia,
que revela su voluntad a través de los acontecimientos (invasiones, asedios,
batallas, etc.). Los hechos históricos se convierten así en “situaciones” del
hombre frente a Dios, y como tales adquieren un valor religioso que hasta
entonces nada podía asegurarles. Por eso es posible afirmar que los hebreos
fueron los primeros en descubrir la significación de la historia como epifanía
de Dios, y esta concepción, como era de esperar, fue seguida y ampliada por el
cristianismo.
Podemos incluso preguntarnos si el monoteísmo, fundado en la revelación
directa y personal de la divinidad, no trae necesariamente consigo la
“salvación” del tiempo, su “valoración” en el cuadro de la historia. Sin duda
la noción de revelación se encuentra, bajo formas desigualmente transparentes,
en todas las religiones, y llegaríamos a decir que en todas las culturas. En
efecto -véase el capítulo I-, los hechos arquetípicos -ulteriormente
reproducidos sin cesar por los hombres- eran a un tiempo hierofanías o
teofanías. La primera danza, el primer duelo, la primera expedición de pesca,
así como la primera ceremonia nupcial o el primer ritual, se convertían en
ejemplos para la humanidad, porque revelaban un modo de existencia de la
divinidad, del hombre primordial, del civilizador, etc. Pero esas revelaciones
se verificaron en el tiempo mítico,
en el instante extratemporal del comienzo; por eso, como hemos visto en el
capítulo I, todo coincidía en cierto sentido con el principio del mundo, con la
cosmogonía. Todo ocurrió y fue
revelado en ese momento, in illo tempore: la creación del mundo,
y la del hombre, y su establecimiento en la situación prevista para él en el
cosmos, hasta en sus menores detalles (fisiología, sociología, cultura, etc.).
Muy distinto sucede en el caso de la revelación monoteísta. Esta se
efectúa en el tiempo, en la duración
histórica. Moisés recibe la “Ley” en cierto “lugar” y en cierta “fecha”.
Ciertamente, aquí también intervienen arquetipos, en el sentido de que esos
acontecimientos, promovidos a ejemplares, serán repetidos, pero no lo serán
sino cuando les llegue su tiempo, es decir, en un nuevo illud tempus. Por ejemplo, como lo profetiza Isaías (XI, 15-16),
los milagros del pasaje del mar Rojo y del Jordán se repetirán “ese día”. Pero
el momento de la revelación hecha a Moisés por Dios no deja de ser un momento
limitado y bien determinado en el tiempo. Y como asimismo representa una
teofanía, adquiere así una nueva dimensión: se hace preciso en la medida en que
ya no es reversible, en que es un acontecimiento histórico.
Sin embargo, el mesianismo no llega a superar la valoración escatológica
del tiempo: el futuro regenerará al
tiempo, es decir, le devolverá su pureza y su integridad originales. In illo tempore se coloca así no sólo en
el comienzo, sino también al final de los tiempos. Es fácil descubrir también
en esas amplias visiones mesiánicas la antiquísima estructura de la
regeneración anual del cosmos por la repetición de la creación y por el drama
patético del Rey. El Mesías asume -en un plano superior, evidentemente- el
papel escatológico del Rey-dios o del Rey-representante de la divinidad en la
tierra, cuya principal misión era regenerar periódicamente la naturaleza
entera. Sus sufrimientos recuerdan los del Rey, pero, como en los antiguos
escenarios, la victoria siempre era, el cabo, del Rey. La única diferencia es
que esa victoria sobre las fuerzas de las tinieblas y del caos ya no se produce
regularmente cada año, sino que es proyectada en un illo tempore futuro y mesiánico.
