CARSON McCULLERS (1917
– 1967)
LA BALADA DEL CAFÉ
TRISTE
PRIMERA ENTREGA
El pueblo de por sí ya es melancólico. No
tiene gran cosa, aparte de la fábrica de hilaturas de algodón, las casas de dos habitaciones donde viven los obreros, varios melocotoneros,
una iglesia con dos vidrieras de colores, y una miserable calle Mayor
que no medirá más de cien metros. Los sábados llegan los granjeros de los
alrededores para hacer sus compras y charlar un rato. Fuera de eso, el pueblo es solitario, triste; está como
perdido y olvidado del resto del mundo. La estación de ferrocarril más próxima
es Society City, y las líneas de autobuses Greyhound y White Bus pasan
por la carretera de Forks Falls, a tres millas de distancia. Los inviernos son
cortos y crudos y los veranos blancos de luz y de un calor rabioso. Si se pasa por la calle Mayor en una tarde de
agosto, no encuentra uno nada que hacer. El edificio más grande, en el centro
mismo del pueblo, está cerrado con tablones clavados y se inclina tanto
a la derecha que parece que va a derrumbarse de un momento a otro. Es una casa
muy vieja: tiene un aspecto extraño,
ruinoso, que en el primer momento no se sabe en qué consiste; de pronto cae uno
en la cuenta de que alguna vez, hace mucho tiempo, se pintó el porche delantero
y parte de la fachada; pero lo dejaron a medio pintar y un lado de la casa está
más oscuro y más sucio que el otro. La casa parece abandonada. Sin embargo, en
el segundo piso hay una ventana que no está atrancada; a veces, a última hora
de la tarde, cuando el calor es más sofocante, aparece una mano que va abriendo
despacio los postigos, y asoma una cara que mira a la calle. Es una de esas
caras borrosas que se ven en sueños: asexuada, pálida, con unos ojos grises que
bizquean hacia dentro tan violentamente que parece que están lanzándose el uno
al otro una larga mirada de congoja. La cara permanece en la ventana
durante una hora, aproximadamente; luego se vuelven a cerrar los postigos, y ya no se ve alma viviente en toda la
calle. Esas tardes de agosto... Después de subir y bajar por la calle, ya no
sabe uno qué hacer; en todo caso, puede uno llegarse hasta la carretera
de Forks Falls para ver a la cuerda de presos. Y lo cierto es que en este pueblo hubo una vez un café. Y esta casa
cerrada era distinta de todas las demás, en muchas leguas a la redonda. Había
mesas con manteles y servilletas de papel, ventiladores eléctricos con cintas
de colores, y se celebraban grandes reuniones los sábados por la noche. La
dueña del café era miss Amelia Evans. Pero la persona que más contribuía al
éxito y a la animación del local era un jorobado, a quien llamaban «el primo
Lymon». Otra persona ligada a la historia del café era el ex marido de miss
Amelia, un hombre terrible que regresó al pueblo después de cumplir una larga
condena en la cárcel, causó desastres y volvió a seguir su camino. Ha pasado mucho
tiempo; el café está cerrado desde entonces, pero todavía se le recuerda.
