CARSON McCULLERS (1917
– 1967)
LA BALADA DEL CAFÉ
TRISTE
QUINTA ENTREGA
Aquel otoño fue alegre. Hubo una cosecha muy
buena en la comarca, y en el mercado de Forks Falls
el precio del tabaco se mantuvo firme, aquel año. Después de un largo verano,
los primeros días frescos tenían una dulzura limpia y brillante. Crecían
florecitas amarillas a los lados de los caminos polvorientos, y la caña de
azúcar estaba madura y rojiza. Todos los días llegaba el autobús de
Cheehaw para llevarse a unos cuantos niños pequeños a la escuela comarcal. Los
muchachos mayores iban a cazar zorros en los pinares; las ropas de invierno se
aireaban en las cuerdas de tender, y las
batatas quedaron preparadas en el suelo, cubiertas con paja, para los meses
fríos. Por las tardes se elevaban de las chimeneas delicadas columnas de humo,
y la luna estaba redonda y de color naranja en el cielo de otoño. No hay una
paz comparable a la quietud de las primeras noches frías del año. Algunas
veces, en las noches sin viento, se podía oír en el pueblo el leve y agudo silbido
del tren que pasa por Society City camino del norte lejano. Para miss Amelia
Evans aquél fue un período de gran actividad. Trabajaba desde la salida del sol
hasta la noche. Construyó un condensador nuevo y más grande para su
destilería, y en una semana sacó whisky bastante para empapar toda la región.
Su vieja muía estaba mareada de tanto triturar cañota, y miss Amelia escaldó sus tarros y se puso a hacer conservas de
pera. Esperaba con impaciencia las primeras heladas, porque había comprado tres
cerdos tremendos y pensaba hacer muchos embutidos, salchichas y menudillos. Por
aquellos días la gente le notó a miss Amelia algo especial. Se reía mucho, con
una risa profunda y sonora, y sus silbidos tenían un no sé qué melodioso y
pícaro. Se pasaba el tiempo probando sus fuerzas, levantando objetos pesados o
tocándose con un dedo los duros bíceps. Un día se sentó frente a la máquina de
escribir y redactó un cuento. En el cuento salían hombres forasteros, puertas
secretas y millones de dólares. El primo Lymon iba siempre detrás de ella
trotando pegado a sus pantalones, y miss Amelia le miraba con ojos tiernos y
brillantes, y cuando pronunciaba su nombre había en su voz un deje amoroso. Por
fin llegaron los primeros fríos. Una mañana, al despertarse, miss Amelia vio
flores de hielo en los cristales, y la
escarcha había plateado las hierbas del patio. Miss Amelia encendió un buen fuego
en la cocina y luego salió para estudiar el tiempo. Hacía un aire frío y
cortante, y el cielo estaba verde pálido y despejado. En seguida empezó
a llegar gente del campo para saber qué
pensaba miss Amelia del tiempo. Miss Amelia decidió matar el cerdo más grande,
y la noticia corrió por las granjas de los alrededores. El cerdo fue
sacrificado, y encendieron un fuego bajo de carbón
de encina en el hoyo de la barbacoa. En el patio olía a sangre caliente del
cerdo y a humo, y había ruido de pasos y de voces en el aire invernal. Miss
Amelia iba de un lado para otro dando órdenes, y pronto se terminó la
mayor parte del trabajo. Tenía que resolver
un asunto aquel día en Cheehaw, así que, después de asegurarse de que todo marchaba
bien, sacó el coche y se preparó para salir. Dijo al primo Lymon que fuera con
ella; en realidad, se lo pidió siete veces,
pero el jorobado no quería perderse el jaleo de la matanza y no quiso ir. Esto
pareció contrariar a miss Amelia, pues le gustaba tenerle siempre a su lado y
le entraba una nostalgia terrible en cuanto se separaba de él. Pero después de
pedirle siete veces que le acompañara ya no insistió más. Antes de irse buscó
un palo y trazó un círculo alrededor del hoyo de la barbacoa, a unos dos pies
de la parrilla, y le dijo que no pasara de aquella raya. Salió después de comer
y pensaba volver antes de que se hiciera de noche. Como sabéis, no es tan raro
que un camión o un auto pasen por el camino y crucen el pueblo cuando van de Cheehaw a otras partes. Todos los
años viene el recaudador de contribuciones a discutir con la gente rica
como miss Amelia. Y si alguien del pueblo, Merlie Ryan por ejemplo, se hace
ilusiones de que va a poder comprarse un auto a crédito, y cree que pagando
tres dólares le vana dar una hermosa nevera como la que anuncian en los
escaparates de Cheehaw, entonces, aparece un
hombre de la ciudad y empieza a hacer preguntas indiscretas, se entera de todas
sus dificultades y echa por tierra sus proyectos de compras a plazos.