Bajo la “presión de la historia” y sostenida por la experiencia
profética y mesiánica, una nueva interpretación de los acontecimientos
históricos se abre paso en el seno del pueblo de Israel. Sin renunciar
definitivamente a la concepción tradicional de los arquetipos y de las
repeticiones, Israel intenta “salvar” los acontecimientos históricos
considerándolos como manifestaciones activas de Yahvé. Mientras que, por
ejemplo, para las poblaciones mesopotámicas los “sufrimientos” individuales o
colectivos eran “soportados” en la medida en que se debían al conflicto entre
las fuerzas divinas y demoníacas, es decir, en que formaban parte del drama
cósmico (desde siempre y ad infinitum la creación iba precedida
por el caos y tendía a reabsorberse en él; desde
siempre y ad infinitum un nuevo
nacimiento implicaba sufrimientos y pasiones, etcétera), para el Israel de los
profetas mesiánicos, los acontecimientos históricos podían ser soportados
porque, por un lado, eran queridos por Yahvé y, por otro, eran necesarios para
la salvación definitiva del pueblo
elegido. Volviendo a las antiguas expresiones (del tipo Tammuz) de la “pasión”
de Dios, el mesianismo les confiere un valor nuevo, aboliendo ante todo la
posibilidad de su repetición ad infinitum.
Cuando llegue el Mesías el mundo se salvará de
una vez por todas y la historia dejará de existir. En este sentido se puede
hablar no sólo de una valoración escatológica del futuro, de “ese día”, sino también de la “salvación” del devenir
histórico. La historia no parece ya como un ciclo que se repite hasta lo
infinito, como la presentaban los pueblos primitivos (creación, agotamiento,
destrucción, recreación animal del cosmos) y como la formulaban (según veremos
enseguida) las teorías de origen babilónico (creación, destrucción, creación
que se extendía sobre intervalos de tiempo considerables: milenios, “Años
Magnos”, Eones); la historia, directamente fiscalizada por la voluntad de
Yahvé, aparece como una sucesión de teofanías “negativas” o “positivas”, cada
una de las cuales tiene su valor intrínseco. Ciertamente, todas las derrotas
militares pueden ser referidas a un arquetipo: la cólera de Yahvé. Pero cada
una de esas derrotas, pese a ser en realidad la repetición del mismo arquetipo,
no deja de tener un coeficiente de irreversibilidad: la intervención personal
de Yahvé. La caída de Samaria, por ejemplo, aun cuando se asimilable a la de
Jerusalén, se diferencia, sin embargo, por el hecho de que fue provocada por un
nuevo acto de Yahvé, por una nueva intervención del Señor en la historia.
Pero es menester no olvidar que dichas concepciones mesiánicas son la
creación exclusiva de una élite religiosa.
Durante una larga sucesión de siglos, esa élite
dirigió la educación religiosa del pueblo de Israel sin conseguir nunca
desarraigar los valores paleoorientales tradicionales de la vida y de la
historia. Los retornos periódicos de los hebreos a los Baal y Astarté se
explican también, en buena parte, por su negativa a valorar la historia, a
considerarla como una teofanía. Para las capas populares, en particular para
las comunidades agrarias, la antigua concepción religiosa (la de los Baal y
Astarté) era preferible; los mantenía más cerca de la “Vida” y los ayudaba, ya
que no a ignorar, por lo menos a soportar la historia. La voluntad
inquebrantable de los profetas mesiánicos de mirar la historia de frente y de aceptarla como un aterrador diálogo con
Yahvé; su voluntad de hacer fructificar moral y religiosamente las derrotas
militares y de soportarlas porque eran consideradas como necesarias para la reconciliación de Yahvé con el pueblo de Israel
y para la salvación final -esa voluntad de considerar cualquier momento como un momento decisivo y por consiguiente de valorarla religiosamente- exigía una
tensión espiritual demasiado fuerte , y la mayoría de la población israelita
rehusaba someterse a ella (1), del mismo modo que la mayor parte de los
cristianos -especialmente de los elementos populares- se rehusaron a vivir la
vida auténtica del cristianismo. Era más consolador -y más cómodo- en la mala
suerte y la desdicha seguir acusando a un “accidente” (sortilegio, etc.),
fácilmente reparable por medio de un sacrificio (aunque se tratase de
sacrificar los recién nacidos a Moloch).
