MIRCEA ELIADE
EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN
UNDÉCIMA ENTREGA
3. “Desdicha e historia”
“Normalidad del sufrimiento”
Con este capítulo quisiéramos abordar la vida humana y la “existencia
histórica” desde un nuevo punto de vista. El hombre arcaico -ya lo hemos visto-
intenta oponerse, por todos los medios a su alcance, a la historia considerada como una sucesión de acontecimientos
irreversibles, imprevisibles y de valor autónomo. Niégase a aceptarla y a
valorarla como tal, como historia,
sin conseguir, no obstante, conjurarla siempre; por ejemplo, nada puede contra
las catástrofes cósmicas, los desastres militares, las injusticias sociales
vinculadas a la estructura misma de la sociedad, a las desgracias personales,
etc. Por eso sería interesante saber cómo soportaba
esa “historia” el hombre arcaico; es decir, cómo sufría las calamidades, la
mala suerte y los “padecimientos” que tocaban a cada individuo y a cada
colectividad.
¿Qué significaba “vivir” para un hombre perteneciente a las culturas
tradicionales? Ante todo, vivir según modelos extrahumanos, conforme a los
arquetipos. Por consiguiente, vivir en el corazón de lo real, puesto que -en el capítulo I ha sido suficientemente
subrayado- lo único verdaderamente real son los arquetipos. Vivir de
conformidad con los arquetipos equivalía a respetar la “ley”, pues la ley no
era sino una hierofanía primordial, la revelación in illo tempore de las normas de la existencia hechas por una
divinidad o un ser mítico. Y, si por la repetición de las acciones
paradigmáticas y por medio de las ceremonias periódicas, el hombre arcaico
conseguía, como hemos visto, anular el tiempo, no por eso dejaba de vivir en
concordancia con los ritmos cósmicos; incluso podríamos decir que se integraba
a dichos ritmos (recordemos sólo cuán “reales” son para él el día y la noche,
las estaciones, los ciclos lunares, los solsticios, etc.).
¿Qué podrían significar en el cuadro de semejante existencia el
“padecimiento” y el “dolor”? En ningún caso una experiencia desprovista de
sentido que el hombre no puede “soportar” en la medida en que es inevitable,
como soporta, por ejemplo, los rigores del clima. Cualesquiera fueran la
naturaleza y la causa aparente, su
padecimiento tenía un sentido; respondía, si no siempre a un prototipo, por
lo menos a un orden cuyo valor no era discutido. Se ha dicho que el gran mérito
del cristiano, frente a la antigua moral mediterránea, fue haber valorado el
sufrimiento: haber transformado el dolor, de estado negativo, en experiencia de
contenido espiritual “positivo”. La aserción vale en la medida en que se trata
de una valoración del sufrimiento y
aun de buscar el dolor por sus
cualidades salvadoras. Pero si la humanidad precristiana no buscó el
sufrimiento y no lo valoró (fuera de unas raras excepciones) como instrumento
de purificación y de ascensión espiritual, jamás lo consideró como desprovisto de significación. Hablamos
aquí, evidentemente, del sufrimiento en cuanto acontecimiento, en cuanto hecho
histórico, del padecimiento provocado por una catástrofe cósmica (sequía, inundación,
tempestad, etc.), o una invasión (incendio, esclavitud, humillación, etc.), o
las injusticias sociales, etc.
