JOHN DONNE (1572 – 1631)
DEVOCIONES
(versión y prólogo de Alberto Girri)
TERCERA ENTREGA
IV
Mediscusque vocatur
Se envía por el médico
Es demasiado poco llamar al hombre un pequeño mundo; fuera de Dios, el
hombre no es diminutivo de nada. El hombre consiste en más piezas, más partes,
que el mundo, de lo que el mundo debería ser, no de lo que el mundo es. Y si
estas piezas se ampliaran y desarrollaran en el hombre como lo están en el
mundo, el hombre sería el gigante y el mundo el enano, el mundo solamente el
mapa, y el hombre el mundo. Si todas las venas de nuestros cuerpos se
extendieran en ríos, y todos los tendones en vetas de minerales, y todos los
músculos, que se disponen unos sobre otros, en colinas, y todos los huesos en
canteras de piedras, y todas las otras piezas, en la proporción de aquellas que
les corresponden en el mundo, el aire resultaría demasiado escaso para que por
él se moviera este orbe-hombre, el firmamento apenas si sería suficiente para
esta estrella; pues, así como todo el mundo nada posee que no tenga su
equivalente en el hombre, así el hombre tiene muchas piezas de las que en todo
el mundo no hay representación. Ampliemos esta meditación sobre este gran
mundo, el hombre, en la medida de considerar la inmensidad de criaturas que ese
mundo genera; nuestras criaturas son nuestros pensamientos, criaturas que
nacieron gigantes, que abarcan desde el este al oeste, de la tierra al cielo;
que no sólo cruzan de un tranco todo el mar, y la tierra, sino que rodean a la
vez al sol y al firmamento; mis pensamientos lo alcanzan todo, lo abarcan todo.
Inexplicable misterio; yo soy su creador y estoy en una estrecha prisión, en un
lecho de enfermo, y en cualquier parte, una cualquiera de mis criaturas, mis
pensamientos, está en el sol, y sobrepasa al sol de una zancada, de un paso,
por doquier.
Y entonces, tal como el otro mundo engendra serpientes, y víboras,
malignas y venenosas criaturas, y gusanos, y orugas, que se esfuerzan en
devorar ese mundo que las engendra, y monstruos compuestos y complicados, de
diferentes orígenes, y clases, así este mundo, nosotros mismos, engendra todo
eso en nosotros, engendrando afecciones, y enfermedades, de todo orden;
afecciones venenosas, infecciosas; afecciones que se ceban y consumen, y
afecciones múltiples e intrincadas, hechas de muchas cosas. ¿Y puede el otro
mundo dar nombre a tantas venenosas, tantas devoradoras, tantas monstruosas
criaturas, como nosotros podemos con afecciones de todas clases? ¡Oh miserable
abundancia, oh pordiosera riqueza!; ¿cuántos remedios no nos han de faltar para
cada afección, si ni siquiera tenemos aun el nombre para todas ellas? Pero
poseemos un Hércules contra esos gigantes, esos monstruos, es decir, el médico;
él alista a todas las fuerzas del otro mundo para socorrer a éste; a toda la
naturaleza para aliviar al hombre. Tenemos al médico, pero no somos el médico.
Aquí nos encogemos en nuestra proporción, nos rebajamos en nuestra dignidad,
respecto de muchas y variadas criaturas, que son sus propios médicos. El ciervo
que es perseguido, dicen, conoce una hierba que, al comerla, arroja fuera la
flecha, extraña clase de vómito. El perro que lo persigue, aunque está sujeto a
la enfermedad, proverbialmente conoce la hierba que lo restablece. Y puede ser
verdad que la droga está tan cerca del hombre como de otras criaturas; el
hombre no tiene ese instinto innato para aplicar esos remedios naturales a su
peligro presente, tal como lo poseen dichas criaturas inferiores; él no es su
propio boticario, su propio médico, como lo son ellas. Vuelve, pues, nuevamente
a tu meditación, y síguela; ¿qué se ha hecho de la gran extensión y proporción
del hombre cuando él mismo se consume y reduce a un puñado de polvo?, ¿qué se
ha hecho de sus encumbrados pensamientos, sus extendidos pensamientos, cuando
él mismo a sí mismo se conduce a la ignorancia, a la irreflexión que es la
tumba? Sus afecciones son de él, pero no del médico; las tiene en su casa, pero
debe enviar por el médico.
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