Sobre ese particular, el ejemplo clásico del sacrificio de Abraham pone
admirablemente en evidencia la diferencia entre la concepción tradicional de la
repetición de la hazaña arquetípica y la nueva dimensión, la fe, adquirida por la experiencia religiosa (2). Desde el punto de
vista formal, el sacrificio de Abraham no es más que el sacrificio del
primogénito, uso frecuente en aquel mundo semita en el que se desarrollaron los
hebreos hasta la época de los profetas. El primer hijo era considerado a menudo
como el del dios; en efecto, en todo el Oriente arcaico, las jóvenes tenían la
costumbre de pasar una noche en el templo y así eran fecundadas por el dios
(por su representante, el sacerdote, o por su enviado, el “extranjero”).
Mediante el sacrificio de ese primer hijo se devolvía a la divinidad lo que le
pertenecía. La sangre joven aumentaba así la energía agotada del dios (pues las
divinidades llamadas de la fertilidad agotaban su propia sustancia en el
esfuerzo desplegado para sostener al mundo y asegurar su opulencia; tenían,
pues, necesidad de ser regeneradas periódicamente). Y, en cierto sentido, Isaac
era un hijo de Dios, puesto que les había sido dado a Abraham y a Sara cuando
esta ya se hallaba muy lejos de la edad de concebir. Pero Isaac les fue dado
por la fe de estos; era hijo de la
promesa y de la fe. Su sacrificio por Abraham, aun cuando se parece formalmente
a todos los sacrificios de recién nacidos del mundo paleosemítico, se
diferencia fundamentalmente por el contenido. En tanto que para todo el mundo
paleosemítico semejante sacrificio, a pesar de su función religiosa, era
únicamente una costumbre, un rito
cuyo significado era perfectamente inteligible, en el caso de Abraham es un acto de fe. Abraham no comprende por qué se le pide dicho sacrificio, y sin embargo lo
lleva a cabo porque se lo ha pedido el señor. Por ese acto, en apariencia
absurdo, Abraham funda una nueva experiencia religiosa, la fe. Los demás (todo el mundo oriental) siguen moviéndose en una
economía de lo sagrado que será superada por Abraham y sus sucesores. Los
sacrificios de aquellos pertenecían -para utilizar la terminología de
Kierkegaard- a “lo general”; es decir, estaban fundados en teorías arcaicas en
las que sólo se trataba de la circulación de la energía sagrada en el cosmos
(de la divinidad a la naturaleza y al hombre, luego del hombre -por el
sacrificio- de nuevo a la divinidad, etc.). Eran actos que hallaban su justificación
en sí mismos; encuadraban en un sistema lógico y coherente; lo que había sido
de Dios debía volver a Él. Para Abraham, Isaac era un don del Señor y no el producto de una concepción directa y
sustancial. Entre Dios y Abraham se abría un abismo, una ruptura radical de
continuidad. El acto religioso de Abraham inaugura una nueva dimensión
religiosa: Dios se revela como personal, como una existencia “totalmente
distinta” que ordena, gratifica, pide, sin ninguna justificación racional (es
decir, general y previsible) y para quien todo
es posible. Esa nueva dimensión religiosa hace posible la “fe” en el
sentido judeocristiano.
