MIRCEA ELIADE
EL MITO DEL ETERNO RETORNO:
ARQUETIPOS Y REPETICIÓN
DECIMOSEXTA ENTREGA
3. “Desdicha e historia”
Los ciclos cósmicos y la historia
(4)
Hemos recordado las doctrinas helenístico-orientales relativas a los
ciclos cósmicos con el solo fin de poder establecer la respuesta a la cuestión
que planteábamos al comienzo de este capítulo: ¿cómo soporta el hombre la historia? La respuesta es evidente en
cada sistema en particular: por su situación
misma en un ciclo cósmico -pueda éste repetirse o no- incumbe al hombre
cierto destino histórico. Advirtamos
que se trata de algo distinto a un fatalismo, sea cual fuere el sentido que se
le dé, que explicará la felicidad o la desdicha de cada individuo formado
aisladamente. Esas doctrinas responden a las preguntas que plantea la suerte de
la historia contemporánea en su totalidad
y no solamente el destino individual.
Cierta cantidad de sufrimiento está reservada a la humanidad (y por el vocablo
“humanidad” cada cual entiende la masa de hombres de que tiene noción) por el
simple hecho de que se halla en cierto momento histórico, es decir, en un ciclo
cósmico descendente o cercano a su conclusión. Individualmente, cada cual es
libre de sustraerse a ese momento histórico y de consolarse de sus
consecuencias nefastas, sea por la filosofía, sea por la mística (bastará que
evoquemos de paso cómo pulularon la gnosis, sectas, misterios y filosofías que
invadieron el mundo mediterráneo-oriental en el curso de los siglos de tensión
histórica, para dar una idea de la proporción cada vez más aplastante de los
que intentaban sustraerse a la “historia”). El momento histórico en su totalidad no podía, sin embargo, evitar el
destino que derivaba fatalmente de su posición misma en la trayectoria
descendente del ciclo al cual pertenecía. Así como cada hombre del kaliyuga, en la perspectiva hindú, se
siente incitado a buscar su libertad y su beatitud espiritual, sin poder
evitar, empero, la disolución final de este mundo crepuscular en su totalidad,
así también, en la perspectiva de los diversos sistemas que hemos revisado
antes, el momento histórico, a pesar de las posibilidades de evasión que
presenta para los contemporáneos, no puede ser, en su totalidad, sino trágico,
patético, injusto, caótico, etc., como debe
ser cualquier momento precursor de la catástrofe final.
Un rasgo común, en efecto, relaciona todos los sistemas cíclicos
difundidos en el mundo helenista-oriental: en la perspectiva de cada uno de ellos,
el momento histórico contemporáneo (sea cual fuere su posición cronológica)
representa una decadencia respecto de los momentos históricos precedentes. No
sólo el Eón contemporáneo es inferior a las otras “edades” (de oro, de plata,
etc.), sino, aun en el cuadro de la edad actual (es decir, del ciclo actual),
el “instante” en el cual vive el hombre se agrava a medida que pasa el tiempo.
Esa tendencia a la desvalorización del momento contemporáneo no debe ser
considerada como un estigma pesimista; al contrario, más bien denuncia un
exceso de optimismo, pues, en la agravación de la situación contemporánea, una
parte, por lo menos, de los hombres veía los signos anunciadores de la
regeneración que necesariamente debía seguir. Una serie de derrotas militares y
de derrumbamientos políticos se esperaba con angustia desde los tiempos de
Isaías, como síndrome imprescindible del illud
tempus que había de regenerar al mundo.
Sin embargo, por diversas que fuesen las posiciones posibles del hombre,
presentaban un carácter común: la historia podía ser soportada, no sólo porque
tenía un sentido, sino también porque era necesaria
en último análisis. Tanto para quienes creían en una repetición del ciclo
cósmico en su totalidad como para quienes creían nada más que en un solo ciclo
que se acercaba a su fin, el drama de la historia contemporánea era necesario e
inevitable. Ya Platón, a pesar de su agrado por una parte de los esquemas de la
astrología caldea que había hecho suyos, no reprimía sus sarcasmos contra
quienes habían caído en el fatalismo astrológico o creían en una eterna
repetición en el sentido estricto (estoico) del término. En cuanto a los
filósofos cristianos, libraron un encarnizado combate contra el mismo fatalismo
astrológico (1), muy acentuado durante los últimos siglos del Imperio romano.