La casa no había sido
siempre un café. Miss Amelia la heredó de su padre, y al principio era un almacén
de piensos, guano, comestibles y tabaco. Miss Amelia era muy rica: además del
almacén, poseía una destilería a tres millas del pueblo, detrás de los
pantanos, y vendía el mejor whisky de la región. Era una mujer morena, alta, con una musculatura
y una osamenta de hombre. Llevaba el pelo
muy corto y cepillado hacia atrás, y su cara quemada por el sol tenía un aire
duro y ajado. Podría haber resultado guapa si ya entonces no hubiera sido
ligeramente bizca. No le habían faltado pretendientes, pero a miss Amelia no le
importaba nada el amor de los hombres; era un ser solitario. Su matrimonio fue
algo totalmente distinto de todas las demás bodas de la región: fue una unión extraña
y peligrosa, que duró sólo diez días y dejó a todo el pueblo asombrado y
escandalizado. Dejando a un lado aquel casamiento, miss Amelia había vivido
siempre sola. Con frecuencia pasaba noches enteras en su cabaña del pantano,
vestida con mono y botas de goma, vigilando en silencio el fuego lento de la
destilería. Miss Amelia prosperaba con todo lo que se podía hacer con las
manos: vendía menudillos y salchichas en la ciudad vecina; en los días buenos
de otoño plantaba caña de azúcar y la melaza de sus barriles tenía un
hermoso color dorado oscuro y un aroma delicado. Había levantado en dos semanas el retrete de ladrillo detrás del
almacén, y sabía mucho de carpintería. Para lo único que no tenía buena mano
era para la gente. A la gente, cuando no es completamente tonta o está muy enferma,
no se la puede coger y convertir de la noche a la mañana en algo más
provechoso. Así que la única utilidad que
miss Amelia veía en la gente era poder sacarle el dinero. Y desde luego lo conseguía:
casas y fincas hipotecarias, una serrería, dinero en el banco... Era la mujer
más rica de aquellos contornos. Hubiera podido hacerse más rica que un diputado
a no ser por su única debilidad: a saber,
su pasión por los pleitos y los tribunales. Se enzarzaba en un pleito
interminable por cualquier minucia. En el pueblo se decía que si miss Amelia
tropezaba con una piedra en la carretera, miraba inmediatamente a su
alrededor para ver a quién podría demandar. Aparte de sus pleitos, llevaba una vida rutinaria, y todas sus
jornadas eran iguales. Exceptuando sus diez días de matrimonio, nada había alterado
el ritmo de su existencia hasta la primavera en que cumplió treinta años.
Fue en medio de una tranquila noche de
abril. El cielo tenía el color de los lirios azules del pantano, y la luna
estaba clara y brillante. La cosecha se presentaba buena aquella primavera, y
las últimas semanas la fábrica
había trabajado día y noche. Abajo en el arroyo, la fábrica cuadrada de ladrillo estaba iluminada, y se oía el rumor
monótono de los telares. Era una de esas noches en que se oye con gusto, en el
silencio del campo, el canto lento de un negro enamorado; esas noches en que
uno tomaría su guitarra para sentarse a tocar con calma, o en que simplemente
se quedaría uno descansando a solas, sin pensar en nada. La calle estaba ya
desierta, pero el almacén de miss Amelia permanecía encendido, y fuera
en el porche había cinco personas. Una de ellas era Stumpy MacPhail, un capataz de rostro colorado y manos
pequeñas y enrojecidas; en el escalón más alto estaban dos muchachos con mono,
los mellizos Rainey: los dos eran largos y lentos, albinos y de ojos
verdes. El otro hombre era Henry Macy, un personaje tímido y asustadizo, de
modales comedidos y gestos nerviosos, que
estaba sentado en un extremo del escalón más bajo. Miss Amelia estaba de pie,
apoyada en la puerta, con los pies embutidos en las botazas de goma, y deshacía
pacientemente los nudos de una cuerda que se había encontrado. Llevaban mucho
tiempo callados. Uno de los mellizos, que estaba mirando al camino vacío, fue
el primero en romper el silencio.Dijo: –Veo algo que se acerca. –Un
carnero escapado –dijo su hermano. La
figura que se acercaba estaba todavía demasiado lejos para ser percibida con
claridad. La luna formaba unas sombras delicadas bajo los melocotoneros en
flor, a lo largo del camino. Se mezclaban en el aire el aroma dulce de las
flores y de las hierbas de primavera y el olor caliente, acre, de las ciénagas.
–No. Es algún chiquillo –dijo Stumpy MacPhail. Miss Amelia miró hacia el
camino, en silencio. Había dejado caer la cuerda y estaba jugueteando con
el cierre de su mono con su mano morena y huesuda; frunció las cejas, y le cayó
sobre la frente un mechón de pelo negro.
