18/7/12

MIRCEA ELIADE

EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN


DECIMOSÉPTIMA ENTREGA


4. “El terror a la historia”

La supervivencia del mito del “eterno retorno”


El problema que abordamos en este último capítulo supera los límites que nos hemos impuesto para el presente ensayo. Por ello no haremos sino esbozarlo. Sería, en efecto, necesario comparar al “hombre histórico” (moderno) que se sabe y se quiere creador de la historia, con el hombre de las civilizaciones tradicionales que, como hemos visto, tenía frente a la historia una actitud negativa. Ya la anulara pertiódicamente, ya la desvalorizara encontrándole siempre modelos y arquetipos trashistóricos, ya, en fin, le atribuyera un sentido metahistórico (teoría cíclica, significaciones escatológicas, etc.), el hombre de las civilizaciones tradicionales no concedía al acontecimiento histórico ningún valor en sí; en otros términos, no lo consideraba como una categoría específica de su propio modo de existencia. Ahora bien: la comparación de estos dos tipos de humanidad implicaría un análisis de todos los “historicismos” modernos, y semejante análisis, para que fuera verdaderamente útil, nos llevaría lejos del tema principal de este trabajo. No obstante, nos vemos obligados a rozar el problema del hombre que se reconoce y se quiere histórico, porque el mundo moderno está todavía, en esta hora, completamemnte ganado por el “historicismo”; aun asistimos al conflicto de dos concepciones: la concepción arcaica, que llamaríamos arquetípica y antihistórica, y la moderna, posthegeliana, que quiere ser histórica. Nos conformaremos con examinar un solo aspecto del problema, pero un aspecto esencial: las soluciones que ofrece la perspectiva historicista para que el hombre moderno pueda soportar la presión, cada vez más poderosa, de la historia contemporánea.

En los capítulos anteriores se ha mostrado con abundantes ejemplos la forma en que los hombres de las civilizaciones tradicionales soportaban la “historia”. Recordemos que se defendían de ella, ora aboliéndola periódicamente gracias a la repetición de la cosmogonía y a la repetición periódica del tiempo, ora concediendo a los acontecimientos históricos una significación metahistórica, significación que no era solamente consoladora, sino también, y ante todo, coherente, es decir, susceptible de integrarse en un sistema bien articulado en el que el cosmos y la existencia del hombre tenían cada cual su razón de ser. Debemos agregar que esta concepción tradicional de una defensa contra la historia, esa manera de soportar los acontecimientos históricos, siguió dominando al mundo hasta una época muy cercana a nosotros; y que aun hoy sigue consolando a sociedades agrícolas (tradicionales) europeas que se mantienen con obstinación en una posición antihistórica, y por ese hecho se hallan expuestas a los ataque violentos de todas las ideologías revolucionarias. El cristianismo de las capas populares europeas no ha conseguido abolir ni la teoría del arquetipo (que transformaba un personaje histórico en héroe ejemplar, y el acontecimiento histórico en categoría mítica), ni las teorías cíclicas y astrales (gracias a las cuales la historia se justificaba, y los sufrimientos provocados por la presión histórica revestían un sentido escatológico). Así, para no poner más que algunos ejemplos, los invasores bárbaros de la Alta Edad Media estaban asimilados al arquetipo bíblico Gog y Magog y, por tanto, recibían un estatuto ontológico y una función escatológica. Unos siglos después, Gengis Khan iba a ser considerado por los cristianos como un nuevo David, destinado a realizar las profecías de Ezequiel. Así aclarados, los sufrimientos y las catástrofes provocados por la aparición de los bárbaros en el horizonte histórico de la Edad Media eran “soportados” de acuerdo con el mismo proceso que había hecho posible, unos milenios antes, soportar el terror histórico en el Oriente antiguo. Tales justificaciones de las catástrofes son las que aun hoy hacen posible la existencia de decenas de millones de hombres que siguen reconociendo, en la presión ininterrumpida de los acontecimientos, los signos de la voluntad divina o de una fatalidad astral.

