LUIS FERNANDO
IGLESIAS
EN PERFECTO
ESTADO
El narrador, abogado, docente y periodista uruguayo Luis Fernando Iglesias ha publicado dos
cuentarios, (Canciones de otoño,
Banda Oriental, 2005) e Historias
infieles (Estuario Editorial, 2010), anunciándose para este año la
aparición de un tercero, Todas las cosas
deben suceder. El texto que presentamos está incluido en el primero de sus
libros.
En la tarde del domingo el mensaje se le apareció
de pronto entre los clasificados, como si lo estuviera buscando:
"Impresionante
colección de vinilos. Pop, rock y blues de fines de los sesenta, setenta y
principios de los ochenta. Impecable estado. Pink Floyd, Jethro Tull, Keef Hartley Band,
Humble Pie, Tangerine Dream, Donovan, Simon y Garfunkel, Cat Stevens, etc. Vendo lote
completo. Llamar al ...... para concertar entrevista."
Llamó. Habló unos minutos -el interlocutor no
aceptó preguntas- y se pactó el encuentro para la tarde del lunes. A eso de las
dos y media llegó al lugar de la cita. La casa era antigua, enorme. La puerta, que parecía espiarlo, mezclaba el
vidrio con arabescos de metal y un señorío de otra época. Unos pasos más allá,
otra puerta cancel con visillos protegía la intimidad. Deseó que lo atendieran
cuanto antes porque el lunes estaba frío. En la mano tenía el recorte del aviso
y lo miró buscando el entusiasmo que lo había hecho desplazarse hasta el Prado,
hasta la calle Buschental. Una figura alta,
algo desgarbada, apareció en el umbral.
Su altura era inusual, pero había algo en los
rasgos, en su forma de vestir, que le daba armonía. Las canas hacían difícil
calcular la edad. Podía ir de los cuarenta y pocos a los cincuenta con su
apariencia de viejo hippie. El pelo
largo, recogido en una cola de caballo, le caía como un surco entre los
omóplatos. La barba parecía querer escapársele de la cara. Entraron. Lo invitó
a sentarse en una de las cinco sillas que había en la sala de una casa con
pocos muebles para su tamaño. Enfrentados a las sillas, una bandeja, un viejo
amplificador y dos parlantes destartalados. En una de las paredes divisó un
modular al que le faltaba una puerta. Ahí estaban los discos, mal escondidos.
Revistas, libros y papeles se amontonaban en los rincones.
-Disculpá el desorden-dijo el hombre alto.
El interesado trataba de disimular su ansiedad,
pero le costaba desprender sus ojos de esa puerta faltante, de los bordes de los
discos. En vano estiraba la mirada para reconocer algún color, alguna tapa. El
hombre alto prendió un cigarrillo y volvió a hablar.
-Ahí está la colección completa. Son unos
quinientos discos, la mayoría comprados en Europa o Estados Unidos. Los nacionales
van de regalo.
-¿Todos en buen estado?
El hombre alto sonrió, se levantó de su silla y
abrió las otras puertas del modular. Los discos parecían pedir que alguna mano
los arrancara del silencio. Al menos esa fue la impresión que le causó la
multitud de sobres de cartón ordenados y apretados. Sacó el primero de ellos: Abba-Gold; el hippie lo miró desde la segunda sonrisa y preguntó.
-¿Querés empezar por este? Tenés una media hora, a
las tres viene otro interesado.
-¿Están en orden alfabético?
-Por supuesto.
Se acercó al modular. Se agachó y los recorrió con
dedos nerviosos. Al azar salieron Eve,
de Alan Parsons Proyect y A horse with no
name, de America. Cuando iba a llegar a la letra B el grandote le ganó de
mano. Casi del otro extremo del mueble sacó uno que parecía recién comprado.
Todavía conservaba el nylon protector,
apenas habían cortado el borde para poder sacar el disco. La cara en blanco y
negro de Cat Stevens le llegaba desde la tapa de Foreigner.
Sin preguntar, el hombre alto tomó el disco y lo
puso en el plato. La voz casi a capella
le llegó con los primeros versos de la Suite del extranjero.
El interesado se sintió un poco mareado. Algo le
fue desalojando los pensamientos y se sintió ocupado por una sensación vieja.
En la penumbra de la casa, le pareció verse bailando en A Baiuca cerca de las cinco de la mañana,
cuando el disc jockey cansado de estar detrás de las bandejas ponía esa canción
de más de veinte minutos para, él también, salir a levantar alguna mina. El
sonido era límpido sin ningún rastro de púa. Trató de disimular la emoción.
-Todos están
así, perfectos. Con mi hermano era religioso el cuidado de los discos. Nunca
los prestamos. A lo sumo hacíamos copias en casete pero los discos siempre
dormían en casa.
-Pero a este ni siquiera le sacaron la
envoltura para ver las fotos interiores.