Algunas veces, sobre todo desde que están trabajando
en la carretera de Forks Falls, cruzan el pueblo los coches que llevan a los
presos. Y hay bastantes automovilistas que se pierden y se paran a preguntar
cómo pueden volver a su camino. Así pues, no fue nada anormal que a
última hora de aquella tarde pasara un camión por delante del molino y se
detuviera en medio de la calle, cerca del café de miss Amelia. Un hombre bajó
de un salto de la parte de atrás del
camión, y el camión siguió su camino. El hombre se quedó en medio de la
calle y miró a su alrededor. Era un hombre alto, de pelo castaño y rizado, y ojos de un azul oscuro, de
mirar lento. Tenía los labios muy encarnados y se sonreía con la media sonrisa
perezosa de los fanfarrones. Llevaba una camisa roja y un cinturón ancho de
cuero repujado; todo su equipaje consistía en una maleta de hojalata y una
guitarra. La primera persona del pueblo que vio al recién llegado fue el
primo Lymon, que oyó el ruido del camión
que arrancaba y salió a curiosear. El jorobado asomó la cabeza por la esquina
del porche, sin salir del todo. El hombre y él se quedaron mirándose, y aquélla
no era la mirada de dos desconocidos que se encuentran por primera vez y
se estudian el uno al otro rápidamente. Era una mirada especial, como de dos criminales que se reconocen. Entonces el hombre
de la camisa roja levantó el hombro izquierdo, dio la vuelta y se fue. El
jorobado estaba muy pálido mientras veía alejarse al hombre, y al cabo de unos
momentos empezó a seguirle calle abajo con cuidado, manteniéndose a bastante
distancia. En seguida se supo en todo el pueblo que Marvin Macy había vuelto.
Primero fue al molino, apoyó los codos perezosamente en el marco de una ventana
y se quedó mirando adentro. Le gustaba ver trabajar a los demás, como les pasa
a todos los vagos de nacimiento. Una especie de confusión paralizadora
se apoderó de la fábrica: los tintoreros dejaron las tinas humeantes, los
hiladores y los tejedores se olvidaron de
sus máquinas y ni siquiera Stumpy MacPhail, que era capataz, sabía exactamente
qué hacer. Marvin Macy seguía sonriendo con su húmeda media sonrisa, y cuando
vio a su hermano no se alteró su expresión petulante. Después de mirar al
molino, Marvin Macy bajó por la calle hasta la casa donde se había criado, y
dejó su maleta y su guitarra en el porche. Entonces dio la vuelta a la alberca
y fue a ver la iglesia, las tres tiendas y el resto del pueblo. El jorobado le
seguía a distancia, con las manos en los bolsillos y la carita todavía muy
pálida. Se había hecho tarde. Ya se estaba poniendo el rojo sol de invierno, y el
cielo tenía por el oeste un color dorado profundo y carmesí. Los vencejos
peluchones de las chimeneas volaron a sus nidos; se encendieron las lámparas.
De tiempo en tiempo se notaba el olor de humo y el aroma denso y cálido de la
barbacoa que se asaba despacio en la parrilla detrás del café. Después de dar
una vuelta por el pueblo, Marvin Macy se paró delante de la casa de miss Amelia
y leyó el letrero del porche. Luego entró sin vacilar por el corral lateral. El
pito del molino dio un silbido agudo y solitario, y se terminó la
jornada de trabajo. En seguida se reunieron otros hombres en el patio posterior
de miss Amelia, además de Marvin Macy: Henry Ford Crimp, Merlie Ryan, Stumpy
MacPhail, y muchos chiquillos y gente que se quedaron curioseando por allí. Se
habló poco. Marvin Macy estaba solo a un
lado del foso, y los demás estaban agrupados al otro lado. El primo Lymon se
quedó algo apartado de todos y no quitaba los ojos del rostro de Marvin. –¿Qué
tal lo has pasado en el penal? –preguntó Merlie Ryan, con una risita tonta. Marvin
Macy no contestó. Se sacó del bolsillo posterior del pantalón una gran navaja,
la abrió despacio y empezó a afilarla pasándosela por los fondillos. Merlie
Ryan se quedó de pronto muy callado y se colocó detrás de la ancha espalda de
Stumpy MacPhail.