Si pasamos a la otra concepción tradicional -la del tiempo cíclico y de la regeneración periódica de la historia, ya ponga en juego o no el mito de la “eterna repetición”-, aunque cuando los primeros pensadores cristianos se opusieron a ella al principio encarnizadamente, acabó por introducirse en la filosofía cristiana. Recordemos que para el cristianismo el tiempo es real porque tiene un sentido: la Redención. “Una línea recta traza la marcha de la humanidad desde la Caída inicial hasta la Redención final, y el sentido de esta historia es único, puesto que la Encarnación es un hecho único. En efecto, como se insiste en el capítulo IX de la Epístola a los Hebreos y en la Prima Petri, III, 18, Cristo murió por nuestrosmpecados sólo una vez, una vez por todas (hapaz, hephapax, semel); no es un acontecimiento repetible que pueda retomarse en cualquier ocasión (pollakis). El desarrollo de la historia se ve así requerido y orientado por un hecho único radicalmente singular y, por consiguiente, tanto el destino de toda la humanidad como el destino particular de cada uno de nosotros se juega una sola vez, de una vez por todas, en un tiempo concreto e ireemplazable que es el de la historia de la vida”. Esta concepción lineal del tiempo y de la historia es la que, esbozada ya en el saiglo III por Ireneo de Lyon, será retomada por San Basilio, San Gregorio y, finalmente, elaborada por San Agustín.

Pero, a pesar de la reacción de los padres de la Iglesia las teorías de los ciclos y de las influencias astrales sobre el destino humano y sobre los acontecimientos históricos fueron acogidas, al menos en parte, por otros padres y escritores eclesiásticos, como Clemente de Alejandría, Minuncio Félix, Arnobio, Teodoreto. El conflicto entre dos concepciones fundamentales del tiempo y de la historia se prolonga hasta el siglo XVIII. No podemos pensar en asumir aquí los admirables análisis, yan poco conocidos, de P. Duhem y de L. Thorndike, seguidos y completados por Sorokin (1). Recordemos solamente que, en el apogeo de la Edad Media, estas teorías empiezan a dominar la especulación historiológica y escatológica. Ya populares en el siglo XII, reciben una elaboración sistemática en el siglo siguiente, sobre todo después de las traducciones de escritores árabes. Se realizan entonces esfuerzos por establecer correlaciones cada vez más precisas entre los factores cósmicos y geográficos y las periodicidades respectivas (en el sentido ya indicado por Tolomeo, en el siglo II, en su Tetrabiblos). Un Alberto Magno, un Santo Tomás, un Rogerio Bacon, un Dante, y muchos otros creen que los ciclos y las periodicidades de la historia del mundo están regidos por la influencia de los astros, sea que esta influencia obedezca a la voluntad de Dios o que -hipótesis que va imponiéndose cada vez más- se la considere como una fuerza inmanente al cosmos. En resumen: para adoptar la fórmula de Sorokin, la Edad Media está dominada por la concepción escatológica (en sus dos momentos esenciales: la creación y el fin del mundo), completada por la teoría de la ondulación cíclica que explica el retorno periódico de los acontecimientos. Ese doble dogma dirige la especulación hacia el siglo XVII, aun cuando paralelamente comienza a apuntar una teoría del progreso lineal de la historia. Los gérmenes de dicha teoría se perciben también en los escritos de Alberto Magno y de Santo Tomás, pero es sobre todo en el Evangelio Eterno de Joaquín de Flore donde se presenta con toda su coherencia e integrada en una genial escatología de la historia, la más importante que haya conocido el cristianismo después de San Agustín. Joaquín de Flore divide la historia del mundo en tres grandes épocas, inspiradas y dominadas sucesivamente por una persona de la Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En la visión del abad calabrés, cada una de dicha épocas revela, en la historia, una nueva dimensión de la divinidad y, por ese hecho, permite un perfeccionamiento progresivo de la humanidad, que en la última fase -inspirada por el Espíritu Santo- desemboca en la libertad espiritual absoluta.