El hombre alto sacó una pequeña navaja de un
bolsillo de su jean. Tomó el sobre y sin avisar, cortó el nylon con sumo
cuidado. Abrió por primera vez las dos tapas. Parecía que lo estuviera,
dulcemente, desvirgando. Como en una ceremonia, acercó su nariz hasta el
vértice del cartón. Aspiró con fuerza. Después tiró la cabeza para atrás con
los ojos en blanco, como si se hubiera drogado. Luego le alcanzó el sobre del
disco al interesado invitándolo a que hiciera lo mismo. Este lo imitó. Un
inconfundible perfume a disco importado le llenó los pulmones. El suave mareo
volvió a su cabeza. Desde esa nebulosa escuchó la voz del grandote.
-¿Ves? Los dejábamos cerrados a propósito para que
guardaran lo más posible ese aroma a disco yanqui que no se parece a nada. O
mejor dicho, que se parece tanto a la felicidad. Abríamos uno, cada tanto, para
darnos ese pequeño placer. Te cuento que una vez mi ex esposa compró un
perfume, Quarz, que fue lo más cercano
a este olor que yo encontré en mi vida. Hasta que me largó, nunca la dejé usar
otro. Pero, bueno, capaz que no lo entendés.
-Por supuesto que lo entiendo. Algunos de estos
discos me pueden interesar.
-El lote se vende entero y el precio es 350
dólares.
Escuchó con curiosidad la tajante respuesta.
Quinientos discos le parecían una enormidad. Aunque el aviso así lo anunciaba,
no imaginó que el vendedor fuera tan intransigente. La Suite del extranjero llegó a una parte instrumental. Reconoció la
cortina musical usada por Radiomundo.
Le pareció, sobre la música, escuchar la voz del locutor diciendo: "La
vida sin música, sería un error". La distracción fue aprovechada por el
grandote que, nuevamente en cuclillas, buscaba otro disco. Apareció Thick as a brick, de Jethro Tull. El visitante se sintió impresionado.
Lo puso sobre el piso y lo abrió. Era la reproducción de un falso diario con
varias páginas.
-Esta fue la primera edición. La compramos con mi
hermano en un viaje a Nueva York en el año 1972, en Manny's. Esa mañana
compramos también un disco de Malo, otro de T. Rex y Little big band, de la Keef Hartley Band. Pero Thick as a brick, definitivamente, es la figurita sellada de la
colección. Nunca más pudieron reproducir esta tapa, era demasiado cara. Este
disco, solo, vale lo que te pido por todo el lote. Entenderás que es mi última
oferta.
El interesado, con cierta sorna, preguntó.
-¿Te acordás dónde compraste cada disco?
-Por supuesto. Es más, hasta me acuerdo de las
primeras veces que los escuché y lo que sentí. Tengo buena memoria. En una
época de compras algo desaforadas, a la hora del almuerzo uno de nosotros se
levantaba y sin que el otro viera cuál elegía, ponía un disco. Había que
adivinar quién era. No te rías, mirá que usualmente comprábamos más discos de
los que podíamos escuchar o de los que nos interesaban. Pero yo siempre
adivinaba el nombre de la canción o al menos el del grupo. Creo que solo una
vez me embromó con un disco de Mayfield's Mule -dijo mientras lo buscaba y
sacaba de la multitud de vinilos-. Lo había comprado yo mismo en una
liquidación del Palacio de la Música pero nunca lo había escuchado.
Siempre me gastó con eso.
El visitante miró distraídamente otros sobres.
Algunos no los conocía y otros le provocaban sensaciones tenues, como ya
usadas. Comenzó a preguntarse qué estaba haciendo ahí. Muchos de esos discos,
la mayoría, ya estaban editados en CD. Sin embargo había algo que lo retenía,
alguna curiosidad, tal vez.
-Si significan tanto para ustedes ¿por qué los
venden?
El grandote prendió otro cigarro y canturreó
bastante desafinado.
-"Todo concluye al fin, nada puede escapar,
todo tiene un final, todo termina."
-Presente,
de Vox Dei.
-Exacto, bueno, por eso. Mi hermano se casó y se
fue. Yo también, pero mi matrimonio duró poco. Iba y venía, de mis mujeres a
esta casa y viceversa. Hicimos un pacto: los discos solo se escuchan acá. Así
que yo gané con ese trato. Pero bueno, todo concluye, todo termina. Mirá el
equipo de audio ¿no te llama nada la atención?
-Está bastante arruinado -dijo, intentando ser lo
menos hiriente posible.
-¿Sabés por qué? Porque es de segunda mano y
bastante berreta. El original era un Marantz espectacular, traído de Los
Angeles, de bagayo. ¡No sabés cómo sonaba! Cuando se mudó, mi hermano se lo
llevó sin avisarme. Según él, era un buen trato. Yo me quedaba con los discos,
o con la audición de los mismos porque seguía viviendo acá, y él con el equipo.