Miss Amelia no volvió a su
casa hasta el anochecer. Oyeron lejos el ruido de su auto, y luego la puerta
que se abría y unos golpes como si estuviera subiendo algún bulto por la
escalera. Ya se había puesto el sol, y caía la neblina azul de los atardeceres
de invierno. Miss Amelia bajó muy despacio los escalones de la parte de atrás y
los hombres que estaban en su patio se quedaron silenciosos, esperando. Había
en el mundo pocas personas capaces de hacerle frente a miss Amelia; y ella odiaba a
Marvin Macy de un modo singular y feroz. Todos pensaron que se iba a poner de pronto a vociferar, que agarraría algún objeto
peligroso y le echaría del pueblo. Al principio no vio a Marvin Macy, y
su cara tenía aquella expresión soñadora y aliviada, como siempre que volvía a
su casa después de haber estado algo
alejada de ella. Miss Amelia debió ver a Marvin Macy y al primo Lymon al
mismo tiempo. Miró al uno, miró al otro,
pero no fue en el ex presidiario donde finalmente se posó su mirada de
desmayado asombro: miss Amelia, como todos, se quedó mirando al primo
Lymon; y era, desde luego, algo digno de verse. El jorobado estaba en el
extremo del foso, con su cara pálida iluminada por el resplandor suave del fuego de encina. El primo Lymon tenía una
habilidad muy peculiar, que utilizaba siempre que quería congraciarse con
alguien: se quedaba muy quieto, un poco concentrado, y empezaba a mover sus
enormes orejas pálidas con una rapidez y una facilidad asombrosas. Empleaba
aquel truco siempre que quería sacarle algo especial a miss Amelia, y ella lo
encontraba irresistible. Y ahora las orejas del jorobado aleteaban furiosamente
en su cabeza, pero no era a miss Amelia a quien estab amirando esta vez:
el jorobado sonreía a Marvin Macy, implorante, casi desesperadamente. Al principio Marvin Macy no le prestó atención, y
cuando al fin le miró fue sin apreciación de ninguna clase. –¿Qué le pasa al
jorobeta éste? –preguntó, señalándole rudamente con el pulgar. Nadie respondió.
Y el primo Lymon, viendo que con aquella gracia no adelantaba nada, añadió nuevos
métodos de persuasión. Se puso a mover rápidamente los párpados, que parecían
pálidas mariposillas atrapadas en las cuencas de sus ojos; zapateó, gesticuló
con los brazos y, finalmente, inició una especie de bailecillo parecido a un
trote. Allí, en la última claridad de la tarde invernal, parecía el hijo de un
duende del pantano. Entre todos los que estaban en el patio, Marvin Macy fue el
único que se impresionó. –¿Es que le ha dado un ataque al enano? –preguntó; y,
como nadie le contestara, se adelantó y dio al primo Lymon un manotazo
en la cabeza. El jorobado se tambaleó y cayó al suelo. Se quedó allí sentado,
con los ojos levantados hacia Marvin Macy, y sus orejas, con gran esfuerzo,
todavía lograron batir en un débil y
desesperado aleteo. Entonces se volvieron todos a mirar a miss Amelia para ver
qué iba a hacer. Durante aquellos años, nadie se había atrevido a tocar ni un
pelo del primo Lymon, aunque a más de uno le hubiera gustado hacerlo. Bastaba
con que alguien le hablara con dureza al jorobado para que miss Amelia cortase
el crédito a tan malvado mortal y le hiciera la vida imposible durante mucho
tiempo. Por eso, a nadie le hubiera sorprendido ver ahora a miss Amelia
agarrar el hacha del cobertizo y abrirle la
cabeza a Marvin Macy. Pero no hizo nada de eso. Había ocasiones en que miss
Amelia parecía caer en una especie de trance; la causa de aquellos trances
era, por lo general, conocida y comprendida. Porque miss Amelia era un médico considerado, que no sacaba las raíces del pantano
y otros ingredientes desconocidos para dárselos al primer paciente que
llegara. Siempre que inventaba una medicina nueva la probaba ella primero. Se tragaba una dosis enorme y se pasaba el día
siguiente yendo y viniendo, con aire pensativo, del café al retrete de
ladrillo. Muchas veces, cuando aparecía una epidemia de gripe aguda, miss
Amelia se quedaba muy quieta, de pie, mirando al suelo y con los puños
apretados. Estaba tratando de averiguar qué órgano resultaba afectado, y cuál
sería la dolencia que la nueva medicina podía aliviar mejor. Y ahora,
mientras observaba al jorobado y a Marvin Macy, la cara de miss Amelia tenía
ese mismo aire tenso, como si estuviera
acechando un dolor interno, aunque esta vez no había tomado ninguna medicina
nueva.
