LEON CHESTOV
KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción
de José Ferrater Mora
QUINTA ENTREGA
I
JOB Y HEGEL (1)
En vez de
ampararse en un filósofo universalmente reconocido o en un professor publicus ordinarius,
mi amigo se ha refugiado en un pensador
privado que poseyó una vez todos los esplendores de la tierra y que tuvo luego
que retirarse de la vida: se ha refugiado en Job, que, sentado sobre las
cenizas y mientras rascaba con un casco las llagas de su cuerpo, lanzaba
rápidas advertencias y reflexiones. Cree mi amigo que la verdad se revela aquí
más convincente… que en el Symposium griego.
KIERKEGAARD.
Kierkegaard ha pasado de lado junto a Rusia. Jamás he tenido ocasión de
oír mencionar ni siquiera su nombre en nuestros medios filosóficos o
literarios. Me avergüenza confesarlo, pero así es: hace algunos años nada sabía
yo de Kierkegaard. En Francia, donde se ha comenzado recientemente a
traducirlo, es todavía poco conocido. Por el contrario, su influencia es
inmensa en Alemania y en los países escandinavos. Y -hecho extremadamente
significativo- no sólo se ha enseñoreado del pensamiento de los más eminentes
teólogos alemanes, sino inclusive del de los filósofos y aun de los profesores
de filosofía. Baste nombrar, por un lado, a Karl Barth y a su escuela, y, por
el otro, a Heidegger y Jaspers. El redactor de los Philosophische Hefte no ha tenido empacho en declarar que si se
hiciera una exposición completa de la filosofía de Heidegger se desembocaría,
finalmente, en Kierkegaard. Tenemos todos los motivos para creer que las ideas
de Kierkegaard están llamadas a desempeñar un papel sobremanera importante en
el desarrollo espiritual de la humanidad, pero un papel, en verdad, de muy
particular carácter. Es poco probable, en efecto, que Kierkegaard ocupe jamás
un lugar entre los clásicos de la filosofía y que el valor de su obra sea
unánimemente reconocido. Pero su pensamiento vivirá, invisible, en el alma de
los hombres. El caso ha tenido ya lugar: vox
clamantis in deserto no es sólo una espléndida metáfora. Las voces que
claman en el desierto son tan necesarias para la economía espiritual como las
voces que retumban en los lugares públicos, en las plazas o en las iglesias. Y
las primeras son algunas veces acaso más necesarias que las segundas.
Kierkegaard ha dado a su filosofía el nombre de “existencial”, palabra
que en sí misma no nos dice gran cosa. Y aunque Kierkegaard utiliza con
frecuencia este término, no nos ha dado jamás, propiamente hablando, una
definición de la filosofía existencial. “En lo que toca a los conceptos
existenciales, el deseo de evitar las definiciones es una prueba de tacto”,
escribe. Por lo demás, Kierkegaard evita en general las definiciones. Esta
tendencia está vinculada en él a la convicción de que la “expresión indirecta”
resulta el mejor medio de comunicarse con los hombres. Había aprendido este
método de Sócrates, quien consideraba que su misión no consistía en
proporcionar a los hombres verdades hechas, sino en ayudarles a alumbrar las
verdades por sí mismos. Sólo puede ser útil al hombre la verdad que él mismo ha
alumbrado. Así, la filosofía kierkegaardiana está construida de tal suerte, que
resulta imposible asimilarla del modo como ordinariamente nos asimilamos un
sistema de ideas: no se trata de una asimilación causal, sino de algo
completamente diferente. Kierkegaard se halla de antemano presa de horror y de
furor al pensar tan sólo que después de su muerte habrá “profesores” que
expondrán su filosofía como un sistema acabado de ideas repartidas en
secciones, capítulos y párrafos, y que los amantes de construcciones
filosóficas interesantes experimentarán goces intelectuales siguiendo el
desarrollo de su pensamiento. Para Kierkegaard, la filosofía no es en modo
alguno una pura actividad intelectual. El comienzo de la filosofía no es, como
enseñaban Platón y Aristóteles, la admiración, sino la desesperación. En las
angustias de la desesperación y del terror, el pensamiento humano se transforma
y adquiere nuevas fuerzas, las cuales los conducen hasta las fuentes de verdad
que ni siquiera existen para los demás hombres. El hombre sigue pensando, pero
no ya del mismo modo que quienes, “asombrados”, por lo que el mundo les hace
descubrir incesantemente, intentan comprender la estructura del universo.
