JOHN DONNE (1572 – 1631)
DEVOCIONES
(versión y prólogo de Alberto Girri)
DECIMOTERCERA ENTREGA
XIV
Idque notant Criticis, Medici
evenisse Diebus
Los médicos observan por esos
accidentes que han comenzado los días críticos
Yo no haría al hombre peor de lo que es, ni su condición más miserable
de la que es. ¿Pero podría, aunque lo quisiera? Así como el hombre no puede
linsojear a Dios, ni sobrevalorarlo, tampoco puede el hombre agraviar al
hombre, ni menospreciarlo. De modo que mucho debe hacérsele tener presente a su
memoria que aquellas felicidades, que tiene en este mundo, poseen sus tiempos,
y sus estaciones, y sus días críticos, y son juzgadas, y denominadas de acuerdo
con los tiempos, cuando nos sobrevienen. ¡De qué pobres elementos están hechas
nuestras dichas, si el tiempo, el tiempo que apenas podemos considerarlo cosa
alguna, es parte esencial de nuestra felicidad! Todas las cosas se hacen en
algún lugar; pero si consideramos que el lugar no es más que las huecas superficies
del aire, ¡ay, qué delgada, y fluida cosa es el aire, qué delgada película es
una superficie, y una superficie de aire! Asimismo, todas las cosas son hechas
en el tiempo; pero si consideramos que el tiempo no es sino la medida del
movimiento, como quiera que parezca tener tres estaciones: pasado, presente y
futuro, y la primera y la última de ellas no existen (una ya no existe ya, y la
otra no existe todavía), y que lo llamáis presente no es ahora lo mismo que era
cuando empezásteis a llamarlo así en esta frase (antes de que pronunciéis esa
palabra, presente, o esa palabra, ahora, el presente y el ahora ya son
pasado); si este imaginario medio-nada, el tiempo, es la esencia de nuestras
dichas, ¿cómo pensar que puedan ellas ser duraderas? El tiempo no lo es, ¿cómo
podrían serlo ellas? El tiempo no lo es; no lo es, considerado en cualquiera de
sus partes. Si consideramos la eternidad, en ella nunca entró el tiempo; la
eternidad no es un interminable fluir de tiempo; pero el tiempo es un pequeño
paréntesis en un largo período; y la eternidad sería la misma que es, aunque el
tiempo nunca hubiera sido; si consideramos, no la eternidad sino la
perpetuidad, no aquella que no tuvo tiempo para comenzar en él, sino la que
sobrevivirá al tiempo y seguirá siendo cuando el tiempo ya no sea más, ¡qué
minuto es la vida de la criatura más duradera, comparada con aquella! ¡Y qué
minuto es la vida del hombre comparada con la de los soles, o la de un árbol!,
y sin embargo, qué pequeña parte de nuestra vida es la ocasión, la oportunidad
de acoger en ella al bien; ¡y qué poco de esa ocasión aprehendemos, y
retenemos! ¡Qué laboriosa y complicada telaraña es la felicidad del hombre
aquí, que debe ser hecha con cuidado para asir esa ocasión, que no es más que
un trocito de lo que es nada, el tiempo! Y sin embargo, las mejores cosas son
nada sin eso. Los honores, los placeres, las posesiones, que nos son
presentados fuera de tiempo, en nuestra decrépita, y desabrida, y torpe edad,
pierden su destino y pierden su nombre; no son para nosotros honores los que
nunca aparecerán, ni se divulgarán ante los ojos del pueblo, que recibe el
honor de quien se los otorga; ni son placeres para nosotros, que ya nos
apartamos de su posesión. La juventud es el día crítico de ellos, la que los
juzga, la que los denomina, la que los anima, y hace de ellos honores y
placeres, y posesiones; y cuando ellos llegan en una edad avanzada, llegan como
el cordial cuando ya dobla la campana, como un perdón cuando la cabeza ya ha
sido cortada. Nos regocijamos con el bienestar del fuego, ¿pero permanece
alguien junto a él en mitad del verano? Nos alegramos de la frescura, y la
calma en una bóveda, ¿pero celebra alguien su Navidad allí, o son los placeres
de la primavera bien recibidos en otoño? Si la felicidad reside en la estación
o en el clima, cuánto más dichosos que el hombre son los pájaros, que pueden
cambiar de clima, y acompañan, y gozan de la misma estación siempre.
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