Hasta trató de convencerme de que yo ganaba.
Sonrió. En esos momentos la Suite del extranjero terminaba. Sacó el disco. Al visitante le
hubiera gustado que lo diera vuelta, que pusiera The hurt, el primer track del lado B, pero parecía que el grandote
no quería que Cat Stevens distrajera su argumentación.
-¡Nada que ver! Insostenible. Mi hermano siempre
fue un gran manipulador. Así que, te la hago corta, tuvimos un lío de aquellos
y lo mandé a cagar. Nunca más nos
hablamos. No podía permitir que, como siempre, hiciera lo que quisiera. Los
discos y el equipo eran nuestros, así que tendríamos que haber decidido entre
los dos. A propósito, también vendo el
equipo, si te interesa.
-No, gracias. ¿Muerto el perro se acabó la rabia?
-Algo así.
Se hizo un
silencio. El grandote se paró y fue hasta la cocina. Ofreció café. El otro no
lo aceptó; sintió el lunes casi perdido. Los discos volvían a ser sobres de
cartón ajenos, desligados de su pasado. Había sido bueno verlos, escuchar
alguna canción, recordar alguna cosa perdida hace tiempo, pero ya estaba bien.
El dueño de casa se detuvo a medio camino entre el visitante y la cocina.
-Entonces, ¿no te interesan?
-Son muchos, demasiados.
-Bueno, te acompaño hasta la puerta, si te
arrepentís, llamame. Te dije que hoy vienen otros interesados.
- OK.
Antes de salir resolvió hacerle una pregunta. Se
exponía a recibir una grosería por respuesta, pero el incidente le parecía ridículo.
-Perdoname, ¿era para tanto?
-¿Era para tanto, qué?
-No es mi asunto, ¿no? Pero me resulta raro que esa
comunidad musical que tenían, y más entre hermanos, se haya roto por esa pavada.
El grandote se paró a dos pasos de la puerta, miró
al piso y con una voz más amable de lo previsible, contestó.
-Estas cosas nunca tienen sentido desde afuera. En
realidad, las peleas generan su propia lógica y es casi imposible escapar de
ella. Si lo planteás así, por supuesto que parece ridículo. Al final de
cuentas, si me hubiera pedido el equipo estoy seguro de que se lo hubiera dado.
Pero él rompió algo, cruzó la línea que nosotros mismos habíamos trazado. No me
consideró como una mitad y eso no se lo pude perdonar.
Tomó aire antes de terminar la frase.
-Creo que
podría estar todo el día explicándotelo y vos no lo entenderías. Además está
bien que no lo entiendas.
-Pero si tanto
te importa, ¿por qué estás poco menos que regalando esta colección de discos?
-"Todo
concluye al fin..."
-¡Dejate de joder con Vox Dei!
Los dos sonrieron ante
la salida de tono. Hubo un pequeño silencio y luego el visitante observó cómo
el grandote parecía, por unos segundos, buscar en el aire las palabras.
-No sé, está en la naturaleza de las cosas que nos
sobrevivan. Creo que a mí no me interesa que eso pase. Prefiero ser yo el que
los venda por la guita que sea. Ahí está, ¿ves? Ahí tenés una linda respuesta
para tu pregunta.
El hombre alto prendió otro cigarrillo y movió la
cabeza de arriba abajo sin especificar que asentía. Como apurándolo, le volvió
a recordar al visitante que otro interesado llegaría en pocos minutos.
-Si me dejás un número de teléfono, por ahí si no
se lo vendo al que viene ahora, te llamo a ver si cambiaste de parecer.
-No, gracias. Ya te dije que estoy seguro de que no
los quiero.
-Como te parezca.
Cuando salió de la casa la tarde seguía igual a
como la había dejado una hora atrás. Antes de irse le dio la mano al grandote y
sintió que debía decir algo. Trató de no ser muy previsible.
-Bueno, che, encantado. Terrible colección de
discos, ¿eh? Ojalá los vendas pronto y puedas recomponer la situación con tu
hermano.
El otro volvió a asentir con la cabeza y, colgado a
una larga pitada, contestó.
- Mi hermano tuvo un accidente la semana pasada.
Iba con su mujer. Ella no se hizo mucho pero él salió despedido del auto. Por
suerte, dicen que no sufrió.
Cerró la
puerta de calle. Lo vio irse con esa espalda enorme, con la cola de caballo y
el pelo cayendo entre los omóplatos. Vio su imagen hasta que se cerró la puerta
cancel.
Preocupado, miró su reloj. Caminó unos pasos y
buscó un taxi mientras intentaba recordar la agenda apretada que le quedaba
para el resto del día, al que le había robado más de una hora. Detuvo un coche
que se acercaba por Agraciada. Siguió sintiendo frío aun dentro del auto.
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