Mientras estaban allí esperando, un perro de las casas del camino empezó a
ladrar furiosamente; luego se oyó una voz que le hizo callar. No vieron con
claridad lo que llegaba por el camino hasta que la forma estuvo a su lado, en
la franja de luz amarilla del porche. Era un forastero, y no es frecuente que
los forasteros entren en el pueblo a pie y a tales horas. Además, aquel
hombre era jorobado. No mediría más allá de cuatro pies de altura, y llevaba un
abrigo andrajoso lleno de polvo, que apenas
le llegaba a las rodillas. Sus piernecillas torcidas parecían demasiado
débiles para soportar el peso de su gran torso deforme y de la joroba posada sobre su espalda. Tenía una cabeza enorme, con
unos ojos azules y hundidos y una boquita muy dibujada. En aquel momento su
piel pálida estaba amarilla de polvo y tenía sombras azules bajo los ojos.
Llevaba una maleta desvencijada, atada con una cuerda. -Buenas –dijo el
jorobado, jadeando. Miss Amelia y los hombres del porche no contestaron
a su saludo, ni dijeron una palabra. Se quedaron mirándole, sin más. –Voy buscando a miss Amelia Evans. Miss Amelia
se echó hacia atrás el mechón de la frente y levantó la barbilla. –¿Por
qué? –Pues porque soy pariente suyo
–contestó el jorobado. Los mellizos y Stumpy MacPhail miraron a miss Amelia.
–Soy yo –dijo ella–. Explíqueme eso del parentesco. –Pues verá...
–empezó a decir el jorobado. Parecía estar violento, casi a punto de llorar.
Apoyó la maleta en el último escalón, sin
quitar la mano del asa–. Mi madre se llamaba Fanny Jesup, y venía de
Cheehaw. Salió de Cheehaw hace unos treinta años, para casarse con su primer
marido. Recuerdo que contaba que tenía una medio hermana llamada Martha. Y hoy
me han dicho en Cheehaw que Martha era la
madre de usted. Miss Amelia le escuchaba con la cabeza ladeada. Era una
mujer solitaria; no era de esas personas que
comen los domingos rodeadas de parientes, ni ella sentía la menor necesidad de
buscárselos. Había tenido una tía abuela, dueña de unas cuadras de caballos de
alquiler en Cheehaw, pero aquella tía ya había muerto. Aparte de ella, sólo
tenía un primo que vivía en una población a veinte millas de allí; pero aquel
primo y miss Amelia no se llevaban muy bien, y cuando por casualidad se encontraban,
escupían a un lado de la calle. De tiempo en tiempo, algunas personas hacían lo
imposible por sacar a relucir alguna clase de parentesco con miss
Amelia, pero siempre fracasaban. El jorobado se lanzó a una larga disertación
mencionando nombres y lugares desconocidos para sus oyentes del porche, y que, aparentemente, nada tenían que ver con
el asunto. –...de modo que Fanny y Martha Jesup eran medio hermanas. Y
como yo soy hijo del tercer marido de
Fanny, usted y yo somos... –se inclinó y empezó a desatar la maleta. Sus manos
parecían patitas sucias de gorrión, y temblaban. La maleta estaba llena de
harapos y de toda clase de extrañas chatarras, que parecían trozos de
una máquina de coser. El jorobado hurgó entre sus pertenencias y sacó una fotografía vieja. –Aquí tiene un retrato
de mi madre y su medio hermana. Miss Amelia no dijo nada. Movía lentamente la
mandíbula, de un lado a otro, y se veía claramente lo que estaba pensando. Stumpy
MacPhail cogió la fotografía y la acercó a la luz. Era un retrato de niñas
pálidas de dos o tres años; sus caras eran dos manchitas blancas, y podía ser
un retrato antiguo de cualquier álbum de familia. Stumpy lo devolvió sin hacer
comentarios. –¿De dónde viene usted? –preguntó. –He estado viajando –contestó
el jorobado con voz insegura. Miss Amelia seguía callada. Permanecía apoyada al
quicio de la puerta, mirando al jorobado. Henry Macy parpadeó nerviosamente y
se frotó las manos. Luego se levantó en silencio y desapareció. Era un hombre
excelente, y la situación del jorobado le había conmovido; por eso prefería no
estar presente cuando miss Amelia echara al intruso de su casa y del pueblo. El
jorobado seguía en el último escalón con la maleta abierta; sorbió con la
nariz, y le tembló la boca. Quizá empezaba a darse cuenta de su
posición; tal vez comprendía lo desconsolador que era encontrarse en una población desconocida, con una maleta
llena de harapos, intentando convencer a miss Amelia de que eran
parientes. Sea como fuere, se sentó desmayadamente en la escalera y se echó a llorar. No era corriente que un jorobado desconocido
llegara al almacén caminando a medianoche y se sentara allí a llorar. Miss
Amelia echó hacia atrás el mechón de la frente y los hombres se miraron, violentos.