–Así aprenderás, jorobeta –dijo Marvin Macy.
Henry Macy se echó hacia
atrás el mechón de pelo blanquecino que le caía sobre la frente y tosió nerviosamente.
Stumpy MacPhail y Merlie Ryan restregaron los pies en el suelo, y los niños y
los negros que estaban a la entrada del
patio enmudecieron. Marvin Macy cerró la navaja que tenía en la mano y, después
de mirar a su alrededor sin temor alguno, salió del patio contoneándose. Las ascuas
del foso se iban convirtiendo en cenizas como plumas grises; ya se había hecho
de noche.
He aquí cómo Marvin Macy
volvió del penal. En todo el pueblo no hubo una persona que se alegrara de
verle. Hasta la señora Mary Hale, que era tan buena mujer y le había criado con
tanto cariño, hasta aquella anciana madre adoptiva, en cuanto le vio, dejó caer
la cazuela que tenía en las manos y rompió a llorar. Pero a aquel Marvin Macy nada
le desconcertaba. Se sentó en los escalones
de atrás de la casa de Hale, se puso a tocar la guitarra perezosamente y cuando
estuvo hecha la cena apartó a los niños de la casa y se sirvió un plato
colmado, aunque apenas había tortas y carne para todos. Después de cenar
se instaló en el rincón de dormir mejor y más caliente del cuarto de delante y ninguna pesadilla turbó su
sueño. Miss Amelia no abrió el café aquella noche. Atrancó todas las puertas y
las ventanas dejó una lámpara encendida en su cuarto toda la noche y no se
les vio por ningún lado a ella ni al primo Lymon.
Como era de esperar, Marvin
Macy trajo mala suerte desde el primer momento. Al día siguiente, el tiempo cambió de
repente y empezó a hacer calor. Ya desde la mañana se notaba un bochorno
pegajoso; el viento traía el olor podrido de las ciénagas y sobre la alberca
zumbaba una nube de mosquitos. Aquel calor no era propio de la estación, era
peor que en agosto; hizo mucho daño, porque
casi todos los que tenían un cerdo habían imitado a miss Amelia y lo habían
matado el día anterior. Y ¿cómo iba a conservarse el cerdo con un tiempo
semejante? A los pocos días había por todo el pueblo un olor a carne pasada y
un ambiente de mal humor por tanta pérdida. Y lo peor fue que en una
fiesta familiar cerca de la carretera de Forks Falls comieron asado de cerdo y
murieron todos, desde el primero hasta el último. Estaba claro que su cerdo se
había echado a perder. Y¿quién iba a saber
si el resto de la carne se había estropeado o no? Los vecinos estaban
desgarrados entre el deseo del buen sabor del cerdo y el temor a la
muerte. Fueron unos días de ruina y confusión.
Y el culpable de todo, Marvin Macy, no tenía la menor vergüenza. Se le veía en
todas partes. Durante las horas de trabajo andaba por los alrededores de la
fábrica y se asomaba a mirar por las ventanas; y los domingos se ponía camisa
roja y se exhibía por la calle Mayor con su guitarra. Todavía era guapo, con
aquel pelo castaño, aquellos labios tan rojos y los hombros tan anchos y tan fuertes;
pero su maldad era ya demasiado famosa para que su buen aspecto le sirviera de
nada. Y aquella maldad no se medía sólo por los pecados cometidos.
Efectivamente, había robado en aquellas estaciones de gasolina. Y ya antes
había echado a perder a las más tiernas muchachitas dela región y se había
reído de su hazaña. Se le podían achacar toda clase de iniquidades, pero había algo
en él que no tenía nada que ver con sus crímenes: era una maldad secreta, algo
que se desprendía de él como un olor. Y otra cosa, no sudaba jamás, ni siquiera
en agosto; ésa es seguramente una señal que vale la pena tener en cuenta. Y en
el pueblo pensaban que ahora era más peligroso que nunca, porque en el penal de
Atlanta debía de haber aprendido a embrujar. ¿Cómo se explicaba, si no,
su influencia en el primo Lymon? Porque desde el momento en que vio a Marvin
Macy, el jorobado estaba poseído por un mal espíritu. A todas horas quería ir
detrás de aquel presidiario, y no hacía más que inventar trucos estúpidos para llamar su atención. Pero Marvin
Macy le trataba brutalmente o no le hacia el menor caso. A veces el jorobado se
daba por vencido, se encaramaba a la barandilla del porche igual que un pájaro
enfermo a un cable del teléfono y lanzaba sus quejas a los cuatro vientos.