Si tales padecimientos pudieron ser soportados fue precisamente porque
no parecían gratuitos ni arbitrarios. Los ejemplos serían superfluos; están al
alcance de la mano. El primitivo, que ve su campo devorado por la sequía, su
ganado diezmado por la enfermedad, su hijo enfermo, que se siente él también
con fiebre, o que comprueba que es un cazador demasiado a menudo sin suerte,
etcétera, sabe que todas esas circunstancias no incumben al azar, sino a ciertas influencias mágicas
o demoníacas, contra las cuales el brujo o el sacerdote disponen de armas. Así,
del mismo modo que la comunidad lo hace cuando se trata de una catástrofe
cósmica, se dirige al brujo para eliminar la acción mágica, o al sacerdote para
que los dioses le sean favorables. Si esas intervenciones no dan resultado, los
interesados recuerdan la existencia del Ser Supremo, casi olvidado el resto del
tiempo, y le ruegan mediante la ofrenda de sacrificios: “Tú, el Altísimo, no te
lleves a mi hijo; ¡todavía es demasiado pequeño!”, imploran los nómadas selknam
de Tierra del Fuego. “Oh Tsunigoam -se lamentan los hotentotes-, sólo tú sabes
que no soy culpable!”. Durante la tempestad, los pigmeos semang se arañan las
pantorrillas con un cuchillo de bambú y esparcen por todos lados gotitas de
sangre, gritando: “¡Ta Pedn! No estoy endurecido; pago mi culpa. ¡Acepta mi
deuda al pago!”. Subrayemos de paso un paso un punto que hemos desarrollado en
forma detallada en nuestro Traité
d’Histoire des Religions: en el culto de los pueblos llamados primitivos,
los Seres Supremos celestiales no intervienen sino en última instancia, cuando
todas las diligencias hechas ante los dioses, los demonios o los brujos, con el
fin de alejar un “sufrimiento” (sequía, exceso de lluvia, calamidad,
enfermedad, etc.), han fracasado. Los pigmeos semang, en esa ocasión, confiesan
las faltas de que se creen culpables, costumbre que vuelve a encontrarse
esporádicamente en otras partes, donde igualmente acompaña el último recurso
para eludir un padecimiento.
Sin embargo, cada momento del tratamiento mágico-religioso del
“sufrimiento” ilustra con limpidez el
sentido de este último: proviene de la acción mágica de un enemigo, de una
infracción a un tabú, del paso por una zona nefasta, de la cólera de un dios o
-cuando las demás hipótesis resultan inoperantes- de la voluntad o del enojo
del Ser Supremo. El primitivo -y no sólo él, como al instante veremos- no puede
concebir u “sufrimiento” (1) no provocado; éste proviene de una falta personal
(si está convencido de que es una falta religiosa) o de la maldad del vecino
(caso que el brujo descubra que se trata de una acción mágica), pero siempre
hay una falta en la base; o por lo menos una causa identificada en la voluntad del Dios Supremo olvidado, a
quien el hombre se ve obligado a dirigirse en última instancia. En cada uno de
los casos, el “sufrimiento” se hace coherente y por consiguiente llevadero. El
primitivo lucha contra ese “sufrimiento” con todos los medios mágico-religiosos
a su alcance, pero lo soporta moralmente, porque no es absurdo. El momento crítico del “sufrimiento” es aquel en que
aparece; el padecimiento sólo perturba en la medida en que su causa permanece todavía
ignorada. En cuanto el brujo o el sacerdote descubre la causa por la cual los
hijos o los animales mueren, la sequía se prolonga, las lluvias arrecian, la
caza desaparece, etc.; tiene un sentido y una causa, y por consiguiente puede
ser incorporado a un sistema y explicado.
Lo que acabamos de decir del “primitivo” se aplica también en buena
parte al hombre de las culturas arcaicas. Ciertamente, los motivos que sirven
como justificación del sufrimiento y el dolor varían según los pueblos, pero la
justificación vuelve a encontrarse en todas partes. En general puede decirse
que el sufrimiento es considerado como la consecuencia de un extravío en
relación a la “norma”. Cae de su peso que esa “norma” difiere de un pueblo a
otro y de una civilización a otra. Pero lo importante para nosotros es que el
sufrimiento y el dolor no son en parte alguna -en el cuadro de las
civilizaciones arcaicas- considerados como “ciegos” y desprovistos de sentido.