Como al instante veremos, San Agustín defenderá la idea de la perennidad de
Roma con el solo fin de no aceptar un fatum
decidido por las teorías cíclicas. Pero no es menos cierto que también el
fatalismo astrológico explicaba el curso de los acontecimientos históricos y
ayudaba por consiguiente al “contemporáneo” a comprenderlos y a sufrirlos, con
igual éxito que las diversas gnosis grecoorientales, el neoestoicismo y el
neopitagorismo. Ya sea que la historia esté regida por la marcha de los astros,
o pura y simplemente por el proceso cósmico, que reclama necesariamente una
desintegración fatalmente vinculada a una integración original, ya esté
sometida a la voluntad de Dios, voluntad que los profetas hubieran podido
entrever, etc., el resultado era el mismo: ninguna de las catástrofes que la
historia revelaba era arbitraria. Los imperios se construían y se hundían, las
guerras provocaban sufrimientos sin número, la inmoralidad, la disolución de
las costumbres, la injusticia social, etc., se agravaban sin cesar, porque todo
eso era necesario, es decir, querido por el ritmo cósmico, por el
demiurgo, por las constelaciones o por la voluntad de Dios.
En esa perspectiva la historia de Roma adquiere noble gravedad. Varias
veces en el curso de la historia los romanos vencieron el terror de un fin
inminente de la ciudad, cuya duración -en su creencia- había sido decidido en
el mismo momento de su fundación por Rómulo. Jean Hubaux ha analizado con aguda
penetración en Grands mythes de Rome los
momentos capitales de ese drama provocado por la incertidumbre de los cálculos
de la “vida” de Roma, en tanto que Jerôme Carcopino ha recordado los
acontecimientos históricos y la tensión espiritual, que justificaron la
esperanza de una resurrección no catastrófica de la ciudad. En todas las crisis
históricas, dos mitos crepusculares asediaron al pueblo romano: 1ro, la vida de
la ciudad llegó a su término, pues su duración se limitaba a cierto número de
años (el “número místico” revelado por las doce águilas vistas por Rómulo, y
2do, el “Año Magno” pondrá fin a toda la historia, por consiguiente a la de
Roma, por una ekpyrosis universal. La
historia misma de Roma se encargó de desmentir esos temores hasta una época muy
avanzada. Pues al cabo de 120 años de la fundación de Roma comprendieron que
las doce águilas vistas por Rómulo no significaban 120 años de vida histórica
para la ciudad, como lo temieron. Al cabo de 365 años pudieron comprobar que no
se trataba de un “Año Magno”, en que cada año de la ciudad había de tener el
equivalente de un día, y se supo que el destino concedía a Roma otra suerte de
“Año Magno”, compuesto de doce meses de 100 años. En cuanto al mito de las
“edades” regresivas y del eterno retorno, compartido por la Sibila e interpretado
por los filósofos por medio de las teorías de los ciclos cósmicos, varias veces
esperaron que el paso de una “edad” a la otra pudiera efectuarse evitando la ekpyrosis universal. Pero dicha
esperanza estaba siempre mezclada de inquietud. Cada vez que los acontecimientos
históricos acentuaban su decadencia catastrófica, los romanos creían que el
“Año Magno” estaba a punto de terminar y que Roma se hallaba en vísperas de su
derrumbamiento. Cuando César pasó el Rubicón, Nigidio Fígulo presintió el
comienzo de un drama cósmico-histórico que había de acabar con Roma y con la
especie humana. Pero ese mismo Nigidio Fígulo creía que la ekpyrosis no era fatal y que la renovación, la metácosmesis neopitagórica, era igualmente posible sin catástrofe
cósmica, idea que Virgilio volvería a tomar para ampliarla.