–Pero, ¿por qué? –preguntaba miss Amelia con los puños apretados, clavando en
él su mirada gris y bisoja. –¡Ay,
Marvin Macy! –berreaba el jorobado, y el sonido de aquel nombre bastaba para
alterar el ritmo de sus sollozos y le hacía
hipar–. ¡Ha estado en Atlanta!
Miss Amelia movía la cabeza y su cara se
endurecía y oscurecía. En primer lugar, los viajes la irritaban; despreciaba a esas gentes inquietas que habían hecho el
viaje a Atlanta o que se habían alejado cincuenta millas del pueblo sólo para
ver el océano. –El haber ido a Atlanta no es ningún mérito. –¡Ha estado
en el penal! –decía el jorobado, muerto de envidia. ¿Cómo va uno a discutir con una persona que tiene tales anhelos?
En su desconcierto, la
misma miss Amelia no parecía muy segura de lo que estaba diciendo: –¿Que ha
estado en el penal, primo Lymon? ¿Y eso, qué? Un viaje así no es como para
darse importancia.
Durante aquellas semanas,
todos observaban atentamente a miss Amelia. Andaba de un lado para otro con
aire ausente, como si hubiera caído en uno de sus trances gripales. Quién sabe
por qué, desde el día siguiente a la llegada de Marvin Macy dejó a un lado el
mono y llevaba siempre el traje rojo que hasta entonces había reservado para
los domingos, los funerales y las sesiones del juzgado. Después, al cabo de
unas semanas, empezó a dar algunos pasos para aclarar la situación. Pero era difícil
entender sus procedimientos. Si le dolía ver al primo Lymon siguiendo a Marvin
Macy por el pueblo, ¿por qué no hablaba claro de una vez y le decía al jorobado que
si le veía con Marvin Macy le echaría de su
casa? Eso hubiera sido bien sencillo, y el primo Lymon hubiera tenido que someterse
si no se quería ver en la triste alternativa de encontrarse abandonado en el
mundo. Pero parecía que miss Amelia se había quedado sin voluntad; por primera
vez en su vida no sabía qué camino tomar. Y
como suele ocurrir cuando se anda titubeando, hizo lo peor que podía hacer:
tomar por varios caminos a la vez, unos en un sentido y otros en el sentido
contrario. El café se abría todas las noches, como de costumbre, y, cosa
bastante extraña, cuando Marvin Macy
entraba contoneándose, con el jorobado pegado a sus talones, miss Amelia no le
echaba a la calle. Llegó hasta a darle de beber gratis y le sonreía de
un modo raro y torvo. Y al mismo tiempo le había
preparado en el pantano un cepo capaz de matarle si se quedaba atrapado en él.
Dejó que el primo Lymon le invitara a comer un domingo, y cuando Marvin
bajaba la escalera intentó echarle la zancadilla.
Inició una gran campaña de diversiones en honor del primo Lymon, con giras exhaustivas
a los más variados espectáculos en localidades lejanas; fueron en el auto a Chautauqua,
a treinta millas del pueblo, y le llevó a ver un desfile en Forks Falls. Total
que aquella temporada fue enloquecedora para miss Amelia. La mayor parte de la
gente pensaba que miss Amelia se ponía en ridículo, y todo el mundo estaba
esperando a ver cómo iba a terminar aquello. Volvió el frío. El invierno se
adueñó del pueblo y se hacía de noche antes de que terminara el trabajo en la
fábrica. Los niños dormían con toda la ropa puesta, y las mujeres se levantaban
las faldas por detrás para tostarse soñadoramente junto al fuego. Después de
llover, el barro de la calle formaba duros surcos helados; se veía el
débil resplandor de las lámparas de las casas y los melocotoneros estaban deshojados. En aquellas, noches de invierno,
oscuras y silenciosas, el café era el punto central y cálido del pueblo, y sus
luces brillaban tanto que se veían desde un cuarto de milla. Al fondo de la
sala, la gran estufa de hierro rugía, crujía, se ponía al rojo vivo. Miss
Amelia había hecho cortinas encarnadas para las ventanas y a un buhonero que
pasó por el pueblo le había comprado un gran ramo de rosas de papel que
casi parecían de verdad. Pero no eran sólo
el calor, los adornos y la iluminación los que hacían al café tan preciso para
el pueblo; había una razón más honda. Y aquella razón estaba relacionada con
cierto orgullo que hasta entonces no se había conocido por aquí. Para
comprender este nuevo orgullo hay que tener en cuenta el poco valor de la vida
humana. Siempre había un montón de gente esperando junto a un molino; pero en las casas no tenían casi nunca
carne suficiente, ni vestidos, ni tocino. La vida llegaba a convertirse en una
larga y turbia rebatiña, sólo para conseguir lo necesario para mantenerse
vivos. Lo más desconcertante es que todas las cosas útiles tienen un precio y
se compran sólo con dinero, y que así es como está organizado el mundo.