El pueblo estaba silencioso. Entonces dijo uno de los mellizos: –Me
parece que este es un Morris Finestein de primera. Todos asintieron, ya que aquélla era una frase que encerraba un
significado preciso. Pero el jorobado lloró más fuerte, porque no podía
saber de qué estaba hablando. Morris Finestein era un hombre que había vivido en el pueblo años atrás; no era más que un
pequeño judío vivo y saltarín que lloraba cuando le llamaban Matacristos, y comía todos los días pan sin levadura y salmón en conserva. Le había
ocurrido un percance y se había trasladado a Society City. Pero desde entonces,
en el pueblo decían que un hombre era un Morris Finestein si le
encontraban afeminado o cominero, o si
lloraba. –Bueno, está apenado –dijo Stumpy MacPhail–. Algún motivo tendrá. Miss
Amelia cruzó el porche con dos zancadas lentas, balanceándose. Bajó los
escalones y se quedó mirando pensativamente al forastero. Alargó con precaución
uno de sus dedos morenos y tocó ligeramente la joroba. El hombrecillo seguía
llorando, pero parecía ya más tranquilo. La noche estaba silenciosa y la luna
brillaba todavía con una luz clara y suave; se iba notando frío. Entonces miss
Amelia hizo algo sorprendente: sacó una botellita del bolsillo de atrás de su
pantalón y, después de frotar un poco el tapón de metal contra la palma de su
mano, se la ofreció al jorobado. Miss Amelia no se decidía nunca a vender su
whisky a crédito, y nadie recordaba haberla visto regalar ni una gota. –Beba un trago –dijo–. Esto le calentará las
tripas. El jorobado dejó de llorar, se lamió las lágrimas que le caían por la
boca y bebió de la botella. Cuando terminó, miss Amelia tomó a su vez un
buche, se calentó y enjuagó la boca con él y escupió.
Luego bebió unos tragos. Los mellizos y
el capataz tenían sus botellas, pagadas
con su dinero. –Buen licor –dijo Stumpy MacPhail–. Miss Amelia, usted
siempre hace bien las cosas.
No se pueden pasar por alto las dos botellas
grandes de whisky que bebieron aquella noche; sólo así puede uno explicarse lo que ocurrió después. Sin aquel whisky,
quizá no hubiera llegado a abrirse el café. Porque el licor de miss Amelia
tiene una cualidad peculiar: sabe limpio y seco en la lengua, pero una vez
dentro empieza a arder y ese fuego dura mucho tiempo. Y eso no es todo. Ya es
cosa sabida que si se escribe un mensaje con zumo de limón en una hoja de
papel, no queda rastro de la escritura; pero si se expone el papel al fuego,
las letras se vuelven de un color castaño y se puede leer lo escrito. Imaginad
que el whisky es el fuego y que el mensaje está oculto en el alma de un hombre;
entonces se comprenderá el valor del licor de miss Amelia. Muchas cosas que han
pasado sin que se supiera, pensamientos relegados a las profundidades del alma,
salen de pronto a la luz y se hacen patentes. Un hilandero que no ha estado
pensando toda la semana más que en los telares, la comida, la cama, y otra vez
los telares, al llegar el domingo bebe de aquel whisky y tropieza con un lirio
silvestre. Y toma el lirio en su mano, se queda contemplando la delicada corola
de oro, y de pronto se siente invadido por una ternura tan viva como un dolor.