El libro de Kierkegaard titulado La
Repetición es, en este respecto, particularmente revelador. Forma parte de
la serie de obras que el autor escribió y publicó inmediatamente después de
haber roto sus relaciones con su prometida Regina Olsen, y que se hallan en
estrecha relación con tal ruptura. Kierkegaard escribió primeramente Lo Uno o lo Otro, luego, Temor y Temblor, que aparecieron en un
volumen junto con La Repetición y,
finalmente, El concepto de la angustia.
Todas estas obras se basan en un tema que el filósofo varía de mil maneras
diferentes. Ya lo he indicado: la filosofía no parte, como lo pensaban los griegos,
de la admiración, sino de la desesperación. He aquí como, en La Repetición, expresa Kierkegaard esta
idea: “En vez de ampararse en un filósofo universalmente reconocido o en un professor publicus ordinarius (es decir,
Hegel), mi amigo (Kierkegaard habla siempre en tercera persona cuando quiere
exponer sus más caras ideas) se ha refugiado en un pensador privado que poseyó
una vez todos los esplendores de la tierra y que tuvo luego que retirarse de la
vida: se ha refugiado en Job, que, sentado sobre las cenizas y mientras rascaba
con un casco las llagas de su cuerpo, lanzaba rápidas advertencias y
reflexiones. Cree mi amigo que la verdad se revela aquí más convincente, más
bella, más confortadora que en el Symposium griego”.
El pensador privado Job ha sido enfrentado, pues, no sólo con Hegel,
universalmente célebre, sino también con el Symposium griego, es decir, con el
mismo Platón. ¿Tiene esta oposición un sentido y llega a comprenderlo
Kierkegaard? Dicho de otro modo: ¿llega a aceptar como verdadero, no lo que le
descubre el pensamiento filosófico del heleno instruido, sino lo que proclama
el personaje, medio enloquecido de terror y, además, ignorante, que figura en
una de las narraciones del viejo libro? ¿Por qué es la verdad de Job más
convincente que la de Hegel o de Platón? ¿Es realmente cierto que sea más
convincente?
No le fue fácil a Kierkegaard desembarazarse del célebre filósofo. Él
mismo lo dice: “…no se atreve aun a confiarse a nadie y a confesar su desdicha
y su vergüenza: no comprende al grande hombre”. Y luego: “No es fácil adquirir
el coraje dialéctico, y sólo después de una crisis puede uno decidirse a
oponerse a un maestro maravilloso que lo sabe todo mejor que uno mismo, pero
que no ha ignorado sino un solo problema -el propio.” Los hombres ordinarios,
prosigue Kierkegaard, no comprenderán probablemente de qué se trata. La
construcción de Hegel no es para ellos más que una construcción teórica
interesante y divertida. Pero hay “jóvenes” que han entregado su alma a Hegel,
que se han dirigido a él en esos difíciles instantes en que el hombre se
encamina hacia la filosofía para obtener de ella “lo único necesario”. Estos
jóvenes están dispuestos a desesperar de sí mismos antes de admitir que su
maestro no buscaba la verdad, sino que perseguía fines enteramente diferentes.
Si uno de ellos llega a encontrarse a sí mismo, se vengará de Hegel por medio
de una risa burlona y desdeñosa: y esto no será más que un acto de justicia.
Acaso serán todavía más crueles: abandonarán a Hegel para refugiarse en
Job. Si Hegel hubiese podido admitir un solo instante que esto era posible, que
no era él, sino Job, el ignorante, quien retenía la verdad, que el método de
investigación de la verdad no consistía en seguir atentamente esa “autogeneración
de conceptos” (Selbsbewegung) que había descubierto, sino en aullar de
desesperación -clamores, según él, salvajes e insensatos-, habría tenido que
reconocer que la obra de su vida quedaba reducida a la nada, que él mismo
quedaba reducido a la nada. Y no se trata aquí sólo de Hegel. Ir a buscar la
verdad en Job equivale a poner en duda los mismos fundamentos y principios del
pensamiento filosófico. Se puede preferir cualquier filósofo en vez de Hegel, oponer
a él Leibniz, o Spinoza, o los antiguos. Pero sustituir a Hegel por Job
significa trastornar el curso del tiempo, retornar a una época situada a miles
de años más atrás, cuando los hombres no sospechaban siquiera todo lo que nos
han proporcionado nuestros conocimientos y nuestra ciencia. Sin embargo,
Kierkegaard no se contenta con regresar a Job. Su ímpetu lo lleva más lejos
aun: hacia el infinito de los tiempos, hasta Abraham. Y no sólo opone Abraham a
Hegel, sino que lo opone a aquel a quien el oráculo de Delfos y, después de él,
la humanidad entera, han reconocido como el más alto de los hombres, a
Sócrates.
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