Sin tener que pararse a pensar, ya sabe uno
cuál es el precio de una bala de algodón o de un cuartillo de melaza. Pero a la
vida de un hombre no se le ha puesto precio: nos la dan de balde y nos la
quitan sin pagárnosla. ¿Qué valor puede tener? Si se pone uno a considerar, hay
momentos en que parece que la vida tiene muy poco valor, o que no tiene
ninguno. Cuántas veces, después de haber estado uno sudando, y esforzándose, y las cosas no se le arreglan, se
le mete a uno en el fondo del alma el sentimiento de que no vale gran cosa. Pero
el nuevo orgullo que trajo el café a este pueblo se dejó sentir en casi todos
los vecinos, hasta en los niños. Porque para ir al café no era necesario
pagar la cena, o un vaso de whisky; había refrescos
embotellados por un níquel; y si no podía uno gastarse ni eso, miss Amelia
tenía una bebida llamada zumo de cereza que valía un penique el vaso y era
de color rosa y muy dulce. Casi todo el
mundo, excepto el reverendo T. M. Willin, iba al café por lo menos una vez a la
semana. A los niños les encanta dormir en casas ajenas y comer con los vecinos;
en esas ocasiones se portan como es debido y se ponen orgullosos. Así de
orgullosos se sentían los vecinos del pueblo cuando se sentaban a las mesas del café. Se lavaban
antes de ir donde miss Amelia y al entrar en el café se restregaban los pies
muy finamente en el salón. Y allí, por lo menos durante unas horas, podía uno olvidar
aquel sentimiento hondo y amargo de no valer para gran cosa en este mundo. El
café era un buen recurso para los solteros, los desgraciados y los tísicos. Y,
por cierto, había cosas que hacían
sospechar que el primo Lymon estaba tísico: el brillo de sus ojos grises, su terquedad,
su charlatanería y su tos; todo aquello era mala señal. Además, ya se sabe que
siempre tiene algo que ver el espinazo torcido con la tisis. Pero como le
hablaran de eso a miss Amelia se ponía nerviosa. Negaba aquellos síntomas con
agria vehemencia, pero luego, a escondidas, le ponía al primo Lymon emplastos
calientes en el pecho y le daba Kura Krup y cosas así. Y aquel invierno la
tos del jorobado había empeorado, y algunas veces, incluso en días fríos,
rompía a sudar copiosamente. Pero aquello
no le impedía andar constantemente pegado a los talones de Marvin Macy. Todas las mañanas, muy temprano, el jorobado
salía, se iba a la puerta trasera de la casa de la señora Hale y allí se
quedaba, aguarda que aguarda (pues Marvin Macy era muy dormilón). Se quedaba allí de pie llamándole bajito. Su voz era
igual que las voces de los niños cuando se quedan agachados con mucha paciencia
junto a esos agujeritos del suelo donde creen que viven las mariquitas, y
hurgan en el agujero con una paja, canturreando: mariquita, mariquita,vete a tu casa volando, sal
afuera, mariquita,que tu casa se ha prendido y tus hijos se están quemando.
El jorobado llamaba todas
las mañanas a Marvin Macy con aquella misma voz, a un tiempo triste, insinuante
y resignada. Y cuando Marvin Macy salía, el jorobado le iba siguiendo por todo
el pueblo, y algunas veces se marchaban juntos al pantano y se pasaban allí
horas enteras. Y miss Amelia seguía haciendo lo peor que podía hacer; es decir,
que tomaba varios caminos a la vez. Cuando el primo Lymon salía de casa, no le
llamaba para hacerle volver, sino que se quedaba allí sola en medio de la calle
mirándole hasta que se perdía de vista. Casi todas las noches volvía Marvin
Macy con el primo Lymon a la hora de la cena y se sentaba a la mesa con ellos.