Hemos citado este ejemplo con el fin de señalar la novedad de la religión judía respecto a las estructuras
tradicionales. Así como la experiencia de Abraham puede ser considerada como
una nueva posición religiosa del hombre en el cosmos, del mismo modo, a través
del profetismo y el mesianismo, los acontecimientos históricos se presentan en
la conciencia de las élites israelitas,
como una dimensión que estas no poseían hasta entonces: el acontecimiento
histórico se convierte en teofanía, en la cual se develan tanto la voluntad de
Yahvé como las relaciones personales entre
él y el pueblo que ha elegido. La misma concepción, enriquecida por la
elaboración de la cristología servirá de base a la filosofía de la historia que
el cristianismo, a partir de San Agustín, se esforzará por construir. Pero,
repitámoslo, tanto en el cristianismo como en el judaísmo, el descubrimiento de
una nueva dimensión de la experiencia religiosa, la fe, no acarrea una modificación radical de las concepciones
tradicionales. La fe solamente se hace posible
para cada cristiano en particular. La gran mayoría de las poblaciones
llamadas cristianas continúa hasta nuestra época preservándose de la historia
mediante los recursos de ignorarla y soportarla antes de concederle la
significación de una teofanía “negativa” o “positiva”.
La aceptación y la valorización de la historia por las élites judaicas no significa, sin
embargo, que la actitud tradicional, que hemos examinado en el capítulo
precedente, esté superada. Las creencias mesiánicas de una regeneración final
del mundo denotan igualmente una actitud antihistórica.
Como ya no puede ignorar o abolir periódicamente la historia, el hebreo la
soporta con la esperanza de que cesará
definitivamente en un momento más o menos lejano. La irreversibilidad de
los acontecimientos históricos y del tiempo es compensada por la limitación de
la historia en el tiempo. En el horizonte espiritual mesiánico, la resistencia
a la historia aparece como más firme que en el horizonte tradicional de los
arquetipos y de las repeticiones: si aquí la historia era rechazada, ignorada o
abolida por la repetición periódica de la creación y por la regeneración periódica
del tiempo, en la concepción mesiánica la historia debe ser soportada porque
tiene una dimensión escatológica, pero sólo puede ser soportada porque se sabe
que algún día cesará. La historia es
así abolida, no por la conciencia de vivir un eterno presente (coincidencia en
el instante atemporal de la revelación de los arquetipos), ni por medio de un
ritual periódicamente repetido (por ejemplo, los ritos del principio del año,
etc.), sino abolida en el futuro. La
regeneración periódica de la creación es reemplazada por una regeneración única que ocurrirá en un in illo tempore por venir. Pero la
voluntad de poner fin a la historia de manera definitiva es, al igual que las
otra concepciones tradicionales, una actitud antihistórica.
Notas
1) Sin las élites
religiosas, y más particularmente sin los profetas, el judaísmo no se
habría diferenciado demasiado de la religión de la colonia judía de Elefantina,
que conservó hasta el siglo V a. de C. la religiosidad palestiniana popular;
cf. A. Vincent, La Religion des
Judéo-Araméens d’Eléphantine (París, 1937). La “historia” había permitido a
esos hebreos de la “diáspora” conservar junto a Yahvé (Iaho), en un sincretismo
cómodo, otras divinidades (Bethel, Harambethel, Ashumbethel) y hasta la diosa
Anat. Es una confirmación más de la importancia de la “historia” en el
desarrollo de la experiencia religiosa judaica y de su permanente conservación
bajo tensiones elevadas. Pues no olvidemos que el profetismo y el mesianismo
han sido validados ante todo por la presión de la historia contemporánea.
2) Quizá sea útil precisar que la llamada “fe” en el
sentido judeocristiano se diferencia, desde el punto de vista estructural, de
las demás experiencias religiosas arcaicas. La autenticidad y la validez
religiosas de estas últimas no deben ponerse en duda, pues se fundan en una
dialéctica de lo sagrado universalmente verificada. Pero la experiencia de la “fe”
se debe a una nueva teofonía, a una nueva revelación que anuló, para las élites respectivas, la validez de las
otras hierofanías. Véase sobre el particular el capítulo I de nuestro Traité d’Historie des Religions.
3) Esto no implica la no religiosidad de dichas
poblaciones (que en su mayor parte son de estructura agraria), sino solamente
la revaloración “tradicional” (arquetípica) que han concedido a la experiencia
cristiana.
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