Y un tejedor levanta de pronto la mirada y por primera vez descubre el cielo
radiante de una noche de enero, y se sientes obrecogido de temor al
pensar en su propia pequeñez. Ésas son las cosas que ocurren cuando un hombre
ha bebido el licor de miss Amelia. Podrá sufrir, podrá consumirse de gozo; pero
la verdad ha salido a la luz: ha calentado
su alma y ha podido ver el mensaje que estaba oculto en ella. Bebieron
hasta la madrugada, y las nubes cubrieron la luna y la noche se puso oscura y
fría. El jorobado seguía sentado en el
último escalón, lastimosa figura con la frente apoyada sobre las rodillas. Miss
Amelia estaba de pie, con las manos en los bolsillos, un pie sobre el segundo
escalón. Llevaba mucho tiempo callada. Su cara tenía esa expresión que se ve a
veces en los bizcos que piensan concentradamente en algo: una expresión mezcla
de inteligencia y desvarío. Al fin dijo:
–No sé su nombre.
–Me llamo Lymon Willis
–dijo el jorobado. –Bueno; pase adentro
–dijo miss Amelia–. Hay algo de cena en la cocina.
Miss Amelia nunca invitaba
a nadie a comer, a no ser que estuviera planeando engañar a alguna persona, o
intentando sacar dinero a alguien. Así que los hombres del porche pensaron que algo
no marchaba bien.
Más tarde comentaron que miss Amelia debía de
haber estado bebiendo toda la tarde, en el
pantano. Sea como fuere, miss Amelia abandonó el porche y Stumpy MacPhail y los
mellizos se fueron a sus casas. Miss Amelia abrió la puerta del almacén y echó
una ojeada para ver si todo estaba en orden. Luego entró en la cocina, que
quedaba al fondo del almacén. El jorobado la siguió, arrastrando su
maleta, sorbiendo y limpiándose la nariz con la manga mugrienta de suabrigo. –Siéntese –dijo miss Amelia–. Voy a calentar
esto.
Cenaron muy bien; miss
Amelia era rica, y no se privaba de buenas comidas. Tomaron pollo frito (el jorobado
se sirvió la pechuga), puré de rutabaga, coles y batatas asadas, color de oro
pálido. Miss Amelia comía despacio, con el
apetito de un cavador. Estaba sentada con los codos sobre la mesa, inclinada
sobre su plato, con las rodillas muy separadas y los pies apoyados en el
barrote de la silla. Por su parte el jorobado engulló la cena como si no
hubiera probado bocado en varios meses. Mientras comía, una lágrima le resbaló
por la cara polvorienta; pero no era más que una lágrima rezagada, no quería
decir nada. Cuando miss Amelia terminó, limpió cuidadosamente su plato con una
rebanada de pan y luego vertió en el pan la mezcla dulce y clara hecha por
ella. El jorobado también se sirvió melaza, pero era más delicado y
pidió un plato limpio. Cuando dieron fin a
la cena, miss Amelia echó hacia atrás su silla, apretó el puño y se tentó la
musculatura del brazo derecho por debajo de la tela azul y limpia de la manga
de su mono; era aquél un hábito inconsciente que tenía al terminar las comidas.
Cogió entonces la lámpara que había sobre la mesa y señaló la escalera con la
cabeza, como invitando al jorobado a seguirla. Encima del almacén estaban las
tres habitaciones donde miss Amelia había pasado toda su vida: dos dormitorios
con una sala grande en medio. Pocas personas habían visto estas habitaciones,
pero todo el pueblo sabía que estaban bien amuebladas y muy limpias. Y he aquí
que miss Amelia introducía en aquella parte de la casa a un hombrecillo
desconocido, sucio y jorobado, salido Dios sabe de dónde. Miss Amelia subió
despacio los escalones, de dos en dos, llevando la lámpara en alto. El jorobado
la seguía saltando, tan pegado a ella que la luz vacilante formaba sobre la
pared dela escalera una sola sombra, grande y extraña, de sus dos cuerpos. Al
poco tiempo quedó el piso de encima del almacén tan oscuro como el resto del
pueblo.
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