Miss Amelia
abría los tarros de peras en conserva y preparaba una buena cena con jamón o
pollos, grandes fuentes de tortas de maíz y guisantes de invierno. También es
verdad que una vez miss Amelia trató de
envenenar a Marvin Macy; pero hubo una confusión, se equivocaron de plato y le tocó
a ella la ración envenenada. En seguida se dio cuenta, al notar un ligero sabor
amargo en la comida, y aquella noche se quedó sin cenar. Estuvo allí apoyada en
el respaldo de la silla, tocándose el bíceps y mirando a Marvin Macy. Marvin Macy iba todas las noches al café y se
instalaba en la mesa mejor y más grande, la que estaba en el centro. El
primo Lymon le traía el licor sin que Marvin tuviera que pagar un céntimo. Marvin
Macy apartaba de un manotazo al jorobado, como si fuera un mosquito del
pantano, y no sólo no demostraba el menor agradecimiento por aquellos favores,
sino que le daba al jorobado con el revés
de la mano cada vez que se le ponía delante, o le decía: –Quítate de mi
vista, jorobeta, o te arranco el cuero cabelludo.
Cuando esto ocurría, miss
Amelia salía de detrás del mostrador y se acercaba a Marvin Macy muy despacio, con
los puños cerrados, y el extraño traje rojo le colgaba del modo más
estrambótico en torno a las huesudas
rodillas. Entonces Marvin Macy cerraba también los puños y se ponían a dar vueltas
uno alrededor del otro, muy despacio y con aire amenazador. Pero aunque todos
se quedaban mirándoles sin atreverse a
respirar, nunca pasaba nada. Todavía no había llegado la horade la pelea. Aquel
invierno ocurrió algo insólito, y por eso todos lo recuerdan y hablan todavía
de él; fue una cosa extraordinaria. Cuando los vecinos se levantaron el 2 de
enero encontraron que el mundo entero se había transformado a su alrededor. Los niñitos inocentes miraron por
las ventanas y se asustaron tanto que se echaron a llorar. Los viejos empezaron a revolver
en sus recuerdos y no pudieron encontrar nada que en estas tierras se hubiera
parecido a aquel fenómeno. Y es que había nevado
por la noche. Durante las oscuras horas después de medianoche, habían empezado
a caer los leves copos suavemente sobre el pueblo. Al amanecer, todo el campo
estaba cubierto de aquella nieve extraña que encuadraba las vidrieras rojas de
la iglesia y blanqueaba los tejados. El pueblo tenía un aspecto como
sumergido y aterido. Las casitas de los obreros resultaban sucias, ruinosas, como si estuvieran a punto de derrumbarse; y todo
parecía más oscuro y miserable. Pero la nieve, en cambio, tenía una belleza que
pocas personas del pueblo habían visto antes. La nieve no era blanca, como
decían los del norte; era de suaves tonos azules y plateados, y el cielo era de
un gris claro y luminoso. Y aquella calma soñolienta de la nieve al caer...
¿cuándo había estado el pueblo tan silencioso? La gente reaccionó ante
la nevada de modos muy distintos. Miss Amelia, al mirar por la ventana, movió pensativamente los dedos gordos de sus pies
descalzos y se ciñó bien el cuello del camisón. Se quedó así un rato y
luego empezó a cerrar las persianas de todas las ventanas. Cerró la casa por
completo, encendió las lámparas y se sentó solemnemente a desayunar su tazón de
avena. La razón no era que miss Amelia
tuviese miedo de la nevada; sencillamente, se sentía incapaz de formarse una
opinión inmediata del nuevo acontecimiento; y, cuando no sabía de un modo
exacto y definitivo lo que pensaba de una cosa (y esto ocurría con harta
frecuencia), prefería no hacer caso de ella.
Nunca había visto caer nieve por estas tierras, y nunca había pensado en la
nieve de una forma o de otra; pero si admitía esta nevada iba a tener que
llegar a alguna decisión y aquella temporada tenía ya demasiados quebraderos de
cabeza. Así que se paseó por la casa sombría a la luz de las lámparas,
pretendiendo que no había pasado nada. En cambio, el primo Lymon se alborotó
muchísimo, y, cuando miss Amelia dio media vuelta para prepararle el desayuno,
se escapó de la casa. Marvin Macy empezó a darse importancia a costa de la
nevada y dijo que ya conocía la nieve, que la había visto en Atlanta, y por su
manera de pasear aquel día por el pueblo parecía que era el dueño de todos y
cada uno de los copos de nieve. Se burló de los niños que se asomaban tímidamente
a las puertas de las casas y les alargó puñados de nieve para que la probasen.