Pero, como decíamos, la tendencia que se impone cada vez más es la de una inmanentización de la teoría cíclica. Junto a voluminosos tratados astrológicos, empiezan igualmente a ver la luz las consideraciones de la astronomía científica. Así en las teorías de Tycho Brahé, Kepler, Cardan, G. Bruno o Campanella, la ideología cíclica sobrevive junto a la nueva concepción del progreso lineal que profesan, por ejemplo, un Francis Bacon o un Pascal. A partir del siglo XVII el “linealismo” y la concepción progresista de la historia se afirman cada vez más instaurando la fe en un progreso infinito, fue proclamada ya por Leibniz, dominante en el siglo de las “luces” y vulgarizada en el siglo XIX gracias al triunfo de las ideas evolucionistas. Fue menester esperar a nuestro siglo para que se esbozaran de nuevo ciertas reacciones contra el “linealismo” histórico y volviera a despertarse cierto interés por la teoría de los ciclos; así asistimos, en economía política, a la rehabilitación de las nociones de ciclo, de fluctuación, de oscilación periódical en filosofía, Nietzsche pone de nuevo en la orden del día el mito del eterno retorno; en la filosofía de la historia, un Spengler, un Toynbee se dedican al problema de la periodicidad, etc. (3)

Respecto a esa rehabilitación de las concepciones cíclicas, Sorokin observa justamente que las teorías actuales sobre la muerte del universo no excluyen la hipótesis de la creación de un nuevo universo, o sea algo parecido a la teoría del “Año Magno” de las especulaciones grecoorientales y al ciclo yuga del pensamiento hindú. En realidad podría decirse que sólo en las teorías cíclicas modernas se da todo su alcance al sentido del mito arcaico de la eterna repetición. Las teorías cíclicas medievales se conformaban con justificar la periodicidad de los acontecimientos integrándolos en los ritmos cósmicos y en las fatalidades astrales. Sin embargo, implícitamente se afirmaba también la repetición cíclica de los acontecimientos históricos, incluso cuando esa repetición no era eterna. Aun más: como los acontecimientos históricos dependían de ciclos y de situaciones astrales, se tornaban inteligibles y aun previsibles, puesto que encontraban un modelo trascendente; las guerras, el hambre, las miserias provocadas por la historia contemporánea sólo eran a lo sumo imitación de un arquetipo, fijado por los astros y por las normas celestes, de las cuales no siempre estaba ausente la voluntad divina. Del mismo modo que a fines de la antigüedad, esas mismas expresiones del mito de la eterna repetición eran sobre todo apreciadas por las élites intelectuales y consolaban particularmente a quienes soportaban la presión de la historia. Las masas campesinas, tanto en la antigüedad como en los tiempos modernos, se interesaban menos por las fórmulas cíclicas y astrales; en efecto, encontraban apoyo y consuelo en la concepción de los arquetipos y de la repetición, concepción que ellos “vivían” menos en el plano del cosmos y de los astros que en el plano mítico-histórico (transformando, por ejemplo, los personajes históricos en héroes ejemplares, los acontecimientos históricos en categorías míticas, etc., de acuerdo con la dialéctica que hemos señalado más arriba).

Notas

1) I. P. Duhem, Le Système du Monde, París, 1913 y sig.; L. Thorndike, History of Magic and Experimental Sciences, Nueva York, 1929; P. Sorokin, Social and Cultural Dymanics, vol. II (Nueva York, 1937).
2) Fue una verdadera tragedia para el mundo occidental que las especulaciones profético-escatológicas de Joaquín de Flore, aun cuando inspiraron y fecundaron el pensamiento de un San Francisco de Asís, de un Dante, de un Savonarola, cayeran tan pronto en el vacío, sobreviviendo el nombre del monje calabrés tan sólo para cubrir una multitud de escritos apócrifos. La inminencia de la libertad espiritual no sólo con relación a los dogmas, sino también respecto de la sociedad (libertad que Joaquín concebía como una necesidad a la vez de la dialéctica divina y de la dialéctivaca histórica), fue profesada de nuevo posteriormente por las ideologías de la Reforma y del Renacimiento, pero en términos muy distintos y siguiendo otras perspectivas espirituales.
3) Cf. A. Rey, Le retour éternel et la philosophie de la Physique (París, 1927) ; Sorokin, Contemporary Sociological Theories (New York, 1928), págs. 728-741; Toynbee, A Study of History, vol. III (Oxford, 1934); Elsworth Huntington, Mainsprings of Civilization (New York, 1945), especialmente págs. 453 y sig; Jean-Claude Antoine, L’Éternel Retour de l’Histoire deviendra-t-il objetsciencie? (« Critique », num. 27, agosto 1948, págs. 273 y sig.).

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