MIRCEA ELIADE
EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN
DECIMOSÉPTIMA ENTREGA
4. “El terror a la historia”
La supervivencia del mito del
“eterno retorno”
El problema que abordamos en este último capítulo supera los límites que
nos hemos impuesto para el presente ensayo. Por ello no haremos sino esbozarlo.
Sería, en efecto, necesario comparar al “hombre histórico” (moderno) que se sabe y se quiere creador de la
historia, con el hombre de las civilizaciones tradicionales que, como hemos
visto, tenía frente a la historia una actitud negativa. Ya la anulara pertiódicamente,
ya la desvalorizara encontrándole siempre modelos y arquetipos trashistóricos,
ya, en fin, le atribuyera un sentido metahistórico (teoría cíclica,
significaciones escatológicas, etc.), el hombre de las civilizaciones
tradicionales no concedía al acontecimiento histórico ningún valor en sí; en
otros términos, no lo consideraba como una categoría
específica de su propio modo de existencia. Ahora bien: la comparación de
estos dos tipos de humanidad implicaría un análisis de todos los
“historicismos” modernos, y semejante análisis, para que fuera verdaderamente
útil, nos llevaría lejos del tema principal de este trabajo. No obstante, nos
vemos obligados a rozar el problema del hombre
que se reconoce y se quiere histórico, porque el mundo moderno está
todavía, en esta hora, completamemnte ganado por el “historicismo”; aun
asistimos al conflicto de dos concepciones: la concepción arcaica, que
llamaríamos arquetípica y antihistórica, y la moderna, posthegeliana, que
quiere ser histórica. Nos conformaremos con examinar un solo aspecto del
problema, pero un aspecto esencial: las soluciones que ofrece la perspectiva
historicista para que el hombre moderno pueda soportar la presión, cada vez más
poderosa, de la historia contemporánea.
En los capítulos anteriores se ha mostrado con abundantes ejemplos la
forma en que los hombres de las civilizaciones tradicionales soportaban la
“historia”. Recordemos que se defendían de ella, ora aboliéndola periódicamente
gracias a la repetición de la cosmogonía y a la repetición periódica del
tiempo, ora concediendo a los acontecimientos históricos una significación
metahistórica, significación que no era solamente consoladora, sino también, y
ante todo, coherente, es decir, susceptible de integrarse en un sistema bien
articulado en el que el cosmos y la existencia del hombre tenían cada cual su
razón de ser. Debemos agregar que esta concepción tradicional de una defensa
contra la historia, esa manera de soportar los acontecimientos históricos,
siguió dominando al mundo hasta una época muy cercana a nosotros; y que aun hoy
sigue consolando a sociedades agrícolas (tradicionales) europeas que se
mantienen con obstinación en una posición antihistórica, y por ese hecho se
hallan expuestas a los ataque violentos de todas las ideologías
revolucionarias. El cristianismo de las capas populares europeas no ha
conseguido abolir ni la teoría del arquetipo (que transformaba un personaje histórico en héroe ejemplar, y
el acontecimiento histórico en categoría
mítica), ni las teorías cíclicas y astrales (gracias a las cuales la
historia se justificaba, y los sufrimientos provocados por la presión histórica
revestían un sentido escatológico). Así, para no poner más que algunos
ejemplos, los invasores bárbaros de la Alta Edad Media estaban asimilados al
arquetipo bíblico Gog y Magog y, por tanto, recibían un estatuto ontológico y
una función escatológica. Unos siglos después, Gengis Khan iba a ser
considerado por los cristianos como un nuevo David, destinado a realizar las
profecías de Ezequiel. Así aclarados, los sufrimientos y las catástrofes
provocados por la aparición de los bárbaros en el horizonte histórico de la
Edad Media eran “soportados” de acuerdo con el mismo proceso que había hecho
posible, unos milenios antes, soportar el terror histórico en el Oriente
antiguo. Tales justificaciones de las catástrofes son las que aun hoy hacen
posible la existencia de decenas de millones de hombres que siguen
reconociendo, en la presión ininterrumpida de los acontecimientos, los signos
de la voluntad divina o de una fatalidad astral.