El reverendo Willin caminaba calle abajo presurosamente y con una cara feroz,
porque estaba pensando profundamente y tratando de meter la nieve en su
sermón del domingo. La mayor parte de la
gente se sentía humilde y contenta ante aquella maravilla; y todos hablaban en
voz baja y decían «muchas gracias» y «por favor» más de lo necesario.
Naturalmente, unas pocas almas flojas se desmoralizaron y se emborracharon;
pero no fueron muchas. La nevada fue como una fiesta para todos, y algunos
vecinos contaron su dinero y decidieron ir aquella noche al café. El primo Lymon siguió a Marvin Macy todo el día,
secundando sus alardes a propósito de la nieve; se maravillaba de que la nieve
no cayera como la lluvia, y se quedó con la cabeza levantada mirando
caer los copos leves y lentos, hasta que se tambaleó, mareado. Y ¡qué orgulloso
se sentía dentro de la órbita de la gloria de Marvin Macy! Tanto, que muchas
personas no pudieron evitar elgritarle:
–«Dijo la mosca en la rueda del carro: ¡Qué polvareda vamos levantando!»
Miss Amelia no había pensado servir cenas.
Pero cuando a las seis se oyó ruido de pasos en el porche, abrió la puerta
principal con cautela. Era Henry Ford Crimp, y aunque no había nada para comer, le dejó sentarse a una mesa y le sirvió de
beber. Llegaron otros hombres. La tarde estaba azul, cortante, y aunque ya
había dejado de nevar soplaba un viento de los pinares que levantaba del suelo
ligeros remolinos. El primo Lymon no volvió hasta la noche, y con él venía
Marvin Macy llevando su maleta de hojalata y su guitarra. –¿Te vas de viaje?
–le dijo miss Amelia muy de prisa.
Marvin Macy se calentó
junto a la estufa. Después se sentó a su mesa y empezó a sacar punta aun palito
con mucha calma. Se limpió los dientes, y a cada momento se sacaba el palito de
la boca para mirarle la punta y luego lo limpiaba en la manga de su abrigo. No
se molestó en contestar. El jorobado miró a miss Amelia, que estaba detrás
del mostrador. No parecía nada preocupado, sino
muy seguro de sí mismo. Cruzó las manos a la espalda y levantó confiadamente
las orejas. Tenía las mejillas encarnadas, los ojos brillantes y la ropa
completamente mojada.
–Marvin Macy viene a quedarse con nosotros
–dijo. Miss Amelia no contestó. Tan sólo
salió de detrás del mostrador y se colocó junto a la estufa, como si la noticia
le hubiera dado frío. No se calentaba la espalda con modestia, levantándose las
faldas una pulgada o así, como hacen todas las mujeres cuando hay gente
delante; miss Amelia no tenía ni pizca de modestia, y muchas veces se olvidaba
por completo de que había hombres allí. Ahora, mientras se calentaba, tenía el
traje rojo tan levantado por detrás que todo el que quisiera molestarse en
mirar podía ver un trozo de su muslo, fuerte y velludo. Tenía la cabeza
ladeada, y había empezado a hablar sola, cabeceando y arrugando la frente, y su
voz era acusadora y llena de reproches, aunque no se entendían las palabras.
Mientras tanto, el jorobado y Marvin Macy habían subido a la sala donde estaban
las «hierbas de la Pampa» y las dos máquinas de coser, a las habitaciones donde
miss Amelia había pasado toda su vida. Desde el café se les podía oír andando
por allí arriba, instalando a Marvin Macy y deshaciendo su equipaje. Así es
cómo se introdujo Marvin Macy en casa de miss Amelia. Al principio, el primo
Lymon, que había cedido su cuarto a Marvin Macy, dormía en el sofá de la sala.
Pero la nevada le había sentado mal; cogió un catarro que terminó en anginas, y
miss Amelia le dejó su cama. El sofá de la sala era demasiado corto para ella;
se le salían los pies por encima de los bordes, y se caía muchas veces al
suelo. Seguramente fue la falta de sueño lo
que le nubló la inteligencia; todo lo que intentaba hacer contra Marvin Macy se
volvía contra ella. Caía en sus propias trampas y se encontró en situaciones
muy violentas. Pero aun así no echaba a Marvin Macy de su casa, porque temía
quedarse sola. Cuando se ha vivido alguna vez con otra persona, es un tormento
tener que vivir solos. El silencio de una habitación donde arde el fuego,
cuando de pronto se para el tictac del reloj; las sombras obsesionantes de una casa
vacía... es preferible caer en manos de nuestro peor enemigo que enfrentarnos
con el terror de vivir a solas.
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