Así los hindúes elaboraron tempranamente una concepción de la causalidad
universal, el karma, que explica los
acontecimientos y padecimientos actuales del individuo, y a un mismo tiempo
explica la necesidad de las transmigraciones, A la luz de la ley del karma, los sufrimientos no sólo hallan
un sentido, sino que adquieren también un valor positivo. Los sufrimientos de
la existencia actual no son sólo merecidos
-puesto que son el efecto fatal de los crímenes y de las faltas cometidas
en el curso de las existencias anteriores-, sino además bienvenidos, pues sólo de ese modo es posible recordar y liquidar
una parte de la deuda kármica que pesa sobre el individuo y decide el ciclo de
sus existencias futuras. Según la concepción hindú, todo hombre nace con una
deuda, pero con la libertad de contraer otras nuevas. Su existencia forma una
larga serie de pagos y préstamos, cuya contabilidad no siempre es aparente. El
que no esté totalmente desprovisto de inteligencia puede sobrellevar con
serenidad los sufrimientos, los dolores, los golpes que recibe, las injusticias
de que se le hace objeto, etc., porque por cada una de ellas recibe una
ecuación kármica, que en el curso de una existencia anterior quedó sin solución.
Evidentemente, la especulación hindú buscó y descubrió muy pronto medios por
los cuales el hombre puede liberarse de la cadena sin fin, causa-efecto-causa,
etc., regida por la ley kármica. Pero semejantes soluciones no invalidan en
nada el sentido de los sufrimientos;
al contrario, lo refuerzan. Lo mismo que el Yoga, el budismo parte del
principio de que la existencia entera es dolor, y ofrece la posibilidad de
superar de manera definitiva y concreta la sucesión ininterrumpida de
sufrimientos en que se resuelve toda existencia humana en último análisis. Pero
el budismo, como el Yoga y como cualquier otro método hindú de conquista de la
libertad, no pone en duda un solo instante la “normalidad” del dolor. Para el
Vedanta el sufrimiento sólo es “ilusorio” en la medida en que lo es el universo
entero; ni la experiencia humana del dolor ni el universo son realidades en el sentido ontológico del
término. Fuera de la excepción constituida por las escuelas materialistas
Lokayata y Charvaka -para las cuales no existe ni “alma” ni “Dios”, y que
consideran que rehuir el dolor y buscar el placer es el único fin sensato que
pueda proponerse el hombre-, toda la India concede a los sufrimientos, se cual
fuere su naturaleza (cósmicos, psicológicos o históricos), un sentido y una
función bien determinados. El karma determina
que todo cuanto se produce en el mundo ocurre de conformidad con la ley
inmutable de la causa y del efecto.
Si bien en ningún otro caso del mundo arcaico hallamos una fórmula tan
explícita como la del karma para
explicar la “normalidad” de los sufrimientos, no obstante en todas partes
encontraremos igual tendencia a conceder al dolor y a los acontecimientos
históricos una “significación normal”. No se trata de mencionar aquí todas las
expresiones de esas tendencias. Un poco por todas partes encontramos la
concepción arcaica (que domina en los primitivos), según la cual el sufrimiento
es imputable a la voluntad divina, ya sea que intervenga esta directamente para
producirlo, ya que para que permita a otras fuerzas, demoníacas o divinas, que
lo provoquen. La destrucción de una cosecha, la sequía, el saqueo de una ciudad
por el enemigo, la pérdida de la libertad o la vida, una calamidad, sea cual
fuere (epidemia, terremoto, etc.), nada deja de hallar, de uno u otro modo, su
explicación y su justificación en lo trascendente, en la economía divina. Ya
sea porque el dios de la ciudad vencida fuera menos poderoso que el del ejército
victorioso, ya porque hubiera una falta de ritual de la comunidad entera o
solamente de una simple familia hacia una divinidad cualquiera, o también
porque entraron en juego sortilegios, demonios, negligencias, maldiciones, la
explicación responde siempre a un sufrimiento individual o colectivo. Y por
consiguiente es, puede ser,
soportable.