Horacio no había podido disimular en su Epodo XVI el temor respecto a la suerte de Roma. Los estoicos, los
astrólogos y la gnosis oriental veían en las guerras y las calamidades los
signos de la inminente catástrofe final. Fundándose ora en el cálculo de la “vida”
de Rómulo, ora en la doctrina de los ciclos cósmico-históricos, los romanos
sabían que, sea como fuere, la ciudad había de desaparecer antes del principio
de un nuevo Eón. Pero el reinado de Augusto, al sobrevivir luego de largas y
sangrientas guerras civiles pareció instaurar una paex aeterna. Entonces quedó demostrado que los temores inspirados
por los dos mitos -la “edad” de Roma y la teoría del Año Magno- eran gratuitos:
“Augusto ha fundado de nuevo Roma y ya nada debemos temer en cuanto a su vida”,
podían decirse quienes se habían preocupado por el misterio de las doce águilas
vistas por Rómulo. “El pasaje de la edad de hierro a la edad de oro se ha
efectuado sin ekpyrosis”, podían
decirse los que se vieron asediados por la teoría de los ciclos cósmicos. Así
Virgilio reemplaza el último saeculum,
el del sol, que debía provocar la combustión universal, por el siglo de Apolo,
evitando la ekpyrosis, y suponiendo
que las guerras fueran los propios signos del paso de la edad de hierro a la
edad de oro. Más tarde, cuando el reinado de Augusto parece haber realmente
instaurado la edad de oro, Virgilio se esfuerza por tranquilizar a los romanos
en cuanto a la duración de la ciudad. En la Eneida
(I, v. 255 y ss.), Júpiter, dirigiéndose a Venus, le asegura que no fijará
a los romanos ninguna suerte de limitación espacial o temporal: “es el imperio
sin fin que les he dado”. Y no fue sino después de la publicación de la Eneida cuando Roma fue nombrada urbs aeterna, siendo proclamado Augusto
el segundo fundador de la ciudad. La fecha de su nacimiento, el 23 de
septiembre, fue considerada “como el punto de partida del universo, al cual
Augusto ha salvado la existencia y cambiado la faz”. Entonces se difunde la
esperanza de que Roma puede regenerarse periódicamente ad infinitum. De modo que, libre de los mitos de las doce águilas y
de la ekpyrosis, Roma podrá extenderse,
como lo anuncia Virgilio, hasta las regiones que se hallan más allá de las
rutas del sol y del año (extra anni
solisque vías).
Asistimos así a un supremo esfuerzo hecho para librar a la historia del
destino astral o de la ley de los ciclos cósmicos, y encontrar, por el mito de
la renovación eterna de Roma, el mito
arcaico de la regeneración anual (y, especialmente, no catastrófica) del cosmos por medio de su eterna
regeneración por el soberano o por el sacerdote. Es, sobre todo, una
tentativa para valorar la historia en el
plano cósmico, es decir, para considerar los acontecimientos y catástrofes
históricas como verdaderas combustiones o
disoluciones cósmicas que deben periódicamente poner fin al universo para
permitir su regeneración. Las guerras, las destrucciones, los sufrimientos
históricos no son ya los signos
precursores del paso de una “edad” cósmica a otra, sino que constituyen por
sí mismos ese pasaje. Así a cada nueva época de paz la historia se renueva y,
por consiguiente, comienza un nuevo mundo; en último análisis (como hemos visto
en el caso del mito constituido en torno a Augusto), el soberano repite la creación del cosmos.
Hemos citado el ejemplo de Roma para mostrar cómo los acontecimientos
históricos pudieron ser valorados por el sesgo de los mitos examinados en este
capítulo. Integradas en una teoría-mito determinada (edad de Roma, Año Magno),
las catástrofes pudieron no solamente ser soportadas por los contemporáneos,
sino también ser valoradas de manera positiva
inmediatamente después de su aparición. Naturalmente, la edad de oro
instaurada por Augusto sólo sobrevivió por lo que creó en la cultura latina. La
historia se encargó de desmentir la “edad de oro” luego de la muerte de
Augusto, y los contemporáneos volvieron a vivir esperando un desastre
inminente. Cuando Roma fue ocupada por Alarico, pareció que triunfaba el signo
de las doce águilas de Rómulo: la ciudad había entrado en su duodécimo y último
siglo de existencia. Sólo San Agustín se esforzaba por demostrar que nadie
podía conocer el instante en que Dios decidiría poner fin a la historia, y que,
en todo caso, aun cuando las ciudades tuviesen por su propia naturaleza una
duración limitada, por ser la de Dios la única “ciudad eterna”, ningún destino
astral podía decidir la vida o la muerte de una nación. El pensamiento
cristiano tendía así a superar definitivamente los viejos temas de la eterna
repetición, del mismo modo que se había esforzado por superar todas las demás
perspectivas arcaicas mediante el descubrimiento de la importancia de la
experiencia religiosa de la “fe” y la del valor de la personalidad humana.
Notas
1) Entre muchas otras liberaciones, el cristianismo
realizó igualmente la liberación del destino astral: “Estamos por encima del
destino” escribe Taciano (ad Graecos,
9), resumiendo toda la doctrina cristiana. “El sol y la luna han sido hechos
para nosotros; ¿cómo podría yo adorar lo que ha sido hecho para que me sirva?”
(Ibid., 4). Cf. también San Agustín, Civ. Dei, XII, cap. X-XIII; sobre las
ideas de San Basilio, Orígenes, San Gregorio y San Agustín y la oposición de
estos a las teorías cíclias, véase P. Duhem, Le System du monde, II, págs. 446 y sig.)
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