Si pasamos a la otra concepción tradicional -la del tiempo cíclico y de la regeneración periódica de la historia, ya ponga en juego o no el mito de la “eterna repetición”-, aunque cuando los primeros pensadores cristianos se opusieron a ella al principio encarnizadamente, acabó por introducirse en la filosofía cristiana. Recordemos que para el cristianismo el tiempo es real porque tiene un sentido: la Redención. “Una línea recta traza la marcha de la humanidad desde la Caída inicial hasta la Redención final, y el sentido de esta historia es único, puesto que la Encarnación es un hecho único. En efecto, como se insiste en el capítulo IX de la Epístola a los Hebreos y en la Prima Petri, III, 18, Cristo murió por nuestrosmpecados sólo una vez, una vez por todas (hapaz, hephapax, semel); no es un acontecimiento repetible que pueda retomarse en cualquier ocasión (pollakis). El desarrollo de la historia se ve así requerido y orientado por un hecho único radicalmente singular y, por consiguiente, tanto el destino de toda la humanidad como el destino particular de cada uno de nosotros se juega una sola vez, de una vez por todas, en un tiempo concreto e ireemplazable que es el de la historia de la vida”. Esta concepción lineal del tiempo y de la historia es la que, esbozada ya en el saiglo III por Ireneo de Lyon, será retomada por San Basilio, San Gregorio y, finalmente, elaborada por San Agustín.
Pero, a pesar de la reacción de los padres de la Iglesia las teorías de
los ciclos y de las influencias astrales sobre el destino humano y sobre los
acontecimientos históricos fueron acogidas, al menos en parte, por otros padres
y escritores eclesiásticos, como Clemente de Alejandría, Minuncio Félix,
Arnobio, Teodoreto. El conflicto entre dos concepciones fundamentales del
tiempo y de la historia se prolonga hasta el siglo XVIII. No podemos pensar en
asumir aquí los admirables análisis, yan poco conocidos, de P. Duhem y de L.
Thorndike, seguidos y completados por Sorokin (1). Recordemos solamente que, en
el apogeo de la Edad Media, estas teorías empiezan a dominar la especulación
historiológica y escatológica. Ya populares en el siglo XII, reciben una
elaboración sistemática en el siglo siguiente, sobre todo después de las
traducciones de escritores árabes. Se realizan entonces esfuerzos por
establecer correlaciones cada vez más precisas entre los factores cósmicos y
geográficos y las periodicidades respectivas (en el sentido ya indicado por
Tolomeo, en el siglo II, en su Tetrabiblos).
Un Alberto Magno, un Santo Tomás, un Rogerio Bacon, un Dante, y muchos otros
creen que los ciclos y las periodicidades de la historia del mundo están
regidos por la influencia de los astros, sea que esta influencia obedezca a la
voluntad de Dios o que -hipótesis que va imponiéndose cada vez más- se la
considere como una fuerza inmanente al cosmos. En resumen: para adoptar la fórmula
de Sorokin, la Edad Media está dominada por la concepción escatológica (en sus
dos momentos esenciales: la creación y el fin del mundo), completada por la
teoría de la ondulación cíclica que explica el retorno periódico de los
acontecimientos. Ese doble dogma dirige la especulación hacia el siglo XVII,
aun cuando paralelamente comienza a apuntar una teoría del progreso lineal de
la historia. Los gérmenes de dicha teoría se perciben también en los escritos
de Alberto Magno y de Santo Tomás, pero es sobre todo en el Evangelio Eterno de Joaquín de Flore
donde se presenta con toda su coherencia e integrada en una genial escatología
de la historia, la más importante que haya conocido el cristianismo después de
San Agustín. Joaquín de Flore divide la historia del mundo en tres grandes
épocas, inspiradas y dominadas sucesivamente por una persona de la Trinidad: el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En la visión del abad calabrés, cada una de
dicha épocas revela, en la historia,
una nueva dimensión de la divinidad y, por ese hecho, permite un
perfeccionamiento progresivo de la humanidad, que en la última fase -inspirada
por el Espíritu Santo- desemboca en la libertad espiritual absoluta.
Pero, como decíamos, la tendencia que se impone cada vez más es la de
una inmanentización de la teoría cíclica. Junto a voluminosos tratados
astrológicos, empiezan igualmente a ver la luz las consideraciones de la
astronomía científica. Así en las teorías de Tycho Brahé, Kepler, Cardan, G.