Hay más: en el área mediterráneo-mesopotámica, los padecimientos del
hombre fueron tempranamente relacionados con los de un dios. Era dotarlos de un
arquetipo que les confería a la vez realidad y “normalidad”. El antiquísimo
mito del sufrimiento, de la muerte y de la resurrección de Tammuz tienen
paralelos e imitaciones en casi todo el mundo paleooriental, y se han
conservado huellas de él hasta en la gnosis postcristiana. Resultaría fuera de
lugar abordar aquí los orígenes cosmológico-agrícolas y la estructura
escatológica de Tammuz. Nos limitaremos a recordar que los sufrimientos y la
resurrección de Tammuz suministraron también modelo a los sufrimientos de otras
divinidades (Marduk, por ejemplo), y sin duda fueron imitados (por consiguiente
repetidos) cada año por el rey. Las
lamentaciones y los regocijos populares con que se conmemoraban los
sufrimientos, la muerte y la resurrección de Tammuz, o de cualquiera otra
divinidad cósmico-agraria, tuvieron en la conciencia del Oriente arcaico una
resonancia cuya amplitud no se aprecia debidamente. Pues no se trataba sólo de
un presentimiento de la resurrección que seguirá a la muerte del hombre, sino
asimismo de la virtud consoladora de los sufrimientos de Tammuz para cada hombre en particular.
Cualquier sufrimiento puede soportarse con tal de rememorar el drama de Tammuz.
Pues ese drama mítico recordaba al hombre que el sufrimiento nunca es
definitivo, que la muerte siempre es seguida por la resurrección, que toda
derrota es anulada y superada por la victoria final. La analogía entre esos
mitos y el drama lunar, esbozado en el capítulo anterior, es evidente. Lo que
ahora queremos hacer notar es que Tammuz -o toda otra variante del mismo
arquetipo- justifica o, en otros términos, hace llevaderos los sufrimientos del
“justo”. El Dios -como tantas veces el “justo”, “el inocente”- sufría sin ser
culpable. Se le humillaba, se le golpeaba hasta sangrar, encerrado en un “pozo”,
es decir, en el infierno. Ahí es donde la Gran Diosa (o, en las versiones
tardías y gnósticas, un “mensajero”) le visitaba, le daba valor y le
resucitaba. Ese mito tan consolador del sufrimiento del dios tardó mucho en
desparecer de la conciencia de los pueblos orientales. El profesor Geo
Windengren, por ejemplo, cree volver a encontrarlo entre los prototipos
maniqueístas y mandeanos, pero seguramente con las inevitables alteraciones y
las valencias nuevas adquiridas en la época del sincretismo grecooriental. En
todo caso, un hecho se impone a nuestra atención: que tales escenarios
mitológicos presentan una estructura en extremo arcaica, y derivan -sino “históricamente”,
al menos formalmente- de mitos lunares de cuya antigüedad no tenemos derecho a
dudar. Hemos comprobado que los mitos lunares permitían una visión optimista de
la vida en general; todo ocurre de modo cíclico, la muerte es inevitablemente
seguida por una resurrección, el cataclismo por una nueva creación. El mito
paradigmático de Tammuz (extendido también a otras divinidades mesopotámicas)
nos propone una nueva validación de ese mismo optimismo: no es sólo la muerte
del individuo la que se “salva”, sino también sus sufrimientos. Por lo menos, las resonancias gnósticas, mandeanas y
maniqueístas del mito de Tammuz así lo dejan entender. Para las sectas
mencionadas, el hombre como tal debe
soportar la suerte que otrora cupo a Tammuz; caído en el “pozo”, esclavo del “Príncipe
de las Tinieblas”, despierta al hombre un mensajero que le anuncia la buena
nueva de su próxima salvación, de su “liberación”. Por más que estemos
desprovistos de documentos que nos permitan extender a Tammuz las mismas
conclusiones, nos sentimos inclinados a creer que su drama no era considerado
como extraño al drama humano. De ahí el gran “éxito” popular de los ritos relativos
a las divinidades llamadas de la vegetación.
Notas
1) Precisemos una vez más que, desde el punto de vista
de los pueblos o de las clases ahistóricas, el “sufrimiento” equivale a la “historia”.
Esta equivalencia puede verificarse aun en nuestros días en las civilizaciones
campesinas europeas.
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