Bruno o Campanella, la ideología cíclica sobrevive junto a la nueva concepción
del progreso lineal que profesan, por ejemplo, un Francis Bacon o un Pascal. A
partir del siglo XVII el “linealismo” y la concepción progresista de la
historia se afirman cada vez más instaurando la fe en un progreso infinito, fue
proclamada ya por Leibniz, dominante en el siglo de las “luces” y vulgarizada
en el siglo XIX gracias al triunfo de las ideas evolucionistas. Fue menester
esperar a nuestro siglo para que se esbozaran de nuevo ciertas reacciones
contra el “linealismo” histórico y volviera a despertarse cierto interés por la
teoría de los ciclos; así asistimos, en economía política, a la rehabilitación
de las nociones de ciclo, de fluctuación, de oscilación periódical en
filosofía, Nietzsche pone de nuevo en la orden del día el mito del eterno
retorno; en la filosofía de la historia, un Spengler, un Toynbee se dedican al
problema de la periodicidad, etc. (3)
Respecto a esa rehabilitación de las concepciones cíclicas, Sorokin
observa justamente que las teorías actuales sobre la muerte del universo no
excluyen la hipótesis de la creación de un nuevo universo, o sea algo parecido
a la teoría del “Año Magno” de las especulaciones grecoorientales y al ciclo yuga del pensamiento hindú. En realidad
podría decirse que sólo en las teorías cíclicas modernas se da todo su alcance
al sentido del mito arcaico de la eterna repetición. Las teorías cíclicas medievales
se conformaban con justificar la periodicidad de los acontecimientos
integrándolos en los ritmos cósmicos y en las fatalidades astrales. Sin
embargo, implícitamente se afirmaba también la repetición cíclica de los acontecimientos históricos, incluso
cuando esa repetición no era eterna. Aun más: como los acontecimientos
históricos dependían de ciclos y de situaciones astrales, se tornaban inteligibles y aun previsibles, puesto que encontraban un modelo trascendente; las guerras, el hambre, las miserias
provocadas por la historia contemporánea sólo eran a lo sumo imitación de un
arquetipo, fijado por los astros y por las normas celestes, de las cuales no
siempre estaba ausente la voluntad divina. Del mismo modo que a fines de la
antigüedad, esas mismas expresiones del mito de la eterna repetición eran sobre
todo apreciadas por las élites intelectuales
y consolaban particularmente a quienes soportaban la presión de la historia.
Las masas campesinas, tanto en la antigüedad como en los tiempos modernos, se
interesaban menos por las fórmulas cíclicas y astrales; en efecto, encontraban
apoyo y consuelo en la concepción de los arquetipos y de la repetición,
concepción que ellos “vivían” menos en el plano del cosmos y de los astros que
en el plano mítico-histórico (transformando, por ejemplo, los personajes
históricos en héroes ejemplares, los acontecimientos históricos en categorías
míticas, etc., de acuerdo con la dialéctica que hemos señalado más arriba).
Notas
1) I. P. Duhem, Le Système du Monde, París, 1913 y sig.;
L. Thorndike, History of Magic and
Experimental Sciences, Nueva York, 1929; P. Sorokin, Social and Cultural Dymanics, vol. II (Nueva York, 1937).
2) Fue una verdadera tragedia para el mundo occidental
que las especulaciones profético-escatológicas de Joaquín de Flore, aun cuando
inspiraron y fecundaron el pensamiento de un San Francisco de Asís, de un
Dante, de un Savonarola, cayeran tan pronto en el vacío, sobreviviendo el
nombre del monje calabrés tan sólo para cubrir una multitud de escritos
apócrifos. La inminencia de la libertad espiritual no sólo con relación a los
dogmas, sino también respecto de la sociedad (libertad que Joaquín concebía
como una necesidad a la vez de la
dialéctica divina y de la dialéctivaca histórica), fue profesada de nuevo
posteriormente por las ideologías de la Reforma y del Renacimiento, pero en
términos muy distintos y siguiendo otras perspectivas espirituales.
3) Cf. A. Rey, Le
retour éternel et la philosophie de la Physique (París, 1927) ;
Sorokin, Contemporary Sociological
Theories (New York, 1928), págs. 728-741; Toynbee, A Study of History, vol. III (Oxford, 1934); Elsworth Huntington, Mainsprings of Civilization (New York,
1945), especialmente págs. 453 y sig; Jean-Claude Antoine, L’Éternel Retour de l’Histoire deviendra-t-il objetsciencie? (« Critique »,
num. 27, agosto 1948, págs. 